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– Bueno, lo siento, pero sólo he venido a comprobar algunos datos.

– La experiencia me dice, señor Cowart, que no existen más que dos datos: uno es que nacemos y el otro, que morimos. Pero tranquilo; yo no soy tan duro como algunos. Me gusta que haya un pequeño cambio de ritmo, dentro de lo razonable. No le entregue nada; sólo empeoraría las cosas.

– ¿Peor que el corredor de la muerte?

– Tiene que entender que incluso en el corredor de la muerte hay diversas maneras de cumplir condena. Podemos hacer que sea muy duro, o no tan duro. Ahora mismo, Robert Earl está bastante bien. Bueno, aún le registran la celda una vez por semana y lo someten a un registro integral después de una visita como la suya, pero también tiene el privilegio de salir al patio, leer libros y demás. Aunque no se lo crea, incluso en la cárcel hay muchos detalles que podemos suprimir para hacerle la vida insoportable a un interno.

– No traigo nada para él. Pero puede que él tenga algunos documentos o algo…

– Bueno, vale. No nos preocupa tanto que salgan cosas clandestinamente de prisión…

El sargento volvió a reír. Tenía una risa estentórea acorde con su franqueza. Sin duda, Rogers era la clase de hombre que podía ayudarte mucho o amargarte la vida, dependiendo de su predisposición.

– También se supone que debe decirme cuánto tiempo durará la visita.

– No lo sé.

– Bueno, qué más da, tengo toda la mañana, así que tómese su tiempo. Después le enseñaré el lugar. ¿Ha visto alguna vez La Vieja Chispas?

– No.

– Es muy instructiva.

El sargento se puso en pie. Era un hombre fuerte y ancho de hombros, con un aire que daba a entender que había presenciado muchas desgracias en su vida y que siempre había conseguido solventarlas con éxito.

– Es como si pusiera las cosas en perspectiva, ya sabe a qué me refiero.

Cowart lo siguió al otro lado de la entrada, sintiéndose eclipsado por sus anchas espaldas.

Fue conducido por una serie de puertas trabadas y un detector de metales manipulado por un agente que sonrió al sargento. Llegaron a una terminal en la que confluían varias alas del gigantesco edificio en forma de rueda. En aquel momento, Cowart fue consciente del ruido de la prisión, una continua cacofonía de voces alzadas y sonidos metálicos y estrépito de puertas que se abren para ser cerradas de un portazo y atrancadas de nuevo. En algún lugar, una radio emitía música country. Una televisión sintonizó un culebrón; oyó las voces, y acto seguido la consabida música de los anuncios. Tuvo una sensación de movimiento alrededor, como si estuviera en medio de la fuerte corriente de un río, aunque salvo el sargento y un par de agentes en una pequeña cabina en el centro de la sala, no había casi nadie más. En el interior de la cabina había un panel electrónico que indicaba las puertas que estaban abiertas y las que estaban cerradas. Las cámaras instaladas en las esquinas del techo y los monitores de televisión también mostraban parpadeantes imágenes grises de cada hilera de celdas. Cowart reparó en el suelo, un impecable linóleo amarillo abrillantado por la marea de gente y los presos encargados de la limpieza. Vio que un hombre con mono azul limpiaba aplicadamente una esquina con una cochambrosa fregona gris, repasando una y otra vez una mancha que ya había desaparecido.

– Ésas son las alas Q, R y S -informó el sargento-. El corredor de la muerte. En realidad, corredores. Joder, pero si hasta en el corredor de la muerte tenemos problemas de hacinamiento. Eso dice mucho, ¿no? La silla está ahí abajo. Ésa se parece a las otras zonas, pero no es igual. No, señor.

Cowart clavó la mirada en los pasillos altos y estrechos. Las hileras de celdas, a la izquierda, se alzaban en tres pisos con escaleras a ambos lados. En la pared enfrente de las celdas había un cochambroso ventanal que permanecía abierto para que corriese el aire. Entre la pasarela que había fuera del grupo de celdas y el ventanal quedaba un espacio vacío. Cayó en la cuenta de que los presos podían estar encerrados en cada una de aquellas diminutas celdas y mirar al cielo por entre las rejas, desde una distancia de unos nueve metros que bien podría ser de millones de kilómetros. Sintió un escalofrío.

– Ahí está Robert Earl -indicó el sargento.

Cowart se volvió y vio que el sargento señalaba una pequeña jaula de barrotes en una alejada esquina de la terminal. Dentro, cuatro hombres sentados en un banco de hierro le miraban fijamente. Tres de ellos llevaban monos azules, como el que había visto pasando la fregona. El cuarto iba vestido de naranja butano, parcialmente oculto por los otros hombres.

– Nadie quiere vestir de butano -dijo el sargento en voz baja-. Porque eso significa que el reloj de la vida ha empezado la cuenta atrás.

Cowart se encaminó hacia la jaula, pero el sargento lo retuvo por el hombro. Notó la fuerza en sus dedos.

– Se equivoca de camino. La sala de entrevistas está ahí. Cuando alguien viene de visita, registramos al preso y hacemos una lista de todo lo que lleva: documentos, libros de derecho, lo que sea. Luego lo aislamos, allí mismo, antes de traerlo con usted. Al final, cuando queda todo dicho y hecho, invertimos el proceso. Se hace jodidamente eterno, pero es por seguridad, ya me entiende. Lo hacemos por nuestra propia seguridad.

Cowart asintió y fue conducido a la sala de entrevistas. Era una habitación blanca, con una mesa de acero en medio y un par de viejas sillas marrones llenas de marcas. En una pared había un espejo. En el centro de la mesa, un cenicero. Nada más.

Señaló el espejo.

– ¿Es de dos caras? -preguntó.

– En efecto -contestó el sargento-. ¿Algún problema?

– No. Oiga, ¿está seguro de que ésta es la suite para ejecutivos? -Se volvió hacia el sargento y sonrió-. Nosotros los tipos de ciudad estamos acostumbrados a más comodidades.

Rogers soltó una carcajada.

– Justo lo que pensaba. Perdone, pero esto es lo que hay.

– Ya está bien -dijo Cowart-. Gracias.

Tomó asiento y esperó a Ferguson.

A primera vista, el preso era un joven de unos veinticinco años, metro ochenta y complexión menuda; no obstante, poseía una engañosa fuerza nervuda que le transmitió con su apretón de manos. Robert Earl Ferguson se había remangado y lucía unos brazos fibrosos. Era delgado, de caderas estrechas y hombros de corredor de fondo, y con la gracia natural de un atleta en los andares. Llevaba el pelo corto. Su mirada era despierta, vivaz y penetrante; por un momento, Matthew Cowart tuvo la sensación de que el preso lo estaba tanteando, juzgando, interpretando y grabando.

– Gracias por venir -dijo el preso.

– No hay de qué.

– Lo habrá -respondió Ferguson. Traía una pila de documentos legales que dispuso sobre la mesa. Cowart vio que le echaba una mirada al sargento Rogers, el cual asintió, se volvió y salió por la puerta, cerrándola de un golpe.