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Aletargada por el calor del vagón, Camille se quedó dormida y no se despertó hasta el final de la línea. Se sentó en el otro sentido y se caló el gorro de oso hasta los ojos para llorar de agotamiento. Buf, esa antigualla olía a rayos…

Cuando, por fin, salió en la estación adecuada, el frío que sintió fue tan cortante que tuvo que sentarse bajo la marquesina de una parada de autobús. Se tumbó sobre los asientos y le pidió a un chico que había ahí que le parara un taxi.

Subió hasta su buhardilla de rodillas y se desplomó sobre el colchón. No tuvo fuerzas para desnudarse y, durante un segundo, pensó en morirse ahí mismo. ¿Quién se enteraría? ¿A quién le importaría? ¿Quién la lloraría? Tiritaba de calor y el sudor la envolvió, como un sudario helado.

20

Philibert se levantó hacia las dos de la madrugada para ir a beber agua. El suelo de la cocina estaba helado, y el viento golpeaba con furia contra los cristales de las ventanas. Se quedó un momento mirando fijamente la avenida desierta y desolada, murmurando retazos de infancia… Se acerca el invierno, asesino de los pobres… El termómetro exterior marcaba seis grados bajo cero y no podía evitar pensar en esa mujercita, arriba, bajo el tejado. ¿Estaría durmiendo en ese preciso momento? Y válgame Dios, ¿qué se había hecho en el pelo?

Tenía que hacer algo. No podía dejarla así. Sí, pero su educación, sus modales, y su discreción, lo enredaban de mil y una maneras, bloqueándolo…

¿Acaso era decente importunar a una muchacha en plena noche? ¿Cómo se lo tomaría? Bueno, y tal vez no estuviera sola, después de todo. ¿Y si estaba desnuda? Oh, no… Prefería no imaginárselo siquiera… Y como en los comics de Tintín, el ángel y el demonio se peleaban en la almohada de al lado.

Bueno… Los personajes eran un poco distintos…

Un ángel congelado de frío decía: «Pero hombre, esta muchacha se está muriendo de frío…», y el otro, con aire molesto, le replicaba: «Ya lo sé, amigo mío, pero estas cosas no se hacen. Ya irá usted a ver cómo se encuentra mañana por la mañana. Y ahora haga el favor de irse a dormir.»

Philibert asistió a su pequeña discusión sin tomar partido, dio diez, veinte vueltas en la cama, suplicándoles que se callaran, y terminó por robarles la almohada para no oírlos más.

A las tres y cincuenta y cuatro buscó sus calcetines en la oscuridad.

La raya de luz que se filtraba por debajo de su puerta volvió a infundirle valor.

– ¿Señorita Camille?

Repitió, apenas un poco más fuerte:

– ¿Camille? ¿Camille? Soy Philibert…

No hubo respuesta. Lo intentó una última vez antes de dar media vuelta. Ya estaba al final del pasillo cuando oyó un sonido ahogado.

– Camille, ¿está ahí? Me tenía usted preocupado y… y…

– … puerta… abierta -gimió ella.

La buhardilla estaba helada. Le costó trabajo entrar por culpa del colchón y se tropezó con un montón de trapos. Se arrodilló. Levantó una manta, otra más, y un edredón, antes de dar por fin con su cara. Estaba empapada.

Le puso la mano en la frente:

– ¡Pero si tiene una fiebre de caballo! No puede permanecer así… Aquí no… Sola, no… ¿Y su chimenea?

– … no he tenido fuerzas para moverla…

– ¿Me permite que la lleve conmigo?

– ¿Adónde?

– A mi casa.

– No tengo ganas de moverme…

– Voy a cogerla en brazos.

– ¿Como un príncipe azul?

Philibert le sonrió:

– Vamos, tiene tanta fiebre que delira…

Arrastró el colchón hasta el centro de la habitación, le quitó los zapatones y la cogió en brazos con infinita torpeza.

– Desgraciadamente, no soy tan fuerte como un príncipe de verdad… Eeee… ¿Podría intentar rodearme el cuello con los brazos, por favor?

Camille dejó caer la cabeza sobre su hombro, y Philibert se quedó desconcertado por el olor agrio que emanaba de su nuca.

El rapto fue desastroso. Golpeó a su dama contra todas las esquinas, y a punto estuvo de perder el equilibrio en cada escalón. Afortunadamente, se le había ocurrido coger la llave de la puerta de servicio y sólo tuvo que bajar tres pisos. Cruzó el office, la cocina, poco le faltó para caerse diez veces en el pasillo y por fin la depositó sobre la cama de su tía Edmée.

– Mire, me imagino que tendré que desvestirla un poco… Esto… quiero decir, usted… Vamos, que me resulta muy violento…

Camille había cerrado los ojos.

Bien.

Philibert Marquet de la Durbellière se hallaba pues en una situación harto difícil.

Rememoró las hazañas de sus antepasados, pero la Convención de 1793, la toma de Cholet, el valor de Cathelineau y el coraje de La Rochejaquelein de repente no le parecieron gran cosa…

El demonio enojado estaba ahora de pie sobre su hombro con la guía de las buenas costumbres de la baronesa Von Staffe bajo el brazo. Se estaba desahogando a gusto: «Y bien, amigo mío, estará contento, ¿eh? ¡Ah, muy bien, he aquí a nuestro caballero valiente! Deje que lo felicite… Y ahora, ¿qué? ¿Qué hacemos ahora?» Philibert estaba totalmente desorientado. Camille murmuró:

– … sed…

Su salvador se precipitó a la cocina, pero el aguafiestas de antes lo esperaba encaramado al fregadero: «¡Claro que sí! Siga, siga… ¿Y el dragón? ¿No piensa ir también a luchar contra el dragón?», «¡Cállate la boca, leche!», le contestó Philibert. No daba crédito a lo que acababa de hacer, y volvió a la cabecera de la enferma con el corazón más ligero. Al final no era tan complicado. Tenía razón Franck: a veces valía más soltar un buen taco que todo un discurso. Con estas nuevas fuerzas, Philibert dio de beber a Camille y cogió el toro por los cuernos: la desnudó.

No resultó fácil porque llevaba más capas de ropa que una cebolla. Primero le quitó el abrigo, y luego la cazadora vaquera. Después le tocó el turno a un jersey, a otro más, un cuello vuelto, y por fin, una especie de camiseta de manga larga. Bueno, se dijo Philibert, no puedo dejársela puesta, está empapada… Bueno, qué se le va a hacer, le veré el… O sea, el sostén… ¡Horror! ¡Por todos los santos! ¡No llevaba sostén! Rápidamente la cubrió con la sábana. Bien… Ahora por abajo… Se sentía menos incómodo porque podía maniobrar a tientas por debajo de la manta. Tiró con todas sus fuerzas de las perneras del pantalón. Alabado sea el Señor, la braguita no se movió de su sitio…

– ¿Camille? ¿Tiene fuerzas para ducharse?

No hubo respuesta.

Sacudió la cabeza de lado a lado, en un gesto de desaprobación. Fue al cuarto de baño, llenó un barreño con agua caliente, vertió en ella unas gotas de colonia y se armó con una manopla de baño.

¡Valor, soldado!

Apartó las sábanas y le refrescó el cuerpo, primero rozándolo apenas con la manopla, y después ya con algo más de decisión.

Le frotó la cabeza, el cuello, la cara, la espalda, las axilas, el pecho, puesto que no había más remedio, y de hecho, ¿se le podía llamar pecho a eso? La tripa y las piernas. Lo demás, ya vería ella… Escurrió la manopla y se la puso en la frente.

Ahora necesitaba una aspirina… Tiró con tanta fuerza del cajón de la cocina que desperdigó por el suelo todo lo que contenía. Diantre. Una aspirina, una aspirina…

Franck estaba en la puerta, con el brazo por debajo de la camiseta, rascándose el bajo vientre:

– Uuuuaa… -dijo, bostezando-, ¿qué pasa aquí? ¿Qué coño es todo este jaleo?

– Estoy buscando una aspirina…

– En el armarito…

– Gracias.