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– Yo lo tengo todo -dijo Cowart.

Ferguson le lanzó una mirada furibunda y el periodista notó un calor repentino en la cara.

– ¿Cree tener en sus manos algún dato relevante sobre la verdad, señor Cowart? Pues no, no lo tiene.

Ferguson apretó los puños con fuerza.

Brown avanzó echando chispas.

– ¡Que te den por culo, Bobby Earl! Vendrás conmigo a comisaría. Vamos…

– ¿Me está arrestando?

– Sí. Para empezar, por el asesinato de Joanie Shriver, por segunda vez. Y también por obstrucción a la justicia, por ocultación de pruebas y por mentir bajo juramento. Y como testigo material de la desaparición de Wilcox. Con eso tendremos de sobra.

El rostro de Brown parecía de acero. Introdujo la mano libre en el bolsillo de la chaqueta y sacó unas esposas. Elevó el arma a la altura de la cara de Ferguson.

– Ya conoces el trámite. De cara a la pared con las piernas abiertas.

– ¿Me está arrestando? -repuso Ferguson dando un paso atrás. Elevó el tono de voz, la ira volvía a embargarlo-. Ya fui exento de ese crimen. Y el resto no son más que tonterías. ¡No puede detenerme!

El teniente le acercó el arma al entrecejo.

– Mírame -dijo lentamente, el gesto desencajado de rabia-. No deberías haber dejado que te encontrara, Bobby Earl, porque ahora todo ha terminado para ti. En este preciso instante. Se acabó.

– No puede acusarme de nada -insistió Ferguson, riéndose fríamente-. Si pudiera, habría venido aquí con todo un ejército. No habría traído a un miserable periodista cuyas preguntas idiotas no llevan a ninguna parte. -Escupía las palabras como insultos-. Quedaré en libertad, teniente, y usted lo sabe. -Se rió-. Libre como un pájaro.

Pero las palabras de Ferguson contradecían los movimientos nerviosos de su cuerpo. Inclinaba los hombros hacia delante, el ir y venir de sus pies era constante, como si estuviera preparándose para recibir un golpe en un combate de boxeo.

Brown se percató de ello.

– Dame un motivo -dijo-. Sabes que me encantaría.

– No pienso ir con usted -dijo Ferguson-. ¿Tiene una orden?

– Vendrás conmigo -siseó Brown-. Quiero ver cómo vuelves al corredor de la muerte, ¿me oyes? Ése es tu sitio. Esto se acabó.

– Nunca se acabará -respondió Ferguson, retrocediendo.

– ¡Nadie irá a ninguna parte! -exclamó una voz quebrada.

Los tres hombres se volvieron.

Cowart vio los dos cañones de la escopeta antes que a la menuda y enjuta abuela de Ferguson. Apuntaba con el arma a Tanny Brown.

– Nadie irá a ninguna parte -repitió-. Y mucho menos al corredor de la muerte.

Brown desvió rápidamente su pistola hacia el pecho de la mujer, agazapándose mientras lo hacía. Ella llevaba un fantasmal camisón blanco que ondeaba en torno a su figura cada vez que se movía. Tenía el pelo recogido y los pies descalzos. Era como si hubiera cambiado la comodidad de su cama por una pesadilla. Apretaba la culata del arma bajo el brazo, apuntando al policía, exactamente igual que había hecho el día que disparó a Cowart.

– Señora Ferguson -dijo el teniente en voz baja, ya en posición de tiro-, por favor baje el arma.

– No te llevarás al chico -repuso ella con ferocidad.

– Señora Ferguson, cálmese y entre en razón…

– No me hables de entrar en razón. Te digo que no te llevarás a mi chico.

– No me ponga las cosas más difíciles de lo que ya son.

– Me importa un bledo que sean difíciles. He tenido una vida difícil. A lo mejor morir será más fácil.

– No hable de ese modo, señora. Déjeme hacer mi trabajo. Todo saldrá bien, ya lo verá.

– Ahora no intentes engatusarme con buenas palabras, Tanny Brown. Lo único que has hecho ha sido traer problemas a esta casa.

– No -replicó Brown con suavidad-, no he sido yo quien ha traído los problemas. Ha sido este chico suyo.

Brown había ido imprimiendo a su discurso el acento sureño, como si intentara hablar el mismo idioma que un extranjero desorientado.

– Tú y ese maldito periodista. Tendría que haberos matado antes. -Se volvió hacia Cowart y le espetó-: Usted sólo ha traído odio y muerte.

Cowart no respondió. Pensó que había algo de verdad en lo que decía la anciana.

– No, señora -continuó calmándola Brown-. No he sido yo ni ha sido el periodista. Ha sido su chico. Usted lo sabe.

Ferguson se apartó a un lado, como calculando el alcance de la onda expansiva del disparo. Su voz sonó con una cruel serenidad.

– Vamos, abuela. Mátalo. Mátalos a los dos. -La anciana compuso una expresión de asombro-. Mátalos. Adelante. Hazlo ya -continuó Ferguson, retrocediendo en dirección a la anciana.

Brown dio un paso adelante, con el arma aún preparada para disparar.

– Señora Ferguson -dijo-, la conozco desde hace mucho tiempo. Y usted conocía a mi gente, a mis primos; antes íbamos juntos a la iglesia. No me obligue a…

Ella lo interrumpió con resentimiento.

– ¡Todos me dejasteis sola hace muchos años, Tanny Brown!

– Mátalos -susurró el nieto, acercándose a ella.

Brown giró la cabeza hacia Ferguson.

– ¡Alto ahí, cabrón! ¡Y cierra el pico!

– Mátalos -repitió Ferguson.

– No está cargada -dijo Cowart de pronto. Continuaba clavado en la misma posición, deseando desesperadamente ponerse a cubierto pero incapaz de que su cuerpo reaccionara ante el miedo-. Utilizó la última bala conmigo el otro día. No está cargada -insistió con su farol.

La anciana se volvió hacia él.

– Si piensa eso es que usted es un estúpido. -Miró con frialdad al periodista-. ¿Quiere apostar la vida a que no tenía más cartuchos?

Brown continuaba apuntando a la mujer.

– No quiero disparar -le advirtió.

– A lo mejor yo sí -respondió ella-. Sólo te digo una cosa: no volverás a llevarte a mi nieto. Antes tendrás que pasar por encima de mi cadáver.

– Señora Ferguson, usted sabe lo que el chico ha hecho…

– No me importa lo que haya hecho. Es lo único que me queda y no pienso dejar que lo apartes de mí otra vez.

– ¿Usted llegó a ver lo que le hizo a aquella niña? -preguntó Cowart de repente.

– Me da igual -contestó la anciana-. Eso no es asunto mío.

– Ella no fue la única -se obstinó Cowart-. Ha habido otras. En Perrine y Eatonville. Niñas negras, señora Ferguson. También ha matado niñas negras.

– No sé nada de ninguna niña -respondió con voz ligeramente temblorosa.

– Y también ha matado a mi compañero -añadió Brown en voz baja, como si hablando más alto corriera el riesgo de que la situación se descontrolara por completo.

– No me importa. No me importa nada de todo eso.

Ferguson se escudó detrás de la anciana.

– No dejes que se muevan, abuela -dijo. Y desapareció por el pasillo central de la casa.

– No pienso permitir que se vaya -dijo Brown.

– Entonces o tú me disparas a mí o yo te disparo a ti -respondió la vieja.

Cowart vio que Brown tenía el dedo sobre el gatillo. También vio que la punta del arma temblaba ligeramente.

El silencio y la tenue luz de la mañana inundaban la habitación. Ni la anciana ni Tanny Brown se movieron.

«Brown no disparará -pensó Cowart-. Si hubiera querido ya lo habría hecho. Al principio, cuando vio por primera vez la escopeta. Ahora ya no lo hará.» Miró a Brown y supo que una marejada de sentimientos lo inundaba.

El teniente tenía el estómago encogido y notaba una desagradable acidez en la lengua. Miró fijamente a la anciana, observando su fragilidad de mujer consumida por la edad y, al mismo tiempo, su voluntad de hierro. «¡Mátala! -se dijo. Y pensó-: ¿Cómo podrías hacer algo así?» Intentaba sopesarlo todo en su cabeza, pero la balanza se inclinaba precipitadamente de un lado a otro.

Ferguson volvió a la sala. Esta vez ya iba vestido del todo: sudadera gris, vaqueros y zapatillas de deporte. Llevaba un pequeño petate de lona en la mano. Hizo un último intento.