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Ambos guardaron silencio. Al cabo de unos momentos, Brown dijo:

– Esto no es justo.

– Exacto, si lo que usted pretende es convencerme de que Ferguson es un mentiroso.

Brown se puso en pie y empezó a pasearse por el despacho, al parecer reflexionando. Se movía como agazapado, como un velocista en la línea de salida esperando el pistoletazo, con los músculos tensos, y en todo momento hacía saber a Cowart que no le gustaba nada verse limitado, ni en aquel diminuto despacho, ni por los detalles.

– Era culpable -dijo por fin-. Lo supe desde el primer momento en que lo vi, mucho antes de lo de Joanie Shriver. Puede que no sea una prueba, pero yo lo sabía.

– ¿Cuándo fue eso?

– Un año antes del asesinato. Lo eché de la entrada del instituto. Estaba sentado en aquel coche, viendo salir a los chicos.

– ¿Y qué hacía usted allí?

– Recoger a mi hija. Ahí fue donde lo descubrí. Después de aquel día lo vi varias veces, siempre haciendo algo que me incomodaba, estaba en el sitio equivocado en el momento menos indicado; o conduciendo despacio por la calle, siguiendo a alguna chica. Y no sólo yo lo noté, sino también un par de policías de Pachoula que me lo comentaron. Una vez lo trincaron a medianoche, merodeando tras un bloque de apartamentos; cuando el coche patrulla pasó por allí, trató de esconderse. Retiraron los cargos, pero aun así…

– Sigo sin ver pruebas.

– ¡Maldita sea! -estalló el teniente-. ¿Es que no me está escuchando? No teníamos ninguna. Nos guiamos por impresiones. Por ejemplo, cuando llegamos a casa de Ferguson y lo vimos lavando el coche y que ya había arrancado un trozo de alfombrilla; o cuando lo primero que salió de su boca fue «Yo no maté a esa niña», antes de oír ninguna pregunta. Y por la manera de sentarse en la sala de interrogatorios, riendo porque sabía que no teníamos pruebas. Todas esas impresiones eran algo más que mero instinto, porque el muy cabrón acabó hablando. Y, sí señor, todas esas impresiones resultaron absolutamente fundadas, porque al final confesó haber matado a la niña.

– Entonces, ¿dónde está el cuchillo? ¿Dónde está su ropa cubierta de sangre y lodo?

– Eso no lo dijo.

– ¿Explicó que la estuvo esperando a la salida del colegio? ¿Cómo la metió en el coche? ¿Lo que le dijo? ¿Si ella se resistió? ¿Qué les contó Ferguson?

– ¡Maldita sea, léalo usted mismo!

El teniente Brown sacó unos papeles de la carpeta que tenía sobre la mesa y los arrojó hacia Cowart; éste bajó la mirada y vio que se trataba de la copia oficial de la confesión, transcrita por un taquígrafo judicial. Era breve, de sólo tres páginas. Los dos detectives le habían leído todos sus derechos, en especial el derecho a un abogado. La lectura de los derechos ocupaba toda una página. Le habían preguntado si lo entendía y él les había respondido que sí. La primera pregunta estaba formulada en términos policiales: «Veamos, hacia las tres de la tarde del 4 de mayo de 1987, ¿pudo haber pasado usted por la esquina de las calles Grand y Spring, próxima al colegio King?» Y Ferguson había contestado con un monosílabo: «Sí.» Entonces los detectives le habían preguntado si había visto a la niña, en lo sucesivo Joanie Shriver, y una vez más su respuesta había sido una simple afirmación. Después pasaron a reconstruir minuciosamente los hechos, y cada vez que preguntaban algo recibían una respuesta afirmativa, aunque ninguna matizada con el menor detalle. Cuando le habían interrogado sobre el arma y otros aspectos cruciales del crimen, él había contestado que no lo recordaba. La pregunta final estaba pensada para establecer la premeditación. Era la que había llevado a Ferguson al corredor de la muerte: «¿Aquel día fue usted a aquel lugar con la intención de secuestrar y asesinar a una niña?» Y, de nuevo, él respondió con un sencillo y terrible: «Sí.»

Cowart meneó la cabeza. Ferguson no había articulado más que una única palabra, «Sí», una y otra vez. Cowart se volvió hacia Brown y Wilcox:

– No es precisamente un modelo de confesión, ¿no?

Wilcox, que había permanecido sentado, aquejado de una creciente frustración, acabó levantándose con la cara enrojecida y amenazó al periodista:

– ¿Qué cojones quiere? Maldita sea, estoy tan seguro de que Ferguson mató a esa niña como de que ahora estoy aquí de pie. Pero usted es tan imbécil que no quiere oír la verdad.

– ¿La verdad? -Cowart negó con la cabeza y Wilcox estalló.

El detective se abalanzó desde el otro lado de la mesa y agarró al periodista de la chaqueta, arrastrándolo hasta sus pies.

– ¡Me está cabreando, gilipollas! ¡Y más le vale que no me cabree!

Brown se lanzó para sujetar a su compañero con una mano y apartarlo de un empujón, dominando fácilmente a aquel hombre enjuto y más pequeño que él. No dijo nada, ni siquiera cuando Wilcox se volvió hacia él farfullando con rabia apenas controlada. Luego se volvió hacia Cowart, pero acabó saliendo de la oficina, con los puños apretados y sin poder articular palabra.

Cowart se recompuso la chaqueta y se dejó caer en la silla pesadamente. Respiraba agitadamente y la adrenalina le palpitaba en las sienes. Tras unos momentos de silencio, lanzó una mirada a Brown.

– No irá a decirme ahora que no golpeó a Ferguson y que en las treinta y seis horas de interrogatorio en ningún momento perdió la paciencia.

El teniente arrugó el entrecejo, como intentando evaluar el daño causado por aquel arrebato de ira. Luego sacudió la cabeza y dijo:

– No, la verdad es que la perdió. Una o dos veces, antes de que yo lo refrenara. Pero sólo abofeteó a Ferguson.

– ¿No le dio ningún puñetazo en el estómago?

– No que yo sepa.

– ¿Y las guías de teléfonos?

– Un viejo truco -dijo Brown enarcando las cejas-. Pero no las usó, pese a lo que diga Ferguson.

El teniente se volvió para mirar por la ventana. Al cabo de un rato dijo:

– Señor Cowart, creo que no se lo haré entender. La muerte de esa pequeña ha sacado a todo el mundo de sus casillas y aún está presente. Pero a nosotros, que tuvimos que llevar el caso a pesar del desastre emocional, nos ha tocado la peor parte. Ha sido un golpe durísimo. Nosotros no éramos ni buenos ni malos, sólo queríamos atrapar al asesino. Yo me pasé tres noches en vela, ninguno de nosotros podía pegar ojo. Pero lo atrapamos, y ahí estaba él, sonriéndonos como si nada hubiera pasado. No culpo a Bruce Wilcox por haber perdido un poco la paciencia; es más, creo que todos teníamos los nervios de punta. Y aun entonces, con esa confesión, que si bien, como usted dice, no es modélica, sí fue lo máximo que pudimos arrancarle a ese hijo de puta; aun entonces, el asunto era muy delicado. Esta condena pende de un hilo muy fino, todos lo sabemos. Entonces aparece usted, haciendo preguntas, y como cada una de esas preguntas va desgastando un poco más ese hilo, nos ponemos un poco furiosos. Oiga, le pido disculpas por el comportamiento de mi colega. No quiero que se revoque esta condena, porque entonces no podría mirar a los Shriver a la cara, ni a mi propia familia; ni siquiera podría mirarme a mí mismo. Quiero que ese hombre pague por lo que hizo.

El teniente esperó la reacción de Cowart. Éste tuvo una repentina sensación de éxito y decidió consolidar su ventaja.

– ¿Qué política siguen en su departamento respecto a entrar con armas en las salas de interrogatorios?

– No está permitido, y todos los agentes lo saben. El sargento de servicio lo comprueba. ¿Por qué?

– ¿Le importaría ponerse en pie un momento?

Brown se encogió de hombros y se levantó de la silla.

– Ahora enséñeme los tobillos.

Pareció sorprendido.

– No entiendo…

– Con su permiso, teniente.

Brown lo miró con ceño.

– ¿Es esto lo que quiere ver? -Levantó la pierna y puso el pie encima de la mesa, levantando la pernera del pantalón. En el tobillo, sujeta a la pantorrilla, llevaba una funda de piel marrón con una pistola del calibre 38. Bajó la pierna.