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Cowart se sentó en el borde de la cama y comprobó que los muelles eran suaves. Dejó vagar la vista entre los escasos objetos en busca de algún indicio. «¿Qué tiene de especial la habitación de un asesino?» No lo sabía. Siguió observando, sin dejar de pensar en Ferguson cuando le decía que Pachoula, cuando uno viene de Newark, es como un club de campo, un paisaje como sacado de una novela de aventuras. «¿A qué demonios se refería con eso?», pensó mirando las paredes desnudas y el impersonal mobiliario.

¿Por dónde empezar? No podía aceptar que algo tan serio como una prueba de homicidio estuviera a simple vista, de modo que se decidió por los cajones. Se sentía estúpido, consciente de estar buscando en un lugar que ya había sido registrado a fondo. Examinó un par de mudas sin dar con nada que pareciera relevante. Palpó detrás de los cajones para ver si había algo escondido. «Pareces un detective», pensó. Se arrodilló para hacer lo propio con la cama. Palpó el colchón. A continuación las paredes, en busca de un hueco. «¿Para esconder qué?», se preguntó.

Se encontraba palpando el suelo a cuatro patas cuando la abuela de Ferguson se asomó a la puerta.

– Eso ya lo comprobaron -dijo-. La otra vez. ¿Aún no se da por satisfecho?

Cowart se levantó lentamente, casi con vergüenza.

– No lo sé.

Ella rió.

– Pues termine ya.

– Antes tengo que hablar un momento con los detectives.

Ella soltó otra risita socarrona y lo acompañó hasta el porche. Cowart cruzó el mugriento patio en dirección a los detectives.

Tanny Brown habló el primero, pero sus ojos no miraban a Cowart sino a la anciana.

– ¿Y bien?

– No hay indicios de nada que no sea miseria.

– Ya se lo dije -le recordó Wilcox, y en un tono algo más conciliador preguntó-: ¿Ha entrado en el cuarto de Ferguson?

– Sí.

– No hay gran cosa, ¿no?

– Unos libros, cañas de pescar, una caja con aparejos de pesca, algo de ropa en los cajones y poco más.

Wilcox asintió con la cabeza.

– Así la recuerdo. Y eso es lo que me mosqueaba. Entras en la habitación de un desgraciado cualquiera, rico o pobre, no importa, y algo ahí dentro te dice cómo es. Pero en ese cuarto no hay nada. Y tampoco en el resto de la casa.

Brown arrugó el entrecejo.

– Coño -dijo-, me siento un idiota, soy un idiota.

Cowart salió de su ensimismamiento.

– El problema está en que no sé qué hicieron cuando vinieron la otra vez ni si hay algo cambiado. Quizás he pasado por alto algo que a mí no me dice nada pero sí a ustedes.

El calor reinante parecía haber aplacado un poco la animosidad de Wilcox.

– Me imaginaba que pasaría algo así. Mire, quizás esto le sirva de ayuda.

Rodeó el coche y abrió el maletero. Dentro había varias carpetas clasificadoras, un fusil antidisturbios, un par de chalecos antibalas y una palanca. Rebuscó entre las carpetas y extrajo una serie de cuartillas grapadas. Se las entregó.

– Es el inventario del anterior registro. Lea, a ver si le sirve.

Lo primero era una lista de objetos incautados en la casa y su localización. Había varias prendas de ropa, y figuraban como «Restituidas tras las pruebas. Análisis negativo». También habían sido incautados algunos cuchillos de la cocina, que también figuraban como «Restituidos».

El inventario indicaba asimismo en qué parte de la casa habían sido encontrados y describía el método empleado para registrar cada una de las habitaciones. El cuarto de Ferguson había sido registrado a fondo con resultados negativos.

– ¿Hay algo que no haya visto? -le preguntó Wilcox.

Cowart negó con la cabeza.

– Tanny, estamos perdiendo el tiempo.

Cowart levantó la vista de las cuartillas y advirtió que el teniente miraba fijamente a la anciana. Ella aguardaba bajo el porche y le sostenía la mirada; sus ojos parecían no poder separarse.

– ¿Tanny? -preguntó Wilcox.

El teniente no respondió.

Cowart observó al detective y la anciana escrutarse mutuamente. Advirtió el sudor bajo su camisa y la humedad que le pegaba el pelo a la frente.

Brown habló al cabo de un momento, sin apartar los ojos de la anciana.

– Vuelva a mirar -dijo-. Creo que estamos pasando por alto algo elemental.

– La hostia, Tanny… -empezó Wilcox, pero el teniente lo cortó.

– Mírela. Ella sabe algo y sabe que no sabemos qué coño es. Siga buscando, maldita sea.

Wilcox se encogió de hombros y murmuró algo. Cowart volvió a hojear las cuartillas procurando analizarlas con la misma minuciosidad con que Wilcox había analizado la casa tiempo atrás. Repasó el inventario habitación por habitación, leyéndolo en voz alta para Wilcox.

– «Primera habitación: huellas dactilares, inspeccionados todos los objetos, ninguno incautado, tablas de suelo levantadas, paredes palpadas, detector de metales; habitación de la abuela: registrada en busca de objetos ocultos, no se encontró nada; despensa: incautados objetos cortantes, trapos de limpieza, toalla, tablas del suelo levantadas; habitación de Ferguson: incautadas prendas de vestir, paredes y suelo examinados, registrada en busca de restos de pelo; cocina: cubiertos inspeccionados e incautados, examinadas las cenizas del horno y remitidas al laboratorio, sótano de ventilación inspeccionado…» Parece hecho a conciencia…

– Joder, estuvimos de sol a sol en esa casa, revisamos hasta el último clavo -contestó Wilcox.

Brown no dejaba de mirar a la anciana.

– Yo diría que todo está como estaba -dijo Cowart-. Sólo que al parecer ha convertido la despensa en un cuarto de baño. ¿Era el cuartito que hay entre su dormitorio y el de Ferguson?

– Sí. Aunque a decir verdad tenía más de armario que de despensa -contestó Wilcox.

Cowart asintió.

– Pues ahora hay un retrete y un lavamanos.

– Me han dicho que los instaló Ferguson. Lo pagó con parte del dinero de un productor de Hollywood que se ha interesado por su historia. Incluso hasta aquí llega el progreso.

En ese momento, el sol pareció redoblar su intensidad, y el repentino estallido de calor absorbió todo el aire del patio.

– Y antes ¿dónde…?

– En la letrina exterior, en la parte de atrás.

– ¿Y?

– ¿Y qué?

– Que no está en la lista -dijo Cowart, y notó una súbita palpitación en las sienes.

Brown dio la espalda a la señora Ferguson y clavó los ojos en su compañero.

– La registraste, ¿verdad?

Wilcox asintió con escasa convicción.

– Eh… sí. Bueno, la orden era para la casa, así que no sabía muy bien si podía hacerlo. Pero uno de los analistas entró, eso sí lo recuerdo. Pero nada.

Brown lanzó una mirada severa a su compañero.

– Vamos, Tanny. Ahí no había más que caca y meados. El analista entró, vomitó y salió. Está en el informe. -Señaló una frase en mitad de las cuartillas-. Mira -dijo titubeando.

Cowart se apartó de repente del coche. Recordó las palabras de Blair Sullivan: «… ojos hasta en el culo.»

– ¡Maldita sea! -exclamó, y se volvió hacia Brown-: Sullivan dijo que me anduviera…

El teniente frunció el ceño.

– Me acuerdo de lo que dijo.

Cowart echó a andar hacia la parte trasera de la cabaña. Oyó la voz de la abuela de Ferguson que lo interpelaba, clavándose en sus oídos como una flecha:

– ¿Adónde va, joven?

– Ahí atrás -replicó Cowart secamente.

– ¡Ahí no hay nada que le importe! -chilló ella-. No puede ir ahí.

– Quiero ver qué hay, maldita sea, quiero verlo.

Brown le seguía a buen paso con la palanca del maletero en la mano. Doblaron la esquina de la casa dejando atrás los rezongos de la anciana al sol abrasador. La letrina, de madera grisácea, estaba en una esquina del terreno. Cowart se acercó. La puerta tenía tupidas telarañas. Cogió la manija y tiró con fuerza; la puerta se abrió a duras penas, chirriando, y se atascó cuando ya estaba medio abierta.