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– ¿Cómo?

– Digo que tenemos que hablar.

– Hablemos -respondió tranquilamente Philibert, dejando el cazo en remojo-, te escucho…

– ¿Cuánto tiempo se va a quedar?

– ¿Perdón?

– Mira, no te hagas el listo, ¿eh? Tu amiguita. ¿Cuánto tiempo se va a quedar?

– Tanto como desee…

– Te mola, ¿es eso?

– No.

– Mentiroso. Se te ve el plumero… Con tus modales exquisitos, esos aires de noble que te das y todo eso…

– ¿Estás celoso?

– ¡No, joder! ¡Sólo faltaba! ¿Yo, celoso de un saco de huesos? Oye, tío, que no soy una hermanita de la caridad, ¿eh?

– No digo celoso de mí, sino de ella. ¿Tal vez sientes que te falta espacio, y no te apetece desplazar el vasito con tu cepillo de dientes unos centímetros más hacia la derecha?

– Hala, ya saltó… Tú y tus frases grandilocuentes… Cada vez que abres el pico, parece que tus palabras tuvieran que quedar escritas en algún lado de lo bien que suenan…

– …

– Mira tío, ya sé que ésta es tu casa… Pero el problema no es ése. Puedes invitar a quien te dé la gana, hospedar a quien te dé la gana, puedes incluso ir por ahí haciendo obras benéficas si te sale de los cojones, pero joder tío, yo qué sé… Estábamos aquí de puta madre los dos, ¿no?

– ¿Tú crees?

– Pues sí, lo creo. Vale, yo tengo mi mal genio, y tú tienes todas tus estúpidas manías, tus historias, tus chorradas compulsivas, pero en general todo marchaba bien hasta ahora…

– ¿Y por qué habrían de cambiar las cosas?

– Pfff… Cómo se ve que no conoces a las tías… Ojo, que esto no te lo digo para ofenderte, ¿eh? Pero es verdad… Mira, macho, en cuanto metes a una tía en una casa, todo se va a la mierda… Todo se complica, todo se vuelve una jodienda, y hasta los mejores colegas terminan cabreados, tío… ¿Se puede saber de qué te ríes?

– Pues de que hablas como… como un actor en una película… No sabía que fuera tu… tu colega.

– Vale, olvídalo. Yo lo único que te digo es que me lo podrías haber comentado antes, nada más.

– Te lo iba a comentar.

– ¿Cuándo?

– Ahora, en este momento, ante mi tazón de leche con cacao, si me hubieras dejado preparármelo…

– Vale, entonces me disculpo… Ah, no, mierda, no puedo disculparme solo, ¿no?

– Exactamente.

– ¿Te vas al curro?

– Sí.

– Yo también. Anda, venga, te invito a un chocolate en el bar de la esquina…

Ya en el patio interior del edificio, Franck gastó sus últimos cartuchos:

– Además, ni siquiera sabemos quién es… Ni siquiera sabemos de dónde ha salido esta tía…

– Te voy a enseñar de dónde ha salido… Sígueme.

– Oye… no cuentes conmigo para tragarme los siete pisos a pata…

– Sí. Justamente, cuento contigo. Sígueme.

Desde que se conocían, era la primera vez que Philibert le pedía algo. Franck refunfuñó todo lo que pudo y más, y lo siguió por la escalera de servicio.

– ¡Joder, qué frío hace aquí dentro!

– Esto no es nada… Espera a estar arriba del todo…

Philibert abrió el candado y empujó la puerta.

Franck se quedó callado unos segundos.

– ¿Aquí es donde vive?

– Sí.

– ¿Seguro?

– Ven, te voy a enseñar otra cosa…

Lo llevó hasta el fondo del pasillo, abrió la puerta destartalada de una patada, y añadió:

– Su cuarto de baño… Abajo, el retrete, y arriba, la ducha… No me negarás que es ingenioso este sistema…

Bajaron la escalera en silencio.

Franck no recuperó el habla hasta el tercer café:

– Bueno, vale, sólo una cosa entonces… Explícale de mi parte lo importante que es para mí dormir por la tarde y todo eso…

– Sí, se lo diré. Se lo diremos los dos. Pero a mi juicio eso no debería representar un problema porque ella también estará durmiendo…

– ¿Por qué?

– Trabaja de noche.

– ¿Qué hace?

– Limpia.

– ¿Qué?

– Trabaja de señora de la limpieza…

– ¿Estás seguro?

– ¿Por qué habría de mentirme?

– No sé… Lo mismo es bailarina en un bar de alterne…

– Tendría más… más curvas, ¿no?

– Sí, tienes razón… Oye, tú al final no eres tan tonto, ¿eh? -añadió, dándole una gran palmada en la espalda.

– Cu… cuidado, me… me has hecho soltar el cruasán, i… imbécil… Mira, ahora pa… parece una medusa…

A Franck le traía sin cuidado, estaba leyendo los titulares del periódico que estaba encima de la barra.

Se desperezaron los dos a la vez.

– Oye…

– ¿Qué?

– ¿Y esta tía no tiene familia?

– ¿Ves? -contestó Philibert-. Ésa es una pregunta que nunca me he permitido hacerte…

Franck levantó la vista para sonreírle.

Al llegar a sus fogones, le pidió a su pinche que le guardara un poco de caldo.

– ¡Eh!

– ¿Qué?

– Del bueno, ¿eh?

2

Camille había decidido no tomarse ya más el medio comprimido de Lexomil que el médico le había recetado para dormir. Por un lado, ya no soportaba esa especie de estado semicomatoso en el que se quedaba sumida, y por otro, no quería correr el riesgo de caer en quién sabe qué adicción. Durante toda su infancia, había visto a su madre histérica ante la sola idea de tener que dormir sin sus pastillas y esas crisis la habían traumatizado para siempre.

Acababa de despertar de otra de sus innumerables siestas, no tenía ni la más remota idea de la hora que era, pero decidió levantarse, espabilarse, y vestirse por fin para subir a su casa y ver si estaba preparada para retomar el curso de su vida allí donde la había dejado.

Al cruzar la cocina para llegar a la escalera de servicio, vio una notita debajo de una botella llena de un líquido amarillento.

Calentar en una cacerola, sobre todo que no llegue a ervir. Añadir la pasta justo antes, calentar durante 4 minutos remobiendo despacito.

No era la letra de Philibert…

Alguien había arrancado su candado y había arrasado con todo lo que poseía en este mundo, sus últimas amarras, su minúsculo reino, todo.

Instintivamente se precipitó sobre la maletita roja despanzurrada en el suelo. No, menos mal, no se habían llevado nada, y ahí seguían sus cuadernos de dibujo…

Con la boca torcida y el corazón en un puño, se puso a ordenar para ver lo que faltaba.

No faltaba nada, y no era de extrañar, pues Camille no poseía nada. Ah, sí, una radio despertador… Ea, toda esa carnicería por un chisme que había comprado en el bazar de los chinos y le había costado cuatro perras…

Recuperó su ropa, la metió toda en una caja de cartón, se agachó para coger su maleta y se marchó sin mirar atrás. Esperó a estar en la escalera para relajarse un poco.

Una vez ante la puerta de la escalera de servicio, dejó toda su impedimenta en el suelo, y se sentó en un escalón para liarse un cigarrillo. El primero en mucho tiempo… La luz se había apagado, pero no importaba, al contrario.

Al contrario, murmuró, al contrario…

Estaba pensando en esa estúpida teoría según la cual mientras uno se está hundiendo, no puede hacer nada, hay que esperar a tocar fondo para darse ese pequeño impulso tan sano con el talón, el único que permite volver a salir a la superficie…

Bueno.

Ya había tocado fondo, ¿no?

Camille miró su caja de cartón, se pasó la mano por el rostro anguloso y se apartó para dejar pasar a un bicho asqueroso que correteaba entre dos grietas.