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– ¿Apuntó usted con esa arma a Ferguson y le dijo que lo mataría si no confesaba?

– En absoluto. -Una fría indignación recorrió la voz del detective.

– ¿Y nunca apretó el gatillo con la recámara vacía?

– No.

– Entonces, ¿cómo podía saber Ferguson que usted llevaba esa pistola si no se la enseñó?

Brown lo miró fijamente desde el otro lado de la mesa, con una gélida rabia en los ojos.

– La entrevista ha terminado -dijo, señalando la puerta.

– Se equivoca -replicó Cowart, subiendo la voz-. Acaba de empezar.

5

DE NUEVO EN EL CORREDOR DE LA MUERTE

Para los periodistas, como para el tirador que trata de hacer puntería, existe una zona, más allá de donde le alcanza la vista y del centro del blanco, en que los demás detalles de la vida se esfuman, y es entonces cuando el artículo empieza a tomar forma en su mente. Las lagunas narrativas, los puntos oscuros de su prosa, empiezan a hacerse obvios y el periodista, como un enterrador que arrojara paladas de tierra sobre un ataúd, rellena los huecos.

Matthew Cowart había llegado a esa zona.

Tamborileaba impacientemente con los dedos sobre la mesa de tablero de linóleo, mientras esperaba a que el sargento Rogers escoltara a Ferguson hasta la sala de entrevistas. Su viaje a Pachoula lo había dejado lleno de preguntas y anegado en un mar de respuestas probables. La historia había quedado instalada a medias en su mente, desde el preciso momento en que Tanny Brown reconoció a regañadientes que Wilcox había abofeteado a Ferguson. Aquella pequeña concesión había abierto la perspectiva de una sarta de mentiras. Cowart no sabía muy bien qué había ocurrido entre los detectives y su presa, pero lo que sí sabía era que había suficientes interrogantes para justificar su historia, y tal vez para reabrir el caso. Ahora estaba pendiente del segundo factor: si Ferguson no había matado a la niña, ¿quién lo había hecho? Cuando el condenado apareció en la entrada, con un cigarrillo apagado en los labios y los brazos cargados de carpetas, a Cowart le entraron ganas de saltar de alegría.

Los dos hombres se dieron la mano y Ferguson se acomodó en la silla.

– Estaré fuera -dijo el sargento, antes de dejar al periodista y al convicto encerrados en la salita. A continuación se oyó el clic de un pasador.

El preso sonreía, no con alegría sino con petulancia, y sólo por un momento, mientras comparaba aquella mueca con la fría ira que había visto en los ojos de Tanny Brown, Cowart sintió un cambio de opinión en su interior. Luego aquella sensación desapareció y Ferguson dejó caer sobre la mesa los documentos, que hicieron un ruido sordo.

– Sabía que volvería -dijo Ferguson-. Sabía lo que descubriría allí.

– ¿Y qué cree que he descubierto?

– Que yo decía la verdad.

Cowart vaciló un momento y procuró que el preso perdiera parte de su confianza.

– Descubrí que decía verdades a medias.

Ferguson se enfureció al instante.

– ¿Qué demonios insinúa? ¿No habló con esos polis? ¿No vio ese pueblo sudista de racistas? ¿No vio qué tipo de lugar es ése?

– Uno de esos polis racistas era negro. Olvidó decírmelo.

– Venga ya. ¿Cree que porque somos del mismo color ese tío es legal? ¿Acaso cree que es mi hermano? ¿Que no es tan racista como ese pequeño gusano que tiene por compañero? ¿Dónde ha estado usted, señor periodista? Tanny Brown es peor que el comisario más racista que quepa imaginar. Él hace el trabajo sucio para que esos otros polis del Sur profundo parezcan de la Unión de Derechos Civiles. Es blanco hasta la médula y lo único que odia más que a sí mismo es a los tipos de su propio color. Pregúnteselo a quien quiera. Pregunte quién es la mano dura en Pachoula, y la gente le dirá que es ese cerdo, se lo aseguro.

Ferguson se había puesto en pie y se paseaba por la habitación aporreándose la palma de una mano con el puño de la otra, y con eso enfatizaba sus palabras.

– ¿No habló usted con el viejo borracho que me vendió?

– Sí, hablé con él.

– ¿Y con mi abuela?

– También.

– ¿No revisó el caso?

– No había demasiado que revisar.

– ¿No vio por qué necesitaban aquella confesión?

– Sí.

– ¿No vio la pistola?

– Sí, la vi.

– ¿No leyó aquella confesión?

– Sí, la leí.

– Esos cabronazos me dieron una paliza.

– Reconocieron haberle abofeteado un par de veces…

– ¿Un par de veces? ¡Joder, tío! Seguramente dijeron que habían sido unas palmaditas cariñosas o algo así, ¿no? Más un pequeño desliz que una verdadera paliza, ¿eh?

– Eso dieron a entender.

– ¡Hijos de puta!

– Cálmese…

– ¿Que me calme? ¡Cómo quiere que me calme! Esos mentirosos hijos de puta pueden sentarse ahí fuera y decir lo que les venga en gana. Y a mí, todo lo que me espera es una celda y la silla eléctrica.

Su voz había subido de tono y ya iba a añadir algo, cuando de pronto guardó silencio y se detuvo en medio de la sala. Volvió a fijar la mirada en Cowart, como tratando de recuperar parte de la calma que había perdido con tanta rapidez. Parecía estar pensando bien lo que iba a decir.

– Señor Cowart -dijo por fin-, ¿sabe que hasta esta misma mañana estábamos confinados en las celdas? Sabe lo que eso significa, ¿no?

– Dígame, ¿qué significa?

– El gobernador firmó una orden de ejecución. Nos tuvieron a todos encerrados en las celdas hasta que la orden se revocara o se llevara a cabo la ejecución.

– ¿Y qué pasó?

– El tribunal de apelaciones del distrito cinco suspendió la sentencia. -Sacudió la cabeza-. Pero no definitivamente. Usted ya sabe cómo funciona esto. Primero uno agota todas las apelaciones normales. Luego pasa a las grandes cuestiones, como la constitucionalidad de la pena de muerte, o tal vez a la composición racial del jurado; por aquí es una de las preferidas. A continuación se debate sobre estas cuestiones y se intenta aportar algo nuevo. En ocasiones se trata de algo que todavía no se les había ocurrido a todas esas mentes legales. Y mientras, tictac, tictac… el tiempo pasa.

Volvió a su sitio y se sentó con cuidado, entrelazando las manos sobre la mesa, delante de Cowart.

– ¿Sabe qué le hace un confinamiento al alma? La congela. Te ves atrapado, como si cada tictac de ese puto reloj diera golpecitos en tu corazón. Sientes que eres tú el que va a morir, sabes que algún día vendrán y confinarán a los presos del corredor, y la orden firmada llevará tu nombre. Es como si te asesinaran poco a poco, dejando que la sangre se derrame gota a gota, desangrándote. Ése es el momento en que todo el corredor enloquece. Puede preguntar al sargento Rogers, él se lo explicará. Primero se oye una cacofonía de gritos tremebundos y chillidos, pero sólo dura unos minutos. Luego el silencio invade el corredor. Es casi como si se oyera a los hombres sudar en un mar de pesadillas. Sin embargo, a veces el menor ruido lo rompe y el silencio se desvanece, porque algunos condenados vuelven a chillar. Un día, un hombre se pasó doce horas seguidas gritando antes de morir. El confinamiento nos hace perder hasta la última gota de sano juicio, para dejar sólo odio y locura. Eso es todo lo que queda. Lo último que nos quitan es la vida -acabó casi en susurros.

Se puso en pie y volvió a pasearse por la sala.

– ¿Sabe qué no me gustaba de Pachoula? Su autocomplacencia. Lo bonita que es. Sencillamente bonita y tranquila. -Apretó el puño-. Odiaba el hecho de que todo encajara y funcionara a la perfección. Todo el mundo se conocía y sabía exactamente cómo iba a ser su vida: levantarse por la mañana, ir al trabajo, sí señor, no señor, volver a casa en coche, tomarse una copa, cenar, encender la televisión, acostarse… Y al día siguiente, lo mismo. El viernes por la noche, ir al partido del instituto; el sábado, ir de picnic; el domingo, ir a misa. No importaba ser blanco o negro, sólo que los blancos mandaban y los negros hacían el trabajo duro, como en cualquier otro rincón del Sur. Y lo que más odiaba es que todo el mundo lo aceptara. Maldita sea, cuánto adoraban aquella rutina. Empezar y acabar cada día igual que el anterior, igual que el siguiente. Año tras año.