A ver… Tranquilizadme un poco… ¿Ya había tocado fondo, no?
Cuando entró en la cocina, el que dio un respingo fue éclass="underline"
– Ah, ¿está aquí? Pensaba que estaba durmiendo…
– Hola.
– Franck Lestafier.
– Camille.
– ¿Ha… ha visto mi nota?
– Sí, pero…
– ¿Está trasladando sus cosas? ¿Necesita que le eche una mano?
– No, yo… A decir verdad sólo me queda esto… Me han robado.
– Vaya, qué putada.
– Sí, eso mismo digo yo… No se me ocurre una palabra mejor… Bueno, me vuelvo a la cama porque estoy un poco mareada, y…
– ¿Quiere que le prepare el consomé?
– ¿Cómo?
– El consomé.
– ¿Qué consomé?
– ¡Pues el caldo este! -se irritó Franck.
– Ah, perdone… No, gracias. Primero voy a dormir un poco…
– ¡Eh! -le gritó, cuando ya estaba en el pasillo-. ¡Si está mareada es justamente porque no come bastante!
Camille suspiró. Hacía falta un poco de diplomacia… Vista la pinta de bruto que tenía el tío, más valía no fastidiarla ya desde el primer día. Volvió pues a la cocina y se sentó en el otro extremo de la mesa.
– Tiene razón.
El tipo refunfuñó para el cuello de su camisa. «A ver si se aclara… Pues claro que tenía razón… Joder, ahora iba a llegar tarde…»
Le dio la espalda para ponerse manos a la obra.
Vertió el contenido de la cacerola en un plato hondo, sacó de la nevera un paquete de papel de estaño y lo abrió con mucho cuidado. Dentro había una cosa verde que empezó a cortar en pedacitos, espolvoreándolos sobre la sopa hirviendo.
– ¿Eso qué es?
– Cilantro.
– ¿Y esa pasta cómo se llama?
– Perlas de Japón.
– ¿En serio? Qué nombre más bonito…
Franck cogió su cazadora y se marchó dando un portazo, meneando la cabeza en un gesto de incredulidad:
¿En serio? Qué nombre más bonito…
Pero qué tía más tonta…
3
Camille suspiró y cogió el plato sin pensar, preguntándose quién habría sido su ladrón. ¿El fantasma del pasillo? ¿Un visitante que se habría perdido? ¿Habría entrado por el tejado? ¿Volvería? ¿Debía contárselo a Pierre?
El olor, el aroma más bien, del caldo no le dejó seguir dándole vueltas al tarro. Mmm, era maravilloso, y casi le dieron ganas de ponerse una toalla en la cabeza para inhalarlo bien. ¿Pero qué tenía esa sopa? El color era extraño. Cálido, graso, con reflejos dorados como el amarillo de cadmio… Con las perlas translúcidas y los puntitos verde esmeralda de los trocitos de hierba, daba gusto verla… Camille permaneció así unos segundos, con deferencia, la cuchara suspendida en el aire, y luego se tomó el primer sorbo, con mucho cuidado porque estaba muy caliente.
Exceptuando la infancia, se encontró en el mismo estado que Marcel Proust: «atenta a lo que en ella ocurría de extraordinario» y se terminó el plato religiosamente, cerrando los ojos entre cada cucharada.
Tal vez fuera porque se moría de hambre sin saberlo, o porque llevaba tres días esforzándose por tragarse, entre muecas, las sopas de sobre de Philibert, o tal vez fuera también porque había fumado menos, pero en todo caso, una cosa era segura: nunca en su vida había disfrutado tanto comiendo sola. Se levantó para ver si quedaba un poco en la cacerola. Desgraciadamente, no… Se llevó el plato a la boca para no perderse ni una gota, chasqueó la lengua, lavó su cubierto y cogió el paquete de pasta empezado. Con unas cuantas perlas escribió «¡Qué rico!» sobre la notita de Franck y se volvió a la cama, acariciándose la tripa bien llena.
Gracias, Jesusito.
4
El final de su convalecencia transcurrió demasiado deprisa. No veía nunca a Franck, pero sabía cuándo estaba en casa: portazos, cadena de música, televisión, conversaciones animadas al teléfono, risotadas y tacos, nada de todo aquello era natural, Camille lo notaba. Franck hacía ruido y dejaba que su vida resonara por toda la casa como un perro que mea aquí y allá para marcar su territorio. Algunas veces Camille sentía muchas ganas de volverse a su casa para recuperar su independencia y no deberle ya nada a nadie. Otras veces, no. Otras veces, sentía escalofríos ante la sola idea de volver a tumbarse en el suelo y subir los siete pisos agarrándose a la barandilla para no caer.
Era complicado.
Ya no sabía dónde estaba su lugar y aparte apreciaba mucho a Philibert… ¿Por qué tendría siempre que fustigarse y llorar con lágrimas de sangre, apretando los dientes? ¿Por su independencia? Pues vaya una conquista… Durante años sólo había soñado con eso, y total, ¿para qué? ¿Para llegar adónde? ¿A ese cuchitril, a fumar cigarrillo tras cigarrillo, rumiando su triste suerte? Qué patético. Y qué patética ella también. Iba a cumplir veintisiete años y hasta la fecha no había conseguido nada bueno. Ni amigos, ni recuerdos, ni motivo alguno para otorgarse la más mínima benevolencia. ¿Qué había pasado? ¿Por qué nunca había logrado cerrar las manos y conservar entre sus dedos dos o tres cosas un poco valiosas? ¿Por qué?
Camille estaba pensativa, y descansada. Y cuando ese curioso personaje venía a leerle libros, cuando cerraba con cuidado la puerta, levantando los ojos al cielo porque el bestia ese estaba escuchando su música «de salvaje», Camille le sonreía y por un momento escapaba al ojo del huracán…
Había vuelto a dibujar.
Porque sí.
Por nada. Por ella misma. Por gusto.
Había cogido un cuaderno nuevo, el último, y lo había domesticado empezando por plasmar en él todo cuanto la rodeaba: la chimenea, los dibujos del papel pintado, la falleba de la ventana, las sonrisas bobas de Sammy y de Scoobidoo, los marcos, los cuadros, el camafeo de la dama y la levita severa del caballero. Una naturaleza muerta de su ropa con la hebilla de su cinturón arrastrando por el suelo, las nubes, la estela de un avión, la copa de los árboles tras los hierros del balcón y un autorretrato desde su cama.
Por culpa de las manchitas del espejo y de su cabello corto, parecía un chico con varicela…
Volvía a dibujar de nuevo como respiraba. Volviendo las páginas sin pensar y parando tan sólo para verter un poco de tinta china en un pequeño cuenco y recargar el cartucho de su pluma. Hacía años que no se sentía tan tranquila, tan viva, tan sencillamente viva…
Pero lo que le gustaba por encima de todo eran los ademanes de Philibert. Parecía tan cautivado por sus historias, su rostro se volvía de pronto tan expresivo, tan encendido o tan abatido (¡ah, la pobre María Antonieta…!) que le había pedido permiso para esbozar su retrato.
Por supuesto, Philibert había tartamudeado un poco, para no faltar a la costumbre, pero pronto había olvidado el ruido de la pluma que corría sobre el papel.
Unas veces leía así:
– Pero la señora d'Étampes no vivía el amor como la señora de Châteaubriant, el mero entretenimiento no le bastaba en absoluto. Soñaba ante todo con obtener favores para ella y su familia. Tenía treinta hermanos… Con tesón, se puso manos a la obra.
»Hábil como era, supo aprovechar todos los momentos de descanso que otorgaba la necesidad de recuperar el aliento entre dos noches de amor para arrancarle al rey, colmado y jadeante, los cargos o ascensos que deseaba.
»Por fin, todos los Pisseleu llegaron a desempeñar cargos importantes y generalmente eclesiásticos, pues la amante del rey era "piadosa"…