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La policía lo había encontrado sentado en su escritorio, con un pequeño revólver en una mano, una herida de bala en la frente y una fotografía de su esposa en el regazo. Mathew, el eterno periodista, pidió a los policías que le describieran la escena con todo lujo de detalles; una vez conocidos, jamás lograría olvidarlos, y despojarían a la muerte de su halo trágico: su padre llevaba unas gastadas zapatillas rojas y un traje de ejecutivo azul con una corbata floreada que su esposa le había regalado con ocasión de algún día del Padre; un ejemplar de la edición de aquel día, con notas escritas en rojo, estaba abierto sobre la mesa, delante de él, al lado de un refresco bajo en calorías y medio sándwich de queso. Había recordado extender un cheque a la señora de la limpieza y dejarlo sujeto con cinta adhesiva a su antigua lámpara verde oscuro. Había media docena de papeles arrugados que su padre había arrojado al suelo y habían quedado esparcidos alrededor de la silla; todos eran notas empezadas y nunca terminadas dirigidas a sus hijos.

El cielo estaba estrellado.

«Yo era el menor -pensó-. El único que siguió sus pasos en la profesión. Pensaba que eso nos acercaría, que podría mejorar las cosas, que él se sentiría orgulloso… o celoso.» En cambio, se había vuelto más distante.

Pensó en la sonrisa de su madre. La de su hija se la recordaba. «Y he dejado que mi esposa se la llevara sin apenas rechistar.» Aquel pensamiento le produjo una repentina sensación de vacío, que enseguida se llenó con el recuerdo dantesco de las fotografías de la pequeña Joanie Shriver en la escena del crimen.

Bajó la cabeza y contempló la calle. A lo lejos, vio que el bulevar resplandecía con la luz amarillenta de las farolas y los faros de los coches al pasar. Se giró al oír una sirena unas calles más allá, y entró en su edificio. Subió en ascensor, recorrió el pasillo y abrió la puerta de su apartamento. Por un instante se detuvo en el recibidor y, acto seguido, encendió las luces y echó un vistazo alrededor. Vio el desorden propio de un soltero: libros amontonados en los anaqueles, pósteres enmarcados en las paredes, un escritorio lleno de papeles, revistas y recortes. Buscó algo familiar que le dijera que estaba en casa; luego suspiró, cerró la puerta y, antes de acostarse, se puso a deshacer las maletas.

Cowart pasó una larga semana hablando por teléfono y reconstruyendo el contexto de la historia. Hubo abruptas llamadas a los fiscales que habían condenado a Ferguson y no querían hablar con ningún periodista, y llamadas más largas a los hombres que llevaban los casos contra Blair Sullivan. Un detective de Pensacola había corroborado la presencia de Sullivan en el condado de Escambia cuando se produjo el asesinato de Joanie Shriver; el comprobante de la tarjeta de crédito por repostar en una gasolinera próxima a Pachoula databa del día anterior a la muerte de la niña. La fiscalía de Miami le enseñó el cuchillo que Sullivan llevaba encima en el momento de su detención: era un cuchillo barato sin marca distintiva y con una hoja de unos diez centímetros, parecido aunque no idéntico al que él había encontrado en aquella alcantarilla.

Cowart sostuvo el cuchillo en sus manos y pensó: «Encaja.»

Otras piezas encajaban.

Habló largo y tendido con funcionarios de Rutgers, que le facilitaron el modesto expediente académico de Ferguson. Había sido un estudiante aplicado pero bastante mediocre; un alumno cuyo único interés parecía consistir en completar los estudios, lo que había logrado de manera correcta, mas en absoluto notable. El encargado de una residencia de estudiantes lo recordaba como un tipo tranquilo y poco sociable, del grupo de los marginados, y poco dado a las fiestas y la vida social. Según aquel hombre, era un joven solitario y reservado que se había mudado a un apartamento al poco tiempo de acabar el primer año de universidad.

Luego habló con el tutor de Ferguson en el instituto, quien le dijo otro tanto de lo mismo, si bien señaló que, en Newark, las notas de Ferguson eran mejores. Ninguno de los dos hombres había sabido darle el nombre de algún amigo íntimo del joven.

Empezó a ver a Ferguson como un hombre que flota al margen, inseguro de sí mismo, inseguro de su identidad y su porvenir; un hombre que espera algo, cuando ya le ha pasado lo peor. Más que como alguien inocente, lo veía como una víctima de su propia pasividad. Un hombre del que aprovecharse. Eso le ayudó a entender lo sucedido en Pachoula. Pensó en el contraste existente entre dos hombres que formaban parte del caso: a uno no le gustaba caerse y dar tumbos en la parte de atrás del autobús, mientras que el otro atravesaba la línea de fuego corriendo para ayudar a los demás. Uno pasó por la universidad y el otro se hizo policía. «Ferguson no tuvo ninguna oportunidad cuando se vio cara a cara con Brown», pensó.

Antes del fin de semana, un fotógrafo que el Journal había enviado al norte de Florida estaba de regreso. Esparció sus fotografías sobre un expositor, ante la atenta mirada de Cowart: había una a todo color de Ferguson en su celda, mirando fijamente a la cámara por entre los barrotes; otra de la alcantarilla, y otras de Pachoula, de la casa de los Shriver y del colegio. También estaba la misma fotografía que Cowart había visto colgada en la escuela y una de Tanny Brown y Bruce Wilcox saliendo con gesto furibundo del departamento de homicidios del condado de Escambia.

– ¿Cómo consiguió ésta? -preguntó Cowart.

– Me pasé el día vigilando, a la espera. Tampoco se puede decir que a ellos les hiciera demasiada gracia.

Cowart asintió, encantado de no haber estado allí para verlo.

– ¿Y Sully?

– No dejó que lo fotografiara. Pero tengo una buena toma de su juicio. Mire. -Le enseñó la fotografía.

Era Blair Sullivan avanzando por un pasillo de los tribunales, encadenado de pies y manos, y escoltado por dos corpulentos detectives. Miraba a la cámara con desdén, medio sonriente, medio amenazante.

– Hay algo que no acabo de entender -dijo el fotógrafo.

– ¿Qué es?

– Bueno, si viera que este hombre se me acerca en la calle, seguramente echaría a correr en la otra dirección. No me subiría a su coche. Pero Ferguson… en fin, ya me entiende, ni siquiera cuando te mira con rabia parece tan despiadado. Quiero decir, podría convencerme de que subiera a su coche.

– Nunca se sabe -repuso Cowart, y cogió la fotografía de Sullivan-. Este hombre es un psicópata. Podría convencerte de cualquier cosa. No es sólo esa niña; piensa en todas las personas que asesinó. ¿Qué me dices de esa pareja de ancianos a la que mató después de ayudarlos a cambiar un neumático? Es posible que le dieran las gracias antes de morir. O la camarera que se fue con él para pasar un buen rato, ¿recuerdas? Creía que se iban de juerga. No lo tomó por un asesino. ¿Y el muchacho de la estación de servicio? Tenía uno de esos botones de emergencia justo debajo de la caja registradora, pero no lo pulsó.

– Supongo que no tuvo oportunidad. -Cowart se encogió de hombros-. En cualquier caso -continuó el fotógrafo-, estoy seguro de que no me subiría a un coche con él.

– Haces bien. Porque ya estarías muerto.

Se sentó a su vieja mesa en una esquina de la redacción y desplegó todas sus notas alrededor sin apartar la mirada del ordenador. Sólo hubo un momento en que sintió un acceso de nerviosismo: cuando se sentó ante la pantalla en blanco. Hacía algún tiempo que no escribía una noticia, y se preguntó si habría perdido la práctica. Luego pensó: «Ni hablar», y dejó que el entusiasmo disipara las dudas. Empezó describiendo a los dos hombres en sus respectivas celdas, su aspecto y sus palabras; bosquejó lo que había visto de Pachoula, y relató brevemente la fuerza descomunal de uno de los detectives y el arrebato de ira del otro. Las palabras fluían con facilidad y a un ritmo constante. No pensaba en nada más.