Выбрать главу

– ¿Ferguson sigue algún horario? ¿Tiene hora de entrada y salida?

Asintió. Shaeffer sacó su bloc y tomó algunas notas.

– ¿Adónde va?

– Pues no lo sé exactamente, pero siempre lleva una bolsa con libros de texto. Una mochila. Como esas del ejército o para ir de excursión o algo así. Sale por la tarde y no vuelve hasta bien entrada la noche. A veces lleva una maleta pequeña y no vuelve en un par de días. Supongo que viaja.

– ¿Usted está aquí hasta tarde? ¿Vigilando?

– También me cuesta dormir. Me cuesta caminar, me cuesta respirar, me cuesta todo últimamente.

Andrea Shaeffer sintió que la emoción la embargaba por momentos.

– ¿Qué tal anda de memoria? -preguntó.

– De momento no me flojea, si se refiere a eso. Tengo buena memoria. ¿Qué quiere saber?

– ¿Ferguson se fue de la ciudad hará una semana o diez días? ¿Lo vio con la maleta? ¿Se ausentó durante un día o dos? ¿Hizo algo fuera de lo normal, fuera de la rutina?

La mujer se quedó pensativa. Shaeffer la observó mientras repasaba mentalmente todas las entradas y salidas que había presenciado. Entornó los ojos y luego los abrió, como si de repente le hubiera venido a la cabeza un recuerdo o una imagen. Abrió la boca como dispuesta a decir algo y levantó una mano del andador de aluminio. Sin embargo, antes de pronunciar palabra alguna, la mujer recapacitó, como si un segundo pensamiento le hiciera desestimar el primero. Sus ojos volvieron a encogerse mirando el bloc que la detective sostenía, expectante. Finalmente, negó con la cabeza.

– Me parece que no. Pero seguiré pensando. Una no puede estar segura si no piensa con calma. Ya sabe cómo es esto.

Shaeffer la observó. «Seguro que recuerda algo. Pero no quiere decirlo.»

– ¿Está segura?

– No -dijo la mujer-. Puede que recuerde algo dentro de un rato. ¿Ha dicho hace una semana o diez días?

– Sí.

– Trataré de recordar.

– Muy bien. Haga el favor. ¿Hay alguien más que pueda saber algo?

– No, señora. Ese joven es muy reservado. Sólo sale por la tarde y vuelve por la noche. Nunca hace ruido, nunca arma jaleo, es muy discreto. Ni siquiera tiene novia. ¿Para qué quiere saber todo esto? ¿Ha tenido problemas con la policía?

– ¿Sabe algo de la vida que ha llevado en los últimos años, en Florida?

El señor Washington interrumpió:

– Hemos oído que pasó una temporada entre rejas. Pero nada más.

– Pero eso no es nada raro aquí, señora mía. Casi todo el mundo pasa una temporada entre rejas -comentó la mujer. Miró a su marido-. Y el Señor sabe que quien aún no la ha pasado acabará pasándola. Así son las cosas por aquí, señora mía.

– ¿Cómo paga el alquiler? -preguntó Shaeffer.

– En metálico. El primero de cada mes. Nunca se ha retrasado.

Tomó nota de ello.

– No tiene nada de extraño. Éste no es un bloque de lujo precisamente, por si no se había dado cuenta.

– ¿Lo han visto alguna vez con un cuchillo? Uno de caza. ¿Alguna vez han visto alguno en su apartamento?

– No, señora.

– ¿Alguna pistola?

– No, señora, yo diría que no. Pero la mayoría de la gente de por aquí tiene un arma escondida en alguna parte.

– ¿No recuerda nada de él? ¿Nada fuera de lo normal?

– Bueno, aquí no es muy normal perder el tiempo con libros.

Shaeffer asintió y les tendió a marido y mujer sendas tarjetas ornadas con el escudo de la policía del condado de Monroe.

– Si recuerdan algo, por favor llámenme. Estaré en este número el próximo par de días. -Anotó el número del motel cercano al aeropuerto donde se alojaba.

Ambos miraron las tarjetas con atención mientras se marchaba. Ya en el vestíbulo, el policía negro se quedó mirándola.

– ¿Ha sacado algo en limpio? A mí no me ha parecido que dijeran gran cosa. Además, la vieja mintió al decir que no recordaba nada.

– Esa ha recordado algo, puede estar segura -dijo el rubio.

– ¿También ustedes lo han notado?

– Por supuesto. Pero no sé por qué demonios lo ha hecho. Seguramente por nada en especial. ¿Usted qué cree, detective?

– Ya me gustaría saberlo -contestó-. Ha llegado la hora de ver si nuestro hombre está en casa.

18

CABEZA DE TURCO

Inspiró aire profunda y lentamente, tratando de controlar su corazón acelerado, y luego llamó a la puerta. El vestíbulo estaba a oscuras, a excepción de una ventana al fondo que dejaba entrar una luz mortecina a través de la mugre grisácea. No sabía qué podía encontrarse. «Un asesino atípico -pensó-. Uno de los lados del triángulo. Alguien que estudia pero que de tanto en tanto hace las maletas y se marcha unos días a alguna parte.» Llamó de nuevo y al poco llegó la previsible respuesta:

– ¿Quién es?

– Policía.

La palabra revoloteó en el aire ante ella, resonando en el minúsculo espacio. Transcurrieron unos segundos.

– ¿Qué quiere?

– Hacerle unas preguntas. Abra.

– ¿Qué clase de preguntas?

Podía sentir la presencia del hombre a sólo unos centímetros, tras la oscura puerta de madera.

– Abra.

Detrás de ella, los dos agentes se pusieron en guardia y retrocedieron un paso, apartándose de la línea de fuego. Ella volvió a llamar a la puerta.

– Policía -repitió. No sabía qué hacer si se negaba a abrir.

– Un momento.

No le dio tiempo ni a sentir alivio. Creyó percibir cierto temblor en su voz, cierta reticencia, como un niño pillado con las manos en la masa. «Tal vez está echando un vistazo al apartamento para asegurarse de que no hay nada incriminatorio a la vista -pensó-. ¿Pruebas? ¿Pruebas de qué?»

Se oyeron varios cerrojos y cadenas de seguridad, luego la puerta se abrió lentamente. Andrea Shaeffer quedó cara a cara con Robert Earl Ferguson. Llevaba vaqueros, zapatillas de deporte y una holgada sudadera granate arremangada hasta los codos, le quedaba varias tallas grande y deformaba su silueta. Llevaba la cabeza rapada y la barba bien afeitada. Ella casi retrocedió de estupefacción; la rabia de aquel hombre casi la había noqueado. Tenía unos ojos fieros, penetrantes. Dio un paso al frente, asomándose al umbral.

– ¿Qué quiere? -preguntó-. No he hecho nada.

– Quiero hablar con usted.

– ¿Tiene placa?

Se la enseñó.

– ¿Condado de Monroe? ¿Florida?

– Exacto. Me llamo Shaeffer. Investigo un homicidio.

Por un momento creyó apreciar incertidumbre en los ojos de Ferguson, como si se esforzara por recordar algo que le rehuía.

– Eso queda al sur de Miami, ¿no? Más abajo de los Glades.

– Así es.

– ¿Qué quiere de mí?

– ¿Puedo pasar?

– No hasta que me diga a qué ha venido.

Se hizo el silencio y Ferguson pareció aprovechar para observarla bien. Shaeffer advirtió que eran casi de la misma estatura y que él era apenas un poco más corpulento que ella. Pero también le pareció la clase de hombre en quien tamaño y fuerza resultan irrelevantes.

– Está usted muy lejos de casa. -Echó un vistazo a los dos agentes-. ¿Y ellos?

– Policía de Nueva Jersey.

– ¿Le daba miedo venir sola? -Entornó los ojos de manera desagradable. Los dos policías dieron un paso adelante, amenazadores. Ferguson permaneció en el umbral, con los brazos cruzados.

– Claro que no -contestó Shaeffer, pero su respuesta sólo provocó una leve sonrisa.

– Yo no he hecho nada -repitió, esta vez en tono neutro, como un abogado que hablara para dejar constancia.

– Nadie ha dicho lo contrarío.

Ferguson sonrió.

– Pero no habría venido desde Monroe hasta este entrañable lugar sólo para ver mi bonita cara, ¿verdad? -Retrocedió un paso-. De acuerdo, pase. Pregunte lo que quiera. No tengo nada que ocultar.