– Si quiere puedo ir yo a buscarlo…
– No, no, puede esperar…
– Como usted quiera.
– ¿Philibert?
– ¿Sí?
– Gracias.
– Pero si no es nada…
Estaba ahí, de pie delante de ella, con su pantalón demasiado corto, su chaqueta demasiado ceñida y sus brazos demasiado largos.
– Es la primera vez en mucho tiempo que me cuidan de esta manera…
– Pero si no es nada…
– Sí, sí, de verdad… Quiero decir… sin esperar nada a cambio… Porque usted… no espera nada, ¿verdad?
Philibert estaba escandalizado:
– Pero, pero… ¿qué… qué se imagina usted?
Camille ya había vuelto a cerrar los ojos.
– No me imagino nada, se lo digo: no tengo nada que dar.
25
Camille ya no sabía ni qué día era. ¿Sábado? ¿Domingo? Hacía años que no dormía tanto.
Philibert acababa de asomarse para ofrecerle un plato de sopa.
– Me voy a levantar. Me voy a la cocina con usted…
– ¿Está usted segura?
– ¡Claro que sí, hombre! Ni que me fuera a romper…
– De acuerdo, pero no venga a la cocina, hace demasiado frío. Espéreme en el saloncito azul…
– ¿Cómo?
– Ahí va, es verdad… ¡Seré tonto! Ya no es verdaderamente azul, puesto que está vacío… La habitación que da al vestíbulo, ¿sabe a cuál me refiero?
– ¿La del sofá?
– Bueno, sofá tal vez sea demasiado decir… Franck lo encontró un día tirado en la acera y lo subió hasta aquí con uno de sus amigos… es feísimo, pero he de reconocer que es muy cómodo…
– Dígame, Philibert, ¿qué es este lugar exactamente? ¿Quién es el dueño? ¿Y por qué vive como si fuera una casa okupada?
– ¿Cómo?
– ¿Como si estuviera de cámping?
– Oh, desgraciadamente es una sórdida historia de herencia… Como las hay en todas partes… Incluso en las mejores familias, ¿sabe usted…?
Parecía sinceramente contrariado.
– Ésta es la casa de mi abuela materna, que falleció el año pasado, y mientras se solucionan los asuntos de la sucesión, mi padre me ha pedido que me instale aquí, para evitar que se convierta en una casa de… ¿Cómo lo ha llamado usted?
– ¿De okupas?
– ¡De okupas, eso! Pero no me refiero a esos jóvenes drogadictos con imperdibles en la nariz, no, hablo de personas mucho mejor vestidas, pero cuánto menos elegantes: nuestros primos hermanos…
– ¿Sus primos aspiran a heredar esta casa?
– ¡Y creo que hasta se han gastado ya el dinero que pensaban sacar de ella, los pobres! Un consejo de familia se reunió pues con un notario, y se me designó portero, conserje, y vigilante nocturno. Por supuesto, al principio hubo alguna que otra maniobra de intimidación… De hecho numerosos muebles se volatilizaron, como habrá podido constatar, y más de una vez he abierto la puerta a distintos ordenanzas, pero ya todo parece haberse normalizado… Este asunto tan engorroso ya sólo concierne al notario y a los abogados…
– ¿Cuánto tiempo estará usted aquí?
– No lo sé.
– ¿Y sus padres aceptan que hospede a desconocidos como el cocinero o yo?
– En lo que a usted respecta, no será necesario que se enteren, me imagino… Y en cuanto a Franck, fue casi un alivio para ellos… Saben lo torpe que soy… Pero bueno, están lejos de imaginarse cómo es este chico y… ¡Menos mal! ¡Creen que lo conocí a través de la parroquia!
Philibert se reía.
– ¿Les ha mentido?
– Digamos que me he mostrado algo… evasivo…
Camille había adelgazado tanto que se podía meter los faldones de la camisa por dentro del vaquero sin tener que desabrochárselo.
Parecía un fantasma. Se hizo una mueca en el gran espejo de su habitación para demostrarse lo contrario, se anudó al cuello su pañuelo de seda, se puso la chaqueta, y se aventuró en ese increíble dédalo haussmaniano.
Acabó por encontrar el horroroso sofá hecho polvo y se asomó a las ventanas de la habitación para ver los árboles llenos de escarcha del Campo de Marte.
Cuando se dio la vuelta, tranquilamente, con el espíritu todavía en las nubes y las manos en los bolsillos, dio un respingo y no pudo evitar soltar un estúpido gritito.
Justo detrás de ella había un tío alto, todo vestido de cuero negro, con botas y casco.
– Esto… hola -consiguió articular Camille por fin.
El hombre no contestó nada y se dio la vuelta.
Se quitó el casco en el pasillo y entró en la cocina frotándose el pelo:
– Eh, Philou, macho, ¿quién es el maricón que está en el salón? ¿Uno de tus amiguitos de los boy scouts, o qué?
– ¿Cómo?
– El marica que hay detrás de mi sofá…
Philibert, que ya estaba bastante nervioso por la magnitud de su desastre culinario, perdió algo de su flema aristocrática:
– El marica, como tú dices, se llama Camille -le corrigió con voz tensa-, es amiga mía, y te ruego que te comportes como un caballero pues tengo intención de hospedarla aquí durante un tiempo…
– Bueno, vale… No te pongas así… ¿Dices que es una chica? ¿Seguro que hablamos de la misma persona? ¿El flacucho ese sin pelo?
– En efecto, es una joven…
– ¿Estás seguro?
Philibert cerró los ojos.
– ¿Ese tío es tu novieta? O sea, ¿es ella? Bueno, ¿y qué le estás preparando? ¿Perdices confitadas?
– Es una sopa, mira tú por dónde…
– ¿Esto? ¿Una sopa?
– Pues claro que sí. Una sopa de sobre, pero de las mejores del mercado, de puerros y patatas…
– Vaya una mierda. Además se te ha quemado, va a estar asquerosa… ¿Y qué más le has echado? -añadió horrorizado, levantando la tapa de la cacerola.
– Pues… quesitos de la Vaca que ríe y trozos de pan de molde…
– ¿Para qué? -preguntó Franck alarmado.
– Es que el médico me dijo que la tenía que… ayudar a recuperarse…
– Joder, pues si se recupera con eso, ¡la felicito! Pa' mí que con eso más bien la mandas al otro barrio…
Dicho esto, cogió una cerveza de la nevera y fue a encerrarse en su habitación.
Cuando Philibert se reunió con su protegida, ésta seguía algo desconcertada:
– ¿Es él?
– Sí -murmuró Philibert, dejando la gran bandeja sobre una caja de cartón.
– ¿Nunca se quita el casco?
– Sí, pero cuando vuelve los lunes por la noche, siempre está de un humor malísimo… En general, esos días evito cruzarme con él…
– ¿Es porque tiene demasiado trabajo?
– No, justamente los lunes libra… No sé lo que hace… Se marcha por la mañana tempranito, y vuelve siempre con un humor de perros… Problemas familiares, creo… Tenga, sírvase mientras aún está caliente…
– Eh… ¿qué es esto?
– Una sopa.
– Ah -dijo Camille, tratando de revolver el extraño brebaje.
– Una sopa a mi manera… Una especie de ponche, si prefiere llamarlo así…
– Aaaah… Perfecto -dijo Camille, riéndose.
También esta vez se trataba de una risa nerviosa.
SEGUNDA PARTE
1
– ¿Tienes un momento? Tenemos que hablar…
Philibert siempre desayunaba leche con cacao, y su mayor placer era apagar el fuego justo antes de que se saliera la leche. Más que un rito o una manía, era su pequeña victoria cotidiana. Su hazaña, su triunfo invisible. La leche volvía a bajar y el día podía empezar: Philibert dominaba la situación.
Pero aquella mañana, desconcertado, agredido incluso por el tono de su compañero de piso, apagó el fuego equivocado. La leche salió a borbotones y un olor desagradable invadió de pronto la habitación.