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– ¿No me lo va a decir?

– Pues no.

– Por Dios…

– No tomarás el nombre de Dios en vano. Soy sensible a estas cosas.

– Sólo quería decir…

Sullivan volvió a inclinarse.

– ¿Cree que estas cadenas podrían sujetarme si en verdad quisiera romperle la cara? ¿Cree que estos insignificantes barrotes podrían detenerme? ¿Cree que no podría liberarme para despedazar su cuerpo y beber su sangre como si fuera el elixir de la vida en sólo un segundo?

Cowart retrocedió con un respingo.

– Puedo hacerlo. Así que no me cabree, Cowart. -Y se quedó mirándolo fijamente desde el otro lado de la mesa-. No estoy loco y creo en Dios, aunque es muy posible que me vea en el infierno. Pero eso no me molesta en absoluto, no señor, porque mi vida ha sido un infierno y así debe ser mi muerte. -Se quedó en silencio. Luego se reclinó en el asiento de metal y adoptó su tono perezoso, casi insultante-. Ya ve, Cowart, lo que me separa de usted no son los barrotes ni las cadenas ni toda esa mierda, sino un simple detalle: yo no tengo miedo de morir. Yo no temo a la muerte, y para usted es dolorosa. Siénteme en la silla, póngame una inyección letal, colóqueme ante un pelotón de fusilamiento o lléveme a la horca. Y si me arroja a los leones, yo iré rezando mis plegarias y estaré deseando pasar a mejor vida, una vida en la que sospecho que sembraré tanto mal como en ésta. ¿Sabe lo que me extraña, Cowart?

– ¿Qué?

– Me da más miedo vivir aquí encerrado como una maldita bestia que morir. No quiero que los loqueros me estudien y me pinchen, ni que los abogados argumenten y hablen por mí. ¿Qué diablos? No quiero que ustedes escriban sobre mí. Sólo quiero irme de este mundo, ¿entiende? Largarme de una vez para siempre.

– ¿Por eso ha despedido a sus abogados? ¿Por eso no apela?

Soltó una sonora carcajada.

– Claro. Por Dios, míreme. ¿Qué ve?

– Un asesino.

– Exacto. -Sonrió Sullivan-. Eso es. Yo maté a esas personas. Y habría matado a más si no me hubieran detenido, habría matado a ese agente… un cabroncete con suerte. Todo lo que tenía era un cuchillo, el que usé con esa chica para pasar un buen rato. Me dejé la pistola en los pantalones y él desenfundó antes que yo. Todavía no sé por qué no disparó y ahorró a todo el mundo tanta molestia. Pero no, me detuvo con todas las de la ley. No me puedo quejar; tuve mis oportunidades. Incluso me leyó los derechos después de esposarme. Tenía la voz quebrada y las manos le temblaban, y estaba más nervioso que yo. En cualquier caso, tengo entendido que detenerme le valió un gran paso a su carrera, y eso me enorgullece, sí señor. Así que, ¿de qué me voy a quejar? Si quisiese apelar, sólo estaría dando más trabajo a un puñado de picapleitos. Que se jodan. ¿Sabe? Mi vida no es tan maravillosa como para querer quedarme aquí.

Ambos guardaron silencio un momento.

– Entonces, Cowart, ¿qué va a preguntarme?

– Pachoula.

– Bonita ciudad. He estado allí. Pero eso no es una pregunta.

– ¿Qué ocurrió en Pachoula?

– Ha estado hablando con el gran Robert Earl Ferguson, ¿eh? ¿Va a escribir un artículo sobre él, sobre mi viejo compañero de piso?

– ¿Qué pasó entre ustedes?

– Tuvimos ocasión de hablar. Eso es todo.

Con una leve sonrisa revoloteándole, Sullivan se relajó, jugueteando con sus respuestas. Cowart quería intimidarlo, hacerle escupir la verdad, pero se limitó a hacerle preguntas.

– ¿De qué hablaron?

– De su injusta condena. ¿Sabe que esos polis le dieron de palos al chico para obtener su confesión? ¡Por favor!, en mi caso sólo tuvieron que traerme una Coca-Cola para que hablase por los codos.

– ¿Y de qué más?

– Hablamos de coches. Al parecer tenemos gustos similares.

– ¿Y?

– Hablamos un poco sobre el hecho de haber estado al mismo tiempo en el mismo lugar. Sorprendente, ¿no le parece?

– Ya.

– Hablamos de esa pequeña ciudad y de lo que le hizo perder la virginidad. -Volvió a sonreír con malicia-. Suena bien: perder la virginidad. ¿No fue eso lo que les pasó? A la niña y a la ciudad.

– ¿Mató usted a esa niña? ¿Lo hizo?

– ¿La maté? -Puso los ojos en blanco y sonrió-. Bueno, déjeme ver si lo recuerdo. ¿Sabe, Cowart?, todos empiezan a amontonarse en mi memoria…

– ¿Lo hizo?

– Tranquilo. Empieza a ponerse nervioso y frenético como Bobby Earl. Le desesperaba tanto mi manera natural de recordar que le entraron ganas de matarme. Y eso es algo poco habitual, incluso en el corredor de la muerte, ¿no le parece?

– ¿Lo hizo?

Sullivan se volvió a inclinar hacia delante, abandonando el tono jocoso y burlón, y susurró con voz ronca:

– Le gustaría saberlo, ¿eh? -Se meció en la silla, observando al periodista-. Dígame una cosa, Cowart, ¿quiere?

– ¿Qué?

– ¿Alguna vez ha sentido el poder de la vida y la muerte en sus manos? ¿Ha conocido la dulce sensación de la fuerza, de saber que tiene el control sobre la vida o la muerte de otra persona? El control absoluto. Completo. Total. Justo en sus manos. ¿Lo ha sentido alguna vez, Cowart?

– No.

– Es la mejor droga que existe. Es como chutarse electricidad en el alma con una jeringa. No hay nada como saber que la vida de alguien te pertenece…

Alzó el puño, como si fuera a coger una pieza de fruta, y apretó el aire. La cadena de las esposas repiqueteó en el soporte de metal.

– Deje que le diga algunas cosas, Cowart. -Hizo una pausa y miró fijamente al periodista-. Primera: estoy lleno de poder. Podría pensarse que soy un impotente preso, esposado, encadenado y encerrado noche y día en una celda de tres por dos, pero estoy cargado de una fuerza que va más lejos de esos barrotes. Más allá. Puedo tocar las almas que quiera con sólo marcar un número de teléfono. Nadie está fuera de mi alcance, Cowart. Nadie. -Se detuvo, y luego preguntó-: ¿Me explico?

El periodista asintió con la cabeza.

– Segunda: no voy a decirle si maté a esa niña o no. Porque si le dijera la verdad, todo resultaría demasiado sencillo. Y de todos modos, ¿cómo iba a creerme? Sobre todo después de las cosas que la prensa ha escrito sobre mí. ¿Qué clase de credibilidad tengo? Si matar a alguien me resulta fácil, ¿no iba a resultarme fácil mentir?

Cowart fue a replicar, pero una fría mirada de Sullivan lo dejó con la boca abierta.

– ¿Quiere saber algo, Cowart? Habré ido poco tiempo al colegio, pero nunca dejo de aprender. Apuesto a que soy más culto y estoy mejor informado que usted. ¿Qué lee? Times y Newsweek. ¿Tal vez el New York Times Book Review? A lo mejor hojea el Sports Illustrated cuando está en el retrete. En cambio, yo he leído a Freud y Jung y diría que prefiero al discípulo que al maestro. También he leído a Shakespeare, poesía isabelina e historia norteamericana, en especial sobre la guerra civil. Y me gustan los novelistas, sobre todo los que rebosan ironía como Joyce, Faulkner, Conrad y Orwell. Me gusta leer los clásicos, y un poquito de Dickens y Proust. Me encanta Tucídides, y los escritos sobre la arrogancia de los atenienses, y Sófocles, porque habla sobre todos y cada uno de nosotros. La cárcel es un buen lugar para leer, Cowart. Nadie le va a decir qué debe leer y qué no. Y tiene todo el tiempo del mundo. Me temo que en eso gana a muchas universidades. Claro que esta vez no dispongo de todo ese tiempo; así que ahora me entretengo con la Biblia.

– ¿No le ha enseñado algo sobre la verdad y la caridad?

Sullivan soltó una risotada que retumbó en aquella jaula.

– Me gusta usted, Cowart. Es un hombre divertido. ¿Sabe de qué habla la Biblia? Habla de engañar, matar y mentir, de asesinatos, robos e idolatría y, por así decirlo, de la clase de cosas que a mí me gustan. -Se quedó mirando a Cowart de hito en hito, y luego sonrió con maldad-. Muy bien. Vamos a divertirnos un poco.