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– Cinco milímetros…

– ¿Cómo?

– Le dejo cinco milímetros, si no ni se atreverá a salir de aquí…

– Tengo gorro.

– Y yo tengo principios.

Camille le sonrió, asintió con la cabeza para mostrar que estaba de acuerdo, y sintió la cuchilla en su nuca. Mechones de pelo caían desperdigados por el suelo mientras observaba a la extraña persona que tenía delante. No la reconocía, ya no recordaba qué aspecto tenía un momento antes. Le traía sin cuidado. A partir de ahora, le sería mucho más cómodo salir al pasillo a ducharse, y eso era lo único que contaba.

Se dirigió a su reflejo en silencio: ¿Y bien? ¿Ése era el plan? ¿Buscarse la vida, aunque hubiera que afearse, aunque hubiera que perderse de vista, para no deberle nunca nada a nadie?

No, de verdad, ¿ése era el plan?

Se pasó la mano por la cabeza rasposa, y le entraron muchas ganas de llorar.

– ¿Le gusta?

– No.

– Ya se lo había dicho yo…

– Ya lo sé.

– Le volverá a crecer…

– ¿Usted cree?

– Estoy seguro.

– Será otro de sus principios…

– ¿Me puede prestar un boli?

– ¿Carlo?

– Mmm…

– Un boli para la señorita…

– No aceptamos cheques por menos de quince euros…

– No, no, es para otra cosa…

Camille cogió su cuaderno y dibujó lo que veía en el espejo.

Una chica calva de mirada dura que sostenía en la mano el lápiz de un aficionado a las carreras amargado, bajo la mirada divertida de un chico apoyado sobre el mango de una escoba. Apuntó su edad y se levantó para pagar.

– ¿Ese de ahí soy yo?

– Sí.

– ¡Caray, dibuja de miedo!

– Lo intento…

15

El bombero, que no era el mismo que la otra vez pues de ser así Yvonne lo hubiera reconocido, revolvía incansablemente el café con la cucharilla.

– ¿Está demasiado caliente?

– ¿Cómo?

– El café. Que si está demasiado caliente.

– No, no, está bien, gracias. Bueno, todo esto está muy bien, pero tengo que redactar este informe…

Paulette seguía postrada en el otro extremo de la mesa. Ahora sí que la había hecho buena.

16

– ¿Tenías piojos? -le preguntó Mamadou.

Camille se estaba poniendo la bata. No tenía ganas de hablar. Demasiados pedruscos, demasiado frío, demasiada fragilidad.

– ¿Estás de morros?

Camille negó con la cabeza, sacó su carrito del cuarto de la basura y se dirigió hacia los ascensores.

– ¿Vas a la quinta?

– Mmmm…

– ¿Y por qué siempre te toca a ti la quinta? ¡Eso no es normal! ¡No te dejes! ¿Quieres que hable yo con la jefa? ¡A mí no me importa armar un buen pollo! ¡Lo armo si quieres, ¿eh?!

– No, gracias. La quinta planta, o cualquier otra, me da exactamente lo mismo…

A las chicas no les gustaba esa planta porque era la de los jefes y los despachos cerrados. Las otras, las de los «open espeis», como decía la Bredart, eran más fáciles, y sobre todo más rápidas de limpiar. Bastaba con vaciar las papeleras, pegar las sillas contra la pared, y pasar la aspiradora por toda la sala. Ni siquiera hacía falta ir con cuidado, te podías permitir chocar contra las patas de los muebles porque eran de mala calidad y a todo el mundo le traía sin cuidado.

En la quinta plata, cada habitación exigía todo un ceremonial, era un fastidio: vaciar las papeleras, los ceniceros, las trituradoras de papel, limpiar los escritorios con la orden de no tocar nada, de no cambiar de sitio ni un clip, y por si eso fuera poco, también había que apechugar con los saloncitos anexos y los despachos de las secretarias. Esas brujas que pegaban Post-it por todas partes, como si se dirigieran a sus propias asistentas, ellas que ni siquiera podían permitirse el lujo de tener una asistenta en sus casas… Y hágame esto y aquello, y la última vez movió usted esta lámpara y rompió este chisme y blablabla… Era el tipo de comentario estúpido que tenía el don de irritar a Carine o a Samia de mala manera, pero que dejaba a Camille totalmente indiferente. Cuando una de esas notas era demasiado seca, escribía debajo: Yo no comprender, y volvía a pegar el Post-it en pleno centro de la pantalla.

En las plantas inferiores, los ejecutivos dejaban sus cosas más o menos limpias y ordenadas, pero aquí quedaba mejor no mover un dedo. Se trataba de demostrar que estaban desbordados, que seguramente se habían marchado del despacho porque no tenían más remedio, pero podían regresar en cualquier momento para recuperar su lugar, su cargo y sus responsabilidades y volver a tomar las riendas de este mundo. Bueno, por qué no… suspiraba Camille. Pase, podía ser. Cada uno tenía sus propias quimeras… Pero había uno, allá, al fondo del pasillo a la izquierda, que estaba empezando a tocarle las narices de mala manera. Pez gordo o no, ese tío era un guarro, y Camille ya estaba empezando a hartarse. Aparte de ser un puerco, su despacho apestaba a desprecio.

Diez veces, o incluso cien, había vaciado y tirado innumerables vasitos de plástico donde flotaban siempre algunas colillas, y había recogido trozos rancios de bocadillo, pero esa noche, no. Esa noche, Camille no tenía ganas. Juntó pues todos los desperdicios del tío ese, sus viejas tiritas llenas de pelos, sus miasmas, sus chicles pegados en el borde del cenicero, sus cerillas y sus papeles arrugados, los reunió en un montoncito sobre su bonita carpeta de piel de cebú, y le dejo una notita: Señor, es usted un cerdo, y de ahora en adelante le ruego que deje este lugar tan limpio como le sea posible. Posdata: mire debajo de la mesa, encontrará ese objeto tan cómodo que recibe el nombre de papelera… Adornó su parrafada con un dibujo lleno de mala leche en el que se veía a un cerdito vestido con traje y corbata, agachado para ver qué era pues aquel objeto tan extraño que se escondía bajo su escritorio. Hecho esto, Camille fue a reunirse con sus compañeras para ayudarlas a terminar el vestíbulo.

– ¿Y tú de qué te ríes? -preguntó Carine extrañada.

– De nada.

– Mira que eres rarita tú, eh…

– ¿Qué toca ahora?

– Las escaleras del B…

– ¿Otra vez? ¡Pero si las hemos limpiado hace nada!

Carine se encogió de hombros.

– ¿Vamos?

– No. Hay que esperar a la Superior para el informe…

– ¿El informe de qué?

– No sé. Parece que utilizamos demasiado producto…

– A ver si se aclaran… El otro día, que si no usábamos bastante… Voy a fumarme un cigarro a la calle, ¿te vienes?

– Hace demasiado frío…

Camille salió pues sola, y se apoyó en una farola.

«… 02-12-03… 00:34… -4°…», desfilaba en letras luminosas en el escaparate de una óptica.

Cayó entonces en la cuenta de qué tendría que haberle contestado antes a Mathilde Kessler cuando ésta le preguntó, con un deje de excitación en la voz, en qué consistía su vida en ese momento.

«… 02-12-03… 00:34… -4°…»

Hala.

En eso consistía.

17

– ¡Si ya lo sé! ¡Lo sé de sobra! ¿Pero por qué dramatizan todos tanto? ¡Esto es absurdo, hombre!

– Mira, Franck, para empezar, tú a mí no me hablas en ese tono, y luego, déjame que te diga que no eres el más indicado para darme lecciones. Figúrate que hace ya más de doce años que me ocupo de ella, que paso a visitarla varias veces por semana, que la llevo a la ciudad, y que cuido de ella. Más de doce años, ¿me oyes? Y hasta ahora, no se puede decir que te haya importado mucho… Nunca un gesto de agradecimiento, nunca un detalle, nada. La otra vez incluso, cuando la acompañé al hospital y al principio fui a verla todos los días, a ti ni se te pasó por la cabeza llamarme por teléfono, o mandarme unas flores, ¿eh? Bueno, no importa, porque no lo hago por ti, sino por ella. Porque tu abuela es una buena persona… Una buena persona, ¿entiendes? No te echo la culpa, hijo, eres joven, vives lejos y tienes tu propia vida, pero a veces, ¿sabes?, todo esto me pesa. Me pesa… Yo también tengo una familia, tengo mis preocupaciones y mis propios achaques, así que te lo digo claramente: ha llegado el momento de que afrontes tus responsabilidades…