– Me llevo la chimenea.
El vendedor era un chico sensato, y nuestra cigarra cerró los ojos mientras le tendía su tarjeta de crédito. Ya puestos, se apuntó también al servicio a domicilio. Cuando anunció que vivía en un séptimo sin ascensor, la señora la miró mal y le dijo que entonces le costará diez euros más…
– No hay problema -contestó Camille poniéndose tensa.
El vendedor tenía razón. Era una locura.
Sí, era una locura, pero el lugar en el que vivía también era de locos. Quince metros cuadrados debajo de un tejado, de los cuales, tan sólo en seis podía mantenerse erguida del todo, un colchón en el suelo, en un rincón, un minúsculo lavabo que más parecía un urinario, y que le servía de fregadero y de cuarto de baño. Una barra que hacía las veces de armario ropero, y dos cajas de cartón una encima de la otra a modo de estantería. Una parrilla eléctrica apoyada sobre una mesita de camping. Una mini neverita que también servía de encimera, de mesa de comedor y de mesita de café. Dos taburetes, una lámpara halógena, un espejito, y otra caja de cartón como despensa. ¿Y qué más? La maletita escocesa donde guardaba el poco material que le quedaba, tres cuadernos de dibujo y… No, nada más. Ésa era toda su casa.
El retrete era un agujero en el suelo, al fondo del pasillo a la derecha, y la ducha estaba encima del retrete. No había más que colocar encima del agujero el entramado de madera podrida, previsto para tal efecto…
No había vecinos, o tal vez un fantasma, pues a veces oía susurros detrás de la puerta del número 12. En la suya había un candado y el nombre de la antigua inquilina, escrito con una bonita letra de color violeta, sobre un pedacito de cartón clavado en el quicio de la puerta con una chincheta: Louise Leduc…
Una criada jovencita del siglo pasado…
No, Camille no se arrepentía de haber comprado su chimenea, aunque le hubiera costado la mitad de su sueldo… Nada menos que la mitad… Pero bah… para lo que hacía con su sueldo… Camille pensaba en todas esas cosas en el autobús, preguntándose a la vez a quién podría invitar para inaugurarla…
Unos días más tarde, dio con el personaje adecuado:
– ¡Tengo una chimenea, ¿sabe?!
– Perdón, ¿cómo dice? ¡Ah! ¡Oh! Es usted… Buenos días, señorita. Un tiempo algo tristón, ¿verdad?
– ¡Y que lo diga! Y entonces, ¿por qué se quita el gorro?
– Pues… pues… para saludarla.
– ¡No, hombre, no, vuélvaselo a poner! ¡Va a agarrar una pulmonía! Justamente lo estaba buscando. Quería invitarlo un día de estos a cenar al calor de la chimenea…
– ¿A mí? -preguntó, atragantándose.
– ¡Sí! ¡A usted!
– Oh, no, pero si yo… esto… ¿Por qué? Esto es de verdad…
– Esto es ¿qué? -soltó Camille, de repente cansada, mientras tiritaban los dos de frío delante de su tienda de alimentación preferida.
– Es… esto…
– ¿No es posible?
– No, es… ¡Es demasiado honor para mí!
– ¡Ah! -dijo Camille, divertida-. Es demasiado honor para usted… Que no, hombre, que no, ya lo verá, será algo muy sencillo. ¿Acepta entonces?
– Pues, sí… me… me encantará compartir su mesa…
– Mmm… No es exactamente una mesa, ¿sabe?…
– ¿Ah, no?
– Digamos que será más bien un picnic… Una cena sencilla en plan merienda campestre…
– ¡Muy bien, me encanta ir de picnic! Puedo incluso venir con mi manta de cuadros y mi cesta, si quiere…
– ¿Su cesta de qué?
– ¡Mi cesta de picnic!
– ¿Un chisme con vajilla dentro y todo?
– Pues sí, en efecto, tiene cubiertos, un mantel, cuatro servilletas, un sacacor…
– ¡Huy, sí, qué buena idea! ¡Yo no tengo nada de eso! ¿Pero cuándo? ¿Esta noche?
– Pues, esta noche… es que… yo…
– ¿Usted, qué?
– Es decir que no he avisado a mi compañero de piso…
– Entiendo. Pero puede venir él también, eso no es problema.
– ¿Él? -preguntó extrañado-. No, él no… Para empezar no sé sí… o sea, no sé si se trata de un chico muy… muy… Entendámonos, no hablo de su conducta, aunque… en fin… yo no la comparto, ¿sabe usted? No, me refiero más bien a… Oh, bueno, de todas maneras no está aquí esta noche. Ni ninguna otra noche, de hecho…
– Recapitulemos -dijo Camille, perdiendo la paciencia-, no puede usted venir porque no ha avisado a su compañero de piso, que de todas maneras nunca está en casa, ¿es así la cosa?
Él bajaba la cabeza, toqueteando los botones de su abrigo.
– Oiga, no hay ninguna obligación, ¿eh? Si no quiere, no tiene por qué aceptar mi invitación, ¿sabe…?
– Es que…
– Es que, ¿qué?
– No, nada. Iré.
– Esta noche o mañana. Porque después vuelvo a trabajar hasta el fin de semana…
– De acuerdo -murmuró-, de acuerdo, mañana… Estará… Estará en casa, ¿verdad?
Camille sacudió la cabeza de lado a lado.
– ¡Anda que no es usted complicado ni nada! ¡Pues claro que estaré en casa, puesto que le invito a cenar!
Él esbozó una sonrisa insegura.
– ¿Hasta mañana entonces?
– Hasta mañana, señorita.
– ¿A eso de las ocho?
– A las ocho en punto, allí estaré.
Se inclinó, y dio media vuelta.
– ¡Eh!
– ¿Disculpe?
– Tiene que tomar por la escalera de servicio. Vivo en el séptimo piso, la puerta número 16, ya verá, es la tercera a mano izquierda…
Con un gesto de cabeza, el hombre le indicó que había entendido sus indicaciones.
11
– ¡Pase, pase! ¡Huy, pero si está usted elegantísimo!
– Oh -dijo él, poniéndose colorado-, no es más que un canotier… Era de mi tío abuelo, y he pensado que, para un picnic…
Camille no daba crédito. El sombrero de paja no era más que la guinda. Su invitado llevaba un bastón con el mango de plata bajo el brazo, y vestía un traje claro con una corbata de pajarita roja. Le tendió una enorme maleta de mimbre.
– ¿Es ésta la cesta de la que me hablaba?
– Sí, pero espere, aún hay una cosa más…
Se fue al fondo del pasillo y volvió con un ramo de rosas.
– Qué detalle…
– ¿Sabe?, no son flores de verdad…
– ¿Cómo dice?
– No, vienen de Uruguay, creo… Hubiera preferido verdaderas rosas de rosal, pero en pleno invierno, es… es…
– Es imposible.
– ¡Sí, eso! ¡Es imposible!
– Vamos, pase, está usted en su casa.
Era tan alto que tuvo que sentarse enseguida. Hizo un esfuerzo por encontrar las palabras adecuadas pero, por una vez, no era un problema de tartamudez, sino de… estupefacción.
– Su casa es… es…
– Pequeña.
– No, es, cómo diría yo… Es coquetona. Sí, es muy coquetona y… pintoresca, ¿verdad?
– Muy pintoresca -repitió Camille riendo.
Se quedó un momento callado.
– ¿De verdad vive usted aquí?
– Pues sí…
– ¿Completamente?
– Completamente.
– ¿Todo el año?
– Todo el año.
– Es un poco pequeño, ¿no?
– Me llamo Camille Fauque.
– Ah, claro, por supuesto, encantado. Yo soy Philibert Marquet de la Durbellière -anunció poniéndose de pie y dándose un coscorrón contra el techo.
– ¿Todo eso se llama usted?
– Pues sí…
– ¿Tiene usted algún apodo?
– No, que yo sepa…
– ¿Ha visto mi chimenea?
– ¿Disculpe?
– Ahí… Mi chimenea…
– ¡Ah, hela aquí! Muy bien… -añadió, volviéndose a sentar y estirando las piernas delante de las llamas de plástico-, muy, pero que muy bien… Se diría que estamos en un cottage inglés, ¿no le parece?