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Camille estaba contenta. No se había equivocado. Ese chico era todo un personaje, pero un ser perfecto a la vez…

– Es bonita, ¿eh?

– ¡Magnífica! ¿Tira bien, al menos?

– Impecablemente.

– ¿Y la leña?

– Huy, con la tormenta… Hoy en día ya no hay más que agacharse…

– Ay, sí, demasiado bien lo sé yo… tendría usted que ver la maleza en casa de mis padres… Un verdadero desastre… Pero, ¿qué es lo que arde? Madera de roble, ¿no?

– ¡Bravo!

Se sonrieron.

– ¿Le parece bien una copa de vino?

– Me parece perfecto.

A Camille le maravilló el contenido de la maleta de mimbre. No faltaba un detalle, los platos eran de porcelana; los cubiertos, de esmalte, y los vasos, de cristal fino. Había incluso un salero, un pimentero, unas aceiteras, tacitas de café, de té, servilletas de lino bordadas, una ensaladera, una salsera, una mantequillera, una cajita para los mondadientes, un azucarero, cubiertos de pescado, y una chocolatera. Todo ello con el escudo de la familia de su invitado.

– Nunca había visto nada tan bonito…

– Ahora entiende por qué no podía venir ayer… Si supiera la de horas que he pasado limpiándola y sacándole brillo a todo…

– ¡Pero habérmelo dicho!

– ¿De verdad cree que si le hubiera puesto como excusa: «Esta noche no, tengo que dejar como nueva mi maleta», no me habría tomado usted por loco?

Camille se guardó muy mucho de hacer ningún comentario.

Extendieron un mantel en el suelo y Philibert Fulano de Tal puso la mesa.

Se sentaron con las piernas cruzadas, encantados y alegres, como dos niños estrenando un juego de cocinitas, con modales exquisitos y mucho cuidadito de no romper nada. Camille, que no sabía cocinar, había ido a una tienda de comida preparada y había comprado un surtido de taramas, salmón ahumado, pescados marinados y mermelada de cebolla. Llenaron concienzudamente todas las fuentes del tío abuelo e idearon una especie de tostador muy ingenioso, fabricado con una vieja tapa y papel de estaño, para calentar los blinis sobre la parrilla eléctrica. Apoyaron la botella de vodka sobre el canalón, y así bastaba abrir el tragaluz para servirse. Esas idas y venidas enfriaban la habitación, desde luego, pero en la chimenea chisporroteaba un fuego maravilloso.

Como de costumbre, Camille bebió mucho y comió poco.

– ¿Le molesta que fume?

– No, por Dios, adelante… Lo que sí me gustaría es estirar las piernas porque me siento anquilosado…

– Siéntese en mi cama…

– P… por supuesto que no, yo no… De ninguna manera…

A la mínima, Philibert volvía a atorarse y a perder la serenidad.

– ¡Que sí, hombre! De hecho, es un sofá cama…

– En ese caso…

– Tal vez podríamos tutearnos, ¿no le parece, Philibert?

Éste palideció.

– Oh, no, yo… En lo que a mí respecta, sería incapaz, pero usted… usted…

– ¡Alto, que no cunda el pánico! ¡No he dicho nada! ¡No he dicho nada! Además, encuentro que esto de llamarse de usted está muy bien, es muy distinguido, muy…

– ¿Pintoresco?

– ¡Eso mismo!

Philibert tampoco comía mucho, pero era tan lento y tan meticuloso, que nuestra perfecta amita de casa se congratuló de haber previsto una cena fría. También había comprado requesón de postre. En realidad, se había quedado paralizada delante del escaparate de una pastelería, totalmente desconcertada e incapaz de elegir ni siquiera un pequeño pastel. Camille sacó su pequeña cafetera italiana y se tomó el café en una taza tan fina que estaba segura de poderla romper de un solo mordisco.

No hablaban mucho. Habían perdido la costumbre de compartir una comida. El protocolo no se llevó pues a rajatabla, y a ambos les resultó difícil sacudirse de encima la soledad… Pero eran personas de buena educación e hicieron un esfuerzo por quedar bien. Se divirtieron, brindaron, y hablaron del barrio. Las cajeras del supermercado -a Philibert le gustaba la rubia, Camille prefería la pelirroja-, los turistas, los juegos de luz sobre la Torre Eiffel y las cacas de perro. Contra todo pronóstico, su invitado resultó ser un gran conversador, manteniendo viva la conversación en todo momento, y trayendo a colación mil y un temas fútiles y agradables. Le apasionaba la historia de Francia, y le confesó que pasaba la mayor parte de su tiempo en las mazmorras de Luis XI, en la antecámara de Francisco I, sentado a la mesa de campesinos de la Edad Media, o en la Conserjería con María Antonieta, mujer por la cual alimentaba una verdadera pasión. Camille proponía un tema o un periodo, y él le contaba mil y un detalles interesantes. La ropa, las intrigas de la Corte, la tasa de impuestos, o la genealogía de los Capetos.

Era muy entretenido.

Camille se sentía como en la página web de Alain Decaux.

Un clic con el ratón, un resumen.

– ¿Y es usted profesor, o algo así?

– No, soy… Quiero decir… Trabajo en un museo…

– ¿De conservador?

– ¡Eso son palabras mayores! No, yo me ocupo más bien del servicio comercial…

– Ah -asintió ella gravemente-, debe de ser apasionante… ¿En qué museo?

– Depende, voy cambiando… ¿Y usted?

– Oh, yo… Lo mío, desgraciadamente, es menos interesante, trabajo en unas oficinas…

Al ver su expresión contrariada, Philibert tuvo el tacto de no insistir.

– Tengo un requesón muy bueno, con mermelada de albaricoque, ¿le apetece?

– ¡Encantado! ¿Y me acompañará usted?

– Se lo agradezco, pero todas estas delicias rusas me han saciado…

– Está usted muy delgada…

Por miedo a haber pronunciado una palabra hiriente, se apresuró a añadir:

– Pero es usted… cómo diría yo… grácil… su rostro me recuerda al de Diana de Poitiers…

– ¿Era guapa?

– ¡Oh! ¡Mucho más que guapa! -Se ruborizó-. He… Ha… ¿Ha estado usted alguna vez en el castillo de Anet?

– No.

– Pues debería… Es un lugar maravilloso que le regaló su amante, el rey Enrique II…

– ¿Ah, sí?

– Sí, es un lugar muy bello, una especie de himno al amor donde sus iniciales están entrelazadas por doquier. Sobre la piedra, el mármol, el hierro, la madera, y en su tumba. Es también muy conmovedor… Si no recuerdo mal, sus frascos de ungüentos y sus cepillos de pelo siguen ahí, en su cuarto de aseo. Ya la llevaré algún día…

– ¿Cuándo?

– ¿Tal vez en primavera?

– ¿De picnic?

– Naturalmente…

Permanecieron un momento en silencio. Camille trató de no reparar en los agujeros de los zapatos de Philibert, y éste hizo otro tanto con las manchas que cubrían las paredes. Se contentaban con beberse el vodka a sorbitos.

– ¿Camille?

– ¿Sí?

– ¿De verdad vive usted aquí todos los días?

– Sí.

– Pero… para… o sea… El tocador…

– En el pasillo.

– ¿Ah, sí?

– ¿Necesita usted ir?

– No, no, sólo me lo preguntaba.

– ¿Está usted preocupado por mí?

– No, bueno… sí… Es que… esto es tan espartano…

– Es usted muy amable… Pero estoy bien. Estoy bien, se lo aseguro, ¡y además ahora tengo una bonita chimenea!

Él ya no parecía tan entusiasmado.

– ¿Qué edad tiene? Si no es indiscreción, claro…

– Veintiséis años. Cumpliré veintisiete en febrero…

– Como mi hermana pequeña…

– ¿Tiene usted una hermana?

– ¡No una, sino seis!

– ¡Seis hermanas!

– Sí. Y un hermano…