– Menuda cara tienes. Cuando acabes, echa un vistazo al artículo de la sección local; parece que uno de nuestros togados llegó a cierto acuerdo para poner en libertad a un viejo amigo acusado de conducir bebido. Podría ser el momento de emprender una de tus archiconocidas cruzadas de crimen y castigo.
– Le echaré ese vistazo -prometió Cowart.
– Menudo frío esta mañana -se quejó Martin-. ¿De qué sirve vivir aquí si tienes que llegar al trabajo tiritando? Podría ser Alaska.
– ¿Por qué no sacamos un editorial contra el mal tiempo? Después de todo, siempre estamos intentando influir en el cielo. Tal vez nos oigan esta vez.
– Tienes razón. -Sonrió Martin.
– Y tú eres el hombre indicado para hacerlo -dijo Cowart.
– Cierto. No vivo en pecado, como tú; tengo mejor relación con el Todopoderoso. Eso ayuda en este oficio.
– Porque estás más cerca de unirte a Él que yo.
Su vecino refunfuñó.
– ¿Qué tienes contra los veteranos? -protestó agitando el dedo-. Y puede que también seas un sexista, un racista, un pacifista… y todos los demás «istas».
Cowart soltó una risita, se fue a su mesa y puso la pila de correo en el centro; aquel sobre quedó encima. Fue a cogerlo mientras con la otra mano marcaba el número de su ex mujer. «Con un poco de suerte, estarán desayunando», pensó.
Sujetó el auricular entre el hombro y el oído, liberando así la mano mientras se establecía la conexión. Cuando el teléfono empezó a sonar abrió el sobre y sacó un único folio amarillo de papel pautado.
Estimado señor Cowart:
Actualmente, espero el día de mi ejecución en el corredor de la muerte por un crimen que YO NO COMETÍ.
– ¿Diga?
Dejó la carta encima de la mesa.
– Hola, Sandy. Soy Matt. Sólo quería hablar con Becky un minuto. Espero no interrumpir nada…
– Hola, Matt. -Cowart notó que titubeaba-. No, es sólo que estábamos a punto de salir. Tom tiene que estar en el juzgado a primera hora, así que la llevará al colegio, y… -Hizo una pausa-. No, no pasa nada. De todas maneras, hay unas cuantas cosas sobre las que necesito hablar contigo. Pero ellos tienen que irse, así que se breve.
Cowart cerró los ojos y pensó en lo doloroso que le resultaba no formar parte de la vida cotidiana de su hija. Se la imaginaba derramando la leche del desayuno y leyéndole libros de noche, sosteniendo su mano cuando se pusiera enferma, admirando las fotografías que se hacía en el colegio. Contuvo la desilusión.
– Claro. Sólo quería decirle hola.
– Ahora se pone.
El auricular resonó contra la mesa y, en el silencio subsiguiente, Matthew Cowart releyó las palabras finales: YO NO COMETÍ.
Recordó a su esposa el día en que se conocieron, en la redacción del periódico de la Universidad de Michigan. Era bajita, pero su fuerza parecía contrarrestar su talla. Estudiaba diseño gráfico y trabajaba a media jornada maquetando, preparando titulares y revisando pruebas de imprenta, apartándose de la cara el ondulado cabello oscuro, tan concentrada que rara vez oía sonar el teléfono o reaccionaba a los chistes verdes que inundaban la desenfrenada atmósfera de la redacción. Era una mujer de orden y precisión, con un enfoque de la vida propio de un delineante. Hija del jefe de bomberos local, fallecido en acto de servicio, y de una maestra de primaria, su mayor deseo era acumular bienes y disfrutar de todas las comodidades. Él la consideraba guapa, y lo asustaba lo mucho que la deseaba; se sorprendió de que accediera a salir con él, pero aún más de que, después de una docena de citas, ya se hubieran acostado.
Por aquel entonces Cowart era redactor jefe de deportes, y eso a ella le parecía una pérdida de tiempo; de hecho, solía mofarse de esos hombres supermusculados con extravagantes atuendos que corren detrás de balones de formas diversas. Él había procurado instruirla en las distintas modalidades deportivas, pero ella se mostró intransigente. Al cabo de un tiempo, con la relación ya consolidada, Cowart empezó a cubrir auténticas noticias y a salir a la calle en busca de material para sus artículos. Disfrutaba con las interminables horas de trabajo, la persecución de la noticia y la tentación de escribir. Ella pensaba que llegaría a ser famoso, o al menos importante. Lo acompañó cuando él consiguió la primera oferta de trabajo en un pequeño diario del centro del país. Seis años más tarde seguían juntos. El día que Sandy le anunció su embarazo, Cowart recibió una oferta del Journal. Él iba a cubrir los tribunales penales; ella iba a tener a Becky.
– ¿Papi?
– Hola, cariño.
– Hola, papi. Mamá dice que sólo puedo hablar un minuto. Tengo que ir al colegio.
– ¿También hace frío ahí, cielo? Deberías ponerte un abrigo.
– Vale. Tom me compró uno con un pirata que es todo naranja, como los Bucs. Voy a ponerme ése. También conocí a algunos jugadores. Fueron a una merendola con la que ayudábamos a reunir dinero para los pobres.
– Estupendo -respondió Matthew. «Maldita sea», pensó.
– Papi, ¿los jugadores son importantes?
Cowart soltó una risita.
– Más o menos.
– Papi, ¿te pasa algo?
– No, cariño, ¿por qué?
– Es que nunca me llamas por la mañana.
– Es sólo que al levantarme te he echado de menos y quería oír tu voz.
– Yo también te echo de menos. ¿Volverás a llevarme a Disney World?
– Esta primavera. Te lo prometo.
– Vale. Ahora tengo que irme. Tom me está haciendo señas. ¡Ah!, ¿sabes qué? Los de segundo tenemos un club especial que se llama el Club de los Cien Libros. Hay un premio por leer cien libros y ¡me lo han dado a mí!
– ¡Fantástico! ¿Y qué es?
– Una placa especial y una fiesta de final de curso.
– Genial. ¿Y cuál es tu libro preferido?
– El que tú me enviaste: El dragón chiflado. -Rió-. Me recuerda a ti.
Él compartió su risa.
– Tengo que irme -repitió la niña.
– Vale. Te quiero y te echo muchísimo de menos.
– Yo también. Adiós.
– Adiós -dijo, pero ella ya había dejado el teléfono.
Se hizo otro silencio hasta que su ex esposa cogió el auricular. Él habló primero.
– ¿Una merendola con futbolistas?
Siempre había querido odiar al hombre que lo había suplantado, odiarle por su profesión de abogado especializado en derecho de sociedades, por su aspecto, bajo y fornido, con la constitución de quien a la hora de comer levanta pesas en un gimnasio de los caros; quería imaginar que era cruel, un amante desconsiderado, un pésimo padre adoptivo, un inepto cabeza de familia; pero no era nada de eso. Poco después de que su ex esposa le anunciara su inminente boda, Tom voló a Miami (sin decírselo a ella) para encontrarse con él. Tomaron unas copas y comieron juntos. El propósito era turbio, pero, al acabar la segunda botella de vino, el abogado le dijo con franqueza que no estaba intentando ocupar su lugar de padre y que, como tenía que vivir con su hija, haría todo lo posible porque ella correspondiera a su padre con cariño. Cowart le creyó, sintió una extraña especie de alivio y satisfacción, luego pidió otra botella de vino y se convenció de que su sucesor le caía más o menos bien.
– Es por el bufete de abogados. Son copatrocinadores del United Way de Tampa; por eso vinieron los jugadores. Becky se quedó bastante impresionada, claro que Tom no le dijo cuántos partidos ganaron los Bucs el año pasado.
– Ahora lo entiendo.
– Ya. La verdad es que son los hombres más grandes que he visto en mi vida -dijo Sandy, riendo.
Se produjo una pausa.
– ¿Y tú cómo estás? ¿Qué tal Miami? -preguntó ella al cabo.
– Hace frío, y eso vuelve loco a todo el mundo. Ya sabes cómo es, nadie tiene un abrigo de invierno ni calefacción en casa. Todos tiritan y enloquecen hasta que vuelve el calor. Yo estoy bien, encajo bien aquí.