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– ¿Edna?

– ¿Matty? ¿Dónde estás?

– Metido en un hotel de veinte pavos la noche en Starke, intentando sacar algo en claro de este asunto.

– Házmelo saber en cuanto lo consigas. ¿Qué, cómo va el artículo? En la redacción corre el rumor de que tienes algo muy bueno entre manos.

– No me puedo quejar.

– ¿Ese tipo es el verdadero asesino o qué?

– No lo sé. Hay algunas cuestiones dudosas. Los policías incluso admiten haberlo golpeado antes de la confesión. Claro que no tan fuerte como él dice; pero aun así… no sé…

– ¿Estás de broma? Suena bien. El menor atisbo de coacción debería hacer que un juez desechase la confesión del acusado. Y si los agentes admiten haber mentido, por poco que fuera, bueno… Ve con cuidado.

– Eso es lo que me preocupa, Edna. ¿Por qué iban a admitir que han golpeado al muchacho? Eso no los beneficia en nada.

– Matty, sabes tan bien como yo que los policías son los peores mentirosos del reino. Intentan mentir, les sale el tiro por la culata y lo echan todo a perder. No lo llevan en los genes, por eso acaban diciendo la verdad. Sólo tienes que insistir lo suficiente, no dejar de hacerles preguntas; al final siempre confiesan. Y ahora dime, ¿en qué puedo ayudarte?

– Blair Sullivan.

– ¿Sully? ¡Uau!, eso suena interesante. ¿Qué tiene que ver él en todo esto?

– Bueno, su nombre surgió en un contexto poco habitual. De momento no puedo hablar de eso.

– Vamos, suéltalo.

– Dame un respiro, Edna. En cuanto lo compruebe serás la primera en saberlo.

– ¿Lo prometes?

– Lo prometo.

– ¿Lo juras?

– Venga ya, Edna.

– Está bien. De acuerdo. Blair Sullivan. Sully, ¡por Dios! Ya sabes que soy muy liberal, pero ese tipo… ¿Sabes lo que le obligó a hacer a aquella chica antes de matarla? Nunca lo puse por escrito, no pude. Cuando los miembros del jurado lo oyeron, uno de ellos vomitó. Tuvieron que hacer un receso para limpiar aquello. Después de haber visto cómo su novio moría desangrado, Sully hizo que se agachara y…

– Prefiero no saberlo.

– Entonces, ¿qué quieres saber?

– ¿Puedes hablarme de su viaje al Sur?

– Claro. La prensa amarilla lo tituló «Viaje mortal». Bueno, estaba bastante bien documentado. Empezó con el asesinato de su casera en Louisiana, a las afueras de Nueva Orleans; luego le tocó el turno a una prostituta de Mobile, Alabama. Alega haber acuchillado también a un marinero en Pensacola, un tío al que recogió en un bar de alterne y al que dejó en un contenedor; luego…

– ¿Y eso cuándo fue?

– Lo tengo en mis notas. Espera, están en el último cajón. -Cowart oyó cómo dejaba el auricular sobre la mesa y distinguió los sonidos de cajones que se abrían y se cerraban de un golpe-. Aquí está. Debió de entrar en Florida a finales de abril; como mucho, a principios de mayo.

– ¿Y entonces qué hizo?

– Siguió lentamente hacia el sur. Increíble. Avisos en los boletines de noticias y órdenes de búsqueda en tres estados, volantes del FBI con su fotografía, partes electrónicos del Centro Nacional de Información sobre el Crimen. Y nadie lo ve. Al menos, nadie que luego lo pudiera contar. A finales de junio llegó a Miami. Debió de llevarle su tiempo hacer desaparecer la sangre de la ropa.

– ¿Y qué hay de los coches?

– Usó tres, todos robados. Un Chevy, un Mercury y un Olds. Se limitaba a abandonarlos y hacerle el puente a otro. Robaba matrículas y esa clase de cosas, ya sabes. Siempre escogía coches que pasasen inadvertidos, coches muy normales que no llamasen la atención. También dijo que siempre conducía a toda velocidad.

– Cuando llegó a Florida, ¿qué coche conducía?

– Espera. Lo estoy comprobando en mi libreta. ¿Sabes que hay un tipo en el Tribune de Tampa que quiere escribir un libro sobre él? Intentó ir a verle, pero Sully lo echó a patadas. Los abogados me dijeron que se negó a hablar con él. Lo estoy comprobando… ¿Sabes que ha despedido a todos sus abogados? Creo que lo achicharrarán antes de fin de año. Al gobernador debe de estar a punto de darle el síndrome del túnel carpiano, así que seguro que está impaciente por firmar cuanto antes la orden de ejecución de Sully. Lo tengo: un Mercury Monarch marrón.

– ¿No era un Ford?

– No. Pero el Mercury es casi el mismo coche. Tienen la misma carrocería y el mismo diseño. Es fácil confundirlos.

– ¿Marrón claro?

– No, oscuro.

Cowart respiró hondo. «Encaja», pensó.

– Entonces, Matty, ¿vas a decirme de qué se trata?

– Déjame comprobar primero un par de cosas y luego te lo explico.

– Vamos, Matty. No me gusta estar en vilo.

– Ya te llamaré.

– ¿Lo prometes?

– Lo prometo.

– Por aquí los rumores van a ir de mal en peor…

– Lo sé.

Ella colgó y Cowart se quedó solo. El espacio que lo rodeaba se llenó rápidamente de terribles pensamientos y explicaciones aterradoras: «Ford en lugar de Mercury. Verde en lugar de marrón. Negro en lugar de blanco. Un hombre en lugar de otro.»

– No acabo de entenderlo, pero bueno, es usted un hombre con suerte -bromeó el sargento Rogers con una voz despejada impropia de aquellas horas de la mañana.

– ¿Y eso por qué?

– Sullivan dice que hablará con usted. Eso cabrearía al tío de Tampa que estuvo aquí la semana pasada. Se negó a verle. Y también cabrearía a todos los malditos abogados que han intentado ver a Sully. Porque tampoco quiso recibirlos. ¡Hay que ver! Sólo recibe a un par de loqueros que el FBI envía desde la Unidad de Ciencias del Comportamiento. Ya sabe, esos tipos que estudian a los asesinos en serie. Y estoy convencido de que sólo lo hace para que ninguno de esos abogados alegue incapacidad y consiga una orden judicial que lo haga responsable de las apelaciones. ¿Le he dicho que Sullivan es único en su especie?

– Que me aspen si no lo es -dijo Cowart.

– No, de hecho lo asparán a él. Pero eso no es asunto nuestro, ¿verdad?

– Entonces voy ahora mismo.

– Tómese su tiempo. No trasladamos al señor Sullivan sin un mínimo de prudencia. No desde que hace nueve meses atacó al guardia de la ducha para arrancarle la oreja de un mordisco. Dijo que estaba muy buena, que le habría comido la cabeza entera si no se lo hubiéramos quitado de encima. Así es Sully.

– ¿Se sabe por qué lo hizo?

– El guardia lo llamó loco. Ya ve, nada especial. Como si usted le dijera a su mujer: «¡Estás loca! ¿Cómo te vas a comprar ese vestido nuevo?», o como si se dijera a sí mismo: «¡Estoy loco! ¡Mira que querer pagar mis impuestos a tiempo!» Nada del otro mundo, ¿no? Pero era la palabra menos indicada para usar con Sullivan, seguro. Fue ¡zas!, y verlo encima del pobre guardia, mordiéndolo como si fuera un perro. El tipo al que atacó lo doblaba en tamaño, pero no le importó; allí estaban los dos, revolcándose en el suelo, con sangre por todas partes y el guardia gritando: «¡Suéltame, maldito loco de mierda!» Sin duda, con eso sólo consiguió que Sully lo mordiera con más saña. Tuvimos que apartarlo a porrazos y dejarlo un par de meses en aislamiento para que se calmara. Supongo que fue aquella palabra la causa de todo. Fue como apretar el gatillo de un arma; Sullivan se disparó con la misma rapidez. Me dio una lección, a mí y a todos los del corredor. Nos enseñó a tener más cuidado con lo que decimos. En fin, yo diría que a Sully le preocupa mucho el vocabulario.

Rogers hizo una pausa. A continuación añadió:

– Y desde entonces, a ese guardia también.

Cowart fue escoltado por un joven guardia de uniforme gris que no decía nada y actuaba como si estuviera acompañando a un organismo portador de alguna enfermedad. Llegaron a un corredor enjalbegado e iluminado por un sol que entraba a raudales por una alta claraboya. La luz hacía que el recinto pareciera vago y difuso. El periodista trató de despejarse mientras caminaban. Prestó atención al taconeo de los zapatos en el suelo pulido. Era una de las técnicas que empleaba: crear un vacío para intentar no pensar en nada, no prever la inminente entrevista, no recordar sus artículos anteriores ni a sus conocidos, nada de nada. Quería convertirse en una hoja de papel secante que absorbiera cada sonido y cada imagen de lo que estaba a punto de acontecer.