Antes de salir por la puerta, añadió:
– Ah, oye, mira en la nevera, te he traído algo. Ya no me acuerdo qué era… Pato, creo…
Philibert le dio las gracias a una corriente de aire.
Nuestro carretero ya estaba en el vestíbulo, jurando en arameo porque no encontraba las llaves.
Trabajó sin pronunciar una sola palabra, no dijo ni mu cuando el chef vino a quitarle la sartén de las manos para hacerse el interesante, apretó los dientes cuando le devolvieron un magret demasiado crudo, y restregó sus fogones para limpiarlos como si hubiese querido arrancarles virutas de metal.
La cocina se vació y Franck esperó en un rincón a que su colega Kermadec terminara de separar manteles y contar servilletas. Cuando éste lo vio, sentado en un rincón hojeando una revista de motos, le preguntó con un gesto de barbilla:
– ¿Qué quiere el cocinero?
Lestafier echó la cabeza para atrás y se llevó el pulgar a los labios.
– Enseguida voy. Termino un par de cosas y estoy contigo…
Tenían intención de recorrerse todos los bares del barrio, pero Franck ya estaba borracho perdido nada más salir del segundo.
Esa noche volvió a hundirse en un agujero, pero no el de su infancia. Otro.
18
– Pues nada, era para disculparme… O sea, para pedírselas, vamos…
– ¿Para pedirme qué, hijo?
– Pues disculpas…
– Pero si ya te he perdonado, hombre… Sé muy bien que no pensabas lo que decías, pero aun así tienes que tener cuidado… ¿Sabes?, tienes que cuidar de las personas que son amables contigo… Cuando te vayas haciendo viejo verás que no te cruzas con tantas…
– ¿Sabe?, he estado pensando en lo que me dijo ayer, y aunque me cueste mogollón reconocerlo, sé muy bien que la que tiene razón es usted…
– Claro que tengo razón… Conozco bien a los viejos, yo, veo viejos todo el día por aquí…
– Entonces…
– ¿Qué?
– El problema es que no tengo tiempo para ocuparme de ello, me refiero a encontrar una plaza y todo eso…
– ¿Quieres que me ocupe yo?
– Le puedo pagar las horas que necesite, ¿sabe…?
– No empieces otra vez con tus groserías, yo estoy dispuesta a ayudarte, pero se lo tienes que anunciar tú. Te corresponde a ti explicarle la situación…
– ¿Vendrá usted conmigo?
– De acuerdo, si prefieres, voy contigo, pero mira, tu abuela sabe de sobra lo que pienso yo de todo esto… Anda que no llevo tiempo repitiéndole siempre la misma cantinela…
– Hay que encontrarle un sitio de primera, ¿eh? Con una habitación bien bonita, y sobre todo un gran jardín…
– Que sepas que todo eso es carísimo, ¿eh…?
– ¿Cómo de caro?
– Más de un millón al mes…
– Esto… Espere, Yvonne, ¿en qué me está hablando? Ahora contamos en euros…
– Huy, en euros… Yo te hablo como tengo costumbre de hablar, y para una buena residencia, hay que poner más de un millón de los antiguos francos al mes…
– …
– ¿Franck?
– Eso… Eso es lo que yo gano…
– Tienes que ir al ministerio a solicitar una ayuda, ver a cuánto asciende la jubilación de tu abuelo, y luego apuntarte en la APA en el Consejo General…
– ¿Qué es la apa?
– Es una ayuda para las personas dependientes o minusválidas.
– Pero… mi abuela no es minusválida de verdad, ¿no?
– No, pero tendrá que hacer como que sí cuando le manden al experto. Que no parezca que está como una rosa, porque si no, no os darán gran cosa…
– Joder, esto es la hostia… Perdón.
– Me tapo los oídos.
– No me va a dar tiempo a hacer todos esos papeleos… ¿Le importaría desbrozarme un poco el terreno, por favor?
– No te preocupes, el viernes saco el tema en el Club, ¡y verás qué revuelo armo!
– Se lo agradezco, señora Carminot…
– Ya ves… Es lo mínimo que puedo hacer…
– Bueno, pues nada, me voy al curro que ya toca…
– Según parece ya cocinas como un maestro, ¿eh?
– ¿Y eso quién se lo ha dicho?
– La señora Mandel…
– Ah…
– Huy, madre, si supieras… ¡Todavía lo comenta! Aquella noche les preparaste una liebre que estaba para chuparse los dedos…
– No me acuerdo.
– ¡Pues ella desde luego sí que se acuerda, créeme! Y dime una cosa, Franck…
– ¿Sí?
– Ya sé que no es asunto mío, pero… ¿tu madre?
– ¿Qué pasa con ella?
– No sé, antes me preguntaba si no habría a lo mejor que avisarla… Lo mismo te podría ayudar a pagar…
– Ahora la que dice groserías es usted, Yvonne, y no será porque no la conoce…
– Pero, ¿sabes?, a veces la gente cambia…
– Ella, no.
– …
– No. Ella, no. Bueno, la dejo ya, que tengo prisa…
– Adiós, hijo.
– Esto…
– ¿Sí?
– Intente encontrar algo menos caro…
– Voy a ver, ya te diré…
– Gracias.
Hacía tanto frío aquel día que Franck se alegró de volver a su puesto de esclavo, al calorcito de la cocina. El chef estaba de buen humor. Otra vez lleno total en el restaurante y acababa de enterarse de que le iban a hacer una buena crítica en una revista de pijos.
– Con el tiempo que hace, chavales, ¡esta noche todo va a ser pedir foie y vinos de primera! ¡Ah, se acabaron las ensaladas, los entremeses y todas esas mariconadas! ¡Se acabó, sí, señor! ¡Quiero platos ricos, de primera, y quiero que los clientes salgan de aquí con diez grados más en el cuerpo! ¡Hala, chavales, a trabajar!
19
A Camille le costó trabajo bajar las escaleras. Las agujetas la tenían medio tullida, y sufría una migraña espantosa. Como si alguien le hubiera clavado un cuchillo en el ojo derecho y se divirtiera girando delicadamente la hoja en cuanto hacía el más mínimo movimiento. Al llegar al portal se agarró a la pared para recuperar el equilibrio, tiritaba, se ahogaba. Durante un segundo pensó en regresar a la cama, pero la idea de volver a subir esos siete pisos le pareció más insoportable que ir a trabajar. Al menos en el metro podría sentarse un rato…
Justo cuando franqueaba la puerta, se tropezó con un oso. Era su vecino, vestido con una larga pelliza.
– Oh, perdone, caballero -se disculpó éste-, no…
Levantó los ojos.
– Camille, ¿es usted?
No tenía el valor de darle ni la más mínima conversación, de modo que se escabulló por debajo de su brazo.
– ¡Camille! ¡Camille!
Ésta escondió el rostro en su bufanda y apretó el paso. Ese esfuerzo pronto la obligó a apoyarse en una boca de incendios para no caerse redonda.
– Camille ¿se encuentra bien? Dios mío, pero… ¿qué se ha hecho en el pelo? Oh, pero qué mala cara tiene… ¡Una cara malísima! ¿Y su pelo? Un pelo tan bonito…
– Tengo que irme, ya llego tarde…
– ¡Pero hace un frío de perros, amiga mía! No vaya por ahí sin cubrirse la cabeza, se podría usted morir de frío… Tenga, póngase al menos mi gorro ruso…
Camille hizo un esfuerzo por sonreír.
– ¿Éste también era de su tío?
– ¡Diantre, no! Más bien de mi bisabuelo, el que acompañó a ese bajito general en sus campañas en Rusia…
Le encasquetó el gorro hasta las cejas.
– ¿Quiere decir que este chisme estuvo en la batalla de Austerlitz? -se esforzó por bromear Camille.
– ¡Y tanto que sí! Y en el Beresina también, desgraciadamente… Pero está usted muy pálida… ¿Seguro que se encuentra bien?
– Un poco cansada…
– Dígame, Camille, ¿siente usted mucho frío ahí arriba?
– No lo sé… Bueno, tengo… tengo que irme… Gracias por el gorro.