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– ¿Y vive usted solo en París?

– Sí, bueno, con mi compañero de piso…

– ¿Se llevan bien?

Como no contestaba, Camille insistió:

– ¿No muy bien?

– Sí, sí… ¡bastante bien! Pero no nos vemos nunca…

– ¿Y eso?

– ¡Pues bien, digamos que no es exactamente el castillo de Anet!

Camille se reía.

– ¿Trabaja?

– A todas horas. Trabaja, duerme, trabaja, duerme. Y cuando no duerme, trae chicas a casa… Es un curioso personaje que no sabe expresarse más que ladrando. Me resulta difícil comprender qué ven en él todas esas chicas. Bueno, alguna idea sí que tengo sobre esa cuestión, pero bueno…

– ¿A qué se dedica?

– Es cocinero.

– ¿Ah, sí? Y por lo menos le preparará cosas ricas de comer, ¿no?

– Jamás. Nunca le he visto en la cocina. Salvo por las mañanas, para fustigar a mi pobre cafetera…

– ¿Es amigo suyo?

– ¡Diantre, no! Lo descubrí mediante un anuncio, un anuncio de nada en el mostrador de la panadería de enfrente: Joven cocinero busca habitación para echar la siesta por la tarde durante descanso en su trabajo. Al principio sólo venía unas horas al día, y luego, poquito a poco, hasta que ahí está…

– ¿Le molesta?

– ¡En absoluto! Si se lo propuse yo incluso… Porque, como ya tendrá ocasión de comprobar, la casa se me hace un poco grande… Y además es un auténtico manitas. Y yo que no soy capaz ni de cambiar una bombilla, pues me viene muy bien… Sabe hacer de todo, y es un pillo redomado, sí señor… Desde que está en mi casa, el recibo de la luz ha bajado una barbaridad…

– ¿Ha trucado el contador?

– Yo diría que truca todo lo que toca… Como cocinero no sé cómo será, pero como manitas, no hay dos como él. Y como en mi casa todo está que se cae… No, no es sólo eso, también le aprecio… Nunca he tenido ocasión de hablar con él, pero me da la impresión de que… Bueno, no lo sé… A veces tengo la sensación de vivir bajo el mismo techo que un mutante…

– ¿Como en Alien?

– ¿Cómo dice?

– No, nada.

Como Sigourney Weaver nunca había retozado con un rey, prefirió dejar el tema…

Lo recogieron todo juntos. Al ver su minúsculo lavabo, Philibert le rogó que le dejara lavar los platos. Como su museo cerraba los lunes, al día siguiente no tendría otra cosa que hacer…

Se despidieron ceremoniosamente.

– La próxima vez vendrá usted a mi casa.

– Encantada.

– Pero desgraciadamente, yo no tengo chimenea.

– ¡Bueno! No todo el mundo tiene la suerte de tener un cottage en París…

– ¿Camille?

– ¿Sí?

– Hará el favor de cuidarse, ¿verdad?

– Lo intentaré. Pero usted también, Philibert…

– Yo… yo…

– ¿Qué?

– Tengo que decirle algo… Lo cierto es que no trabajo de verdad en un museo, ¿sabe…? Más bien en el exterior… O sea, en las tiendas, vaya… Me… me dedico a vender postales…

– Y yo no trabajo de verdad en una oficina, ¿sabe…? Más bien en el exterior también… Soy la señora de la limpieza…

Intercambiaron una sonrisa fatalista y se separaron, avergonzados.

Avergonzados y aliviados.

Fue una cena rusa de lo más lograda.

12

– ¿Qué se oye?

– No te preocupes, es el duque…

– ¿Pero qué coño hace? Parece que estuviera inundando la cocina…

– Pasa de él, nos trae al pairo… Y ven aquí conmigo, anda…

– No, déjame.

– Anda, que vengas, te digo… Ven… ¿Por qué no te quitas la camiseta?

– Tengo frío.

– Que vengas, te digo.

– Es un poco raro, ¿no?

– Está totalmente chalao… Tenías que haberlo visto antes, ha salido con bastón y sombrero de payaso… He pensado que se iba a un baile de disfraces…

– ¿Y adónde iba?

– A ver a una chica, creo…

– ¡A una chica!

– Sí, creo que sí, pero no sé… Pero a ti y a mí eso nos trae sin cuidado… Venga, joder, date la vuelta…

– Déjame.

– Joder, Aurélie, mira que eres pesada, tía…

– Aurelia, no Aurélie.

– Aurelia, Aurélie, tanto da. Bueno… ¿qué pasa, los calcetines también te los vas a dejar toda la noche, o qué?

13

Aunque estaba terminantemente prohibido, strictly forbidden, Camille dejaba la ropa sobre el dintel de su chimenea, se quedaba en la cama lo más posible, se vestía debajo del edredón, y calentaba entre sus manos los botones de los pantalones vaqueros antes de ponérselos.

El burlete de PVC no parecía muy eficaz y Camille había tenido que cambiar de sitio el colchón para dejar de sentir esa horrorosa corriente de aire que le taladraba la frente. Ahora su cama estaba pegada a la puerta, y para entrar y salir era todo un tejemaneje. Camille se pasaba el tiempo tirando del colchón hacia un lado u otro para poder dar tres pasos. Qué vida más perra, pensaba, qué vida más perra… Y además, ya había claudicado, y ahora hacía pis en el lavabo de su habitación, sujetándose a la pared para no desempotrarlo. En cuanto a los baños turcos, mejor no hablar…

Estaba pues sucia. Bueno, sucia tal vez no, pero sí menos limpia que de costumbre. Una o dos veces por semana iba a casa de los Resalen cuando sabía seguro que no estaban. Conocía los horarios de la asistenta y ésta le tendía una gran toalla, suspirando. Todo el mundo estaba al corriente. Siempre se marchaba con algo rico de comer, o con otra manta más… Un día, sin embargo, Mathilde consiguió pillarla por banda cuando se estaba secando el pelo:

– ¿No quieres venirte a vivir aquí una temporadita? Podrías volver a ocupar tu habitación, ¿qué te parece?

– No, muchas gracias a los dos, pero no hace falta. Estoy bien…

– ¿Estás trabajando?

Camille cerró los ojos.

– Sí, sí…

– ¿Tienes algo ya? ¿Necesitas dinero? Pásanos algo, Pierre podría darte un anticipo, sabes…

– No. Por ahora no tengo nada terminado…

– ¿Y todos los cuadros que están en casa de tu madre?

– No sé… Habría que clasificarlos… No tengo ganas de hacerlo…

– ¿Y tus autorretratos?

– No están en venta.

– ¿Qué estás haciendo exactamente?

– Cosas…

– ¿Te has pasado por Sennelier?

– Todavía no.

– ¿Camille?

– Sí.

– ¿Te importa apagar ese dichoso secador para que podamos oírnos un poco?

– Tengo prisa.

– ¿Qué estás haciendo exactamente?

– ¿Perdón?

– Tu vida… ¿En qué consiste ahora tu vida, qué haces, a qué te dedicas?

Para no tener que volver a contestar nunca más a ese tipo de preguntas, Camille bajó las escaleras del edificio de cuatro en cuatro y se metió en la primera peluquería que encontró.

14

– Rápeme -le dijo al chico que veía reflejado encima de ella en el espejo.

– ¿Cómo?

– Quisiera que me rapara la cabeza, por favor.

– ¿Al cero?

– Sí.

– No. No puedo hacer eso…

– Sí, sí, claro que puede. Coja la maquinilla y adelante.

– No, esto no es el ejército. No tengo inconveniente en cortarle el pelo muy corto, pero no al cero. No es el estilo de la casa… ¿Verdad que no, Carlo?

El tal Carlo estaba leyendo un periódico deportivo detrás de la mesa.

– Verdad que no, ¿qué?

– Esta señorita, que quiere que la rapemos al cero…

El otro esbozó un gesto que más o menos quería decir: «Me la suda, acabo de perder diez euros en la séptima carrera, así que no me deis la vara…»