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Wilcox sonrió, resistiéndose a morder el anzuelo.

– Era el mes de mayo. La tierra se convierte en polvo.

– No bajo esta fronda.

El detective lo miró fijamente. Luego se echó a reír, socarrón.

– No tiene un pelo de tonto, ¿verdad?

Cowart guardó silencio.

– Los periodistas de por aquí no son tan avispados. No señor.

– No me haga la pelota. ¿Por qué no tomaron muestras de las huellas?

– Porque esta zona se llenó de vehículos del personal de rescate y de los jodidos grupos de búsqueda. Ése fue uno de los grandes problemas que tuvimos en un primer momento. En cuanto corrió la voz de que la habían encontrado, todo el mundo vino aquí. Y pisotearon la maldita escena del crimen. Cuando llegamos Tanny y yo, estaba hecha un mapa. Bomberos, conductores de ambulancia, boy scouts, ¡joder! No había ningún control. Nadie tomó ninguna precaución; así que suponga que recogemos una huella de neumático, una pisada, un trozo de ropa enganchada en una zarza, algo. No habría manera de cotejarlo. Para cuando llegamos aquí, y créame que vinimos lo más rápido que pudimos, el lugar estaba abarrotado de gente. ¡Pero por el amor de Dios!, si incluso habían movido el cadáver y lo habían sacado a la orilla. -Arrugó el entrecejo-. Pero no podemos culparlos -añadió-. La gente estaba loca por esa niña. No habría sido de buen cristiano dejar que las tortugas la mordisquearan en el lodo.

– Entonces, ¿la jodieron?

– Sí. -El detective lo miró a los ojos-. No quiero que esto salga en la prensa. Me refiero a que puede mencionar que la escena del crimen estaba hecha un desastre, pero no quiero leer: «El detective Wilcox reconoce que la jodieron en la escena del crimen.»

Cowart observó cómo se ponía las botas. Entonces recordó otra máxima de Hawkins: si te fijas bien, la escena te lo dirá todo. Pero Wilcox y Brown no habían tenido escena alguna. No habían tenido pruebas impolutas; así que tuvieron que optar por otra cosa que les abriese las puertas del tribunaclass="underline" una confesión.

El detective se ajustó las botas y dijo:

– Vamos, urbanita. Deje que le enseñe un buen lugar para morir.

Echó a caminar por el bosque, haciendo crujir los matorrales al pasar.

El lugar en que Joanie Shriver había muerto era oscuro y estaba rodeado de algas y lianas, con ramas salientes que tapaban el sol como una cueva natural. Era un pequeño claro cubierto de lodo y agua negra, unos tres metros sobre el nivel del pantano. Se encontraban a escasos cincuenta metros del coche, pero el recorrido había sido accidentado. Cowart tenía arañazos en las manos y el rostro de apartar los espinos a su paso; estaba empapado en sudor, y las gotas que le caían por la frente le escocían los ojos. Cuando llegó al pequeño claro, pensó que allí había algo enfermizo. Por un terrible instante imaginó que su propia hija estaba allí, y se quedó sin respiración. «Piensa una buena pregunta», se repitió mientras miraba al detective. Algo para romper el frío lazo que le había echado al cuello su propia imaginación.

– ¿Cómo pudo llegar hasta aquí con la niña pataleando y dando gritos? -dijo al cabo.

– Pensamos que estaba inconsciente. Sería sólo peso muerto.

– ¿Cómo?

– No tenía heridas defensivas en las manos ni en los brazos… No había indicios de que se defendiera, ni rastro de piel bajo las uñas. En cambio, tenía una fuerte contusión en la sien; el forense cree que llevaba bastante tiempo inconsciente. Supongo que eso es un consuelo; al menos no debió de ser muy consciente de lo que le estaba ocurriendo. -Se acercó al tronco caído de un árbol y señaló el suelo-: Aquí encontramos su ropa. Es de locos, pero estaba perfectamente doblada, impecable.

Luego se alejó unos pasos hacia el centro del claro. Levantó la mirada como para atisbar el cielo entre tanta espesura, movió la cabeza y le hizo señas a Cowart.

– En este punto hallamos la mayor parte de los restos de sangre. La mató justo aquí.

– ¿Cómo es que nunca se encontró el arma homicida?

El detective se encogió de hombros.

– Mire alrededor. Peinamos toda la zona y utilizamos un detector de metales. Nada. O bien se deshizo de ella en otro sitio o no sé. Mire, usted mismo podría vadear el pantano y clavar un cuchillo en el lodo del fondo, a unos treinta centímetros de profundidad, y nosotros jamás lo encontraríamos, a no ser que lo pisáramos.

Siguió caminando por el claro.

– Había un pequeño rastro de sangre que llevaba justo hasta allí. La autopsia confirmó que la violación precedió a la muerte, así como la mitad de los cortes; aunque buena parte de ellos se realizaron después. Es como si al verla muerta se hubiese vuelto loco y sentido un irrefrenable impulso de acuchillarla. En cualquier caso, en cuanto acabó con ella, la arrastró hasta aquí y la arrojó al agua.

Señaló la orilla del lago.

– La sumergió en el agua y la escondió bajo esas raíces de ahí. Nadie la vería hasta tenerla justo debajo de los pies. Además, camufló la superficie con broza suelta. Tuvimos suerte de encontrarla con tanta rapidez. Vaya si tuvimos suerte. Los muchachos habrían pasado de largo si no hubiera sido porque a uno de ellos se le enganchó la gorra en una rama baja. Cuando alargó la mano para recogerla, la vio ahí abajo. Realmente fue como encontrar una aguja en un pajar.

– ¿Y no había ningún indicio en la ropa de Ferguson? ¿Sangre, pelo o algo así?

– Registramos su casa poco después de que confesara, pero no hallamos nada.

– Lo mismo con el coche. Tenía que haber algo.

– Cuando detuvimos a ese cabronazo, estaba acabando de limpiar el coche. Lo dejó como una patena. Le faltaba un trozo a la alfombrilla del pasajero, aunque desde hacía algún tiempo. Como le digo, el jodido coche estaba reluciente. No encontramos nada. -Se enjugó la frente y miró el sudor recogido en los dedos-. De todas formas, no disponemos de los mismos equipos forenses que los colegas de la gran ciudad. Quiero decir que no es que estemos en la prehistoria o algo así, pero aquí el trabajo de laboratorio va lento y no es del todo fiable. Tal vez hubiera algo que un auténtico profesional habría encontrado con uno de esos espectrógrafos del FBI. Nosotros no encontramos nada. Lo intentamos por todos los medios, pero en vano. -Hizo una pausa-. Bueno, en realidad hallamos una cosa, aunque no sirvió de nada.

– ¿Qué cosa?

– Un único pelo púbico. El problema es que no coincidía con los de Joanie Shriver, y tampoco era de Ferguson.

Cowart meneó la cabeza. Notaba el bochorno, el aire pesado que lo ahogaba.

– Si confesó, ¿por qué no dijo dónde estaba la ropa? ¿Por qué no dijo dónde había escondido el cuchillo? ¿De qué sirve una confesión si no incluye todos los detalles?

Wilcox lo fulminó con la mirada. Iba a decir algo, pero se tragó las palabras, dejando las preguntas en el aire cálido y apacible del claro.

– Vamos -dijo. Dio media vuelta y se dispuso a salir del claro, sin volver la vista atrás para comprobar que Cowart le seguía-. Aún tenemos que ir a otro sitio.

Cowart se quedó contemplando la escena del crimen; quería grabarla en su memoria. Luego, con una mezcla de entusiasmo e indignación, siguió los pasos del detective.

Wilcox detuvo el coche frente a una casita similar a todas las casas de aquella manzana. Era un chalet blanco con el césped cuidado y un garaje anexo; un sendero de ladrillo rojo llevaba hasta el porche. Cowart observó que tenía un patio trasero con una barbacoa negra en un rincón. Un pino alto mantenía la mitad de la casa fresca en las horas de más calor, y proyectaba una amplia sombra sobre la fachada. No sabía dónde estaban ni por qué se habían parado allí, de manera que miró al detective.

– Su próxima entrevista -dijo Wilcox, que había guardado silencio desde que abandonaran la escena del crimen-. Si se atreve.

– ¿Quién vive en esta casa? -preguntó Cowart con inquietud.