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»Antoine Seguin, su tío materno, llegó a ser abad de Fleury-sur-Loire, obispo de Orleans, cardenal y, por fin, arzobispo de Toulouse. Charles de Pisseleu, su hermano, logró el puesto de abad de Bourgueil y el de obispo de Condom…

Philibert levantaba la cabeza:

– De Condom… No me negará que es divertido…

Y Camille se apresuraba a plasmar esa sonrisa, ese entusiasmo divertido de un joven que repasaba la historia de Francia como otros hojearían una revista porno.

Otras veces, Philibert leía:

– … como las cárceles resultaban ya insuficientes, Carrier, autócrata omnipotente, rodeado de colaboradores dignos de él, habilitó nuevas prisiones y confiscó naves en el puerto. Pronto el tifus habría de hacer estragos entre los miles de seres encarcelados en condiciones espantosas. Como la guillotina no funcionaba al ritmo deseado, el procónsul ordenó que se fusilara a miles de presos y añadió a los pelotones de ejecución un «cuerpo de enterradores». Después, como los prisioneros seguían llegando a las ciudades, inventó los ahogamientos.

»Por su parte, el general de brigada Westermann escribe: " La Vendée ya no existe, ciudadanos republicanos. Ha perecido, bajo nuestro sable libre, con sus mujeres y sus niños. Acabo de enterrarla en los pantanos y en los bosques de Savenay. Siguiendo las órdenes que me habían dado, he aplastado a los niños bajo los cascos de los caballos, y asesinado en masa a las mujeres, y así, al menos éstas ya no alumbrarán más bandidos. No tengo un solo prisionero que reprocharme."

Y no había nada más que dibujar que una sombra en el rostro tenso de Philibert.

– ¿Me está escuchando o está dibujando?

– Lo escucho mientras dibujo…

– Este Westermann… Mire por dónde, este monstruo que sirvió a su nueva patria con tanto fervor será capturado junto con Dalton unos meses más tarde y decapitado con él…

– ¿Por qué?

– Acusado de cobardía… Era un tibio…

Otras veces, pedía permiso para sentarse en la butaca al pie de la cama y ambos leían en silencio.

– ¿Philibert?

– Mmm…

– Eso de las postales…

– ¿Sí?

– ¿Va a durar mucho?

– ¿Perdón?

– ¿Por qué no hace de la Historia su profesión? ¿Por qué no intenta ser historiador, o profesor? ¡Podría usted enfrascarse en todo estos libros durante sus horas de trabajo, y encima le pagarían por ello!

Philibert dejó el libro sobre la pana desgastada de sus rodillas huesudas y se quitó las gafas para frotarse los ojos:

– Lo intenté… Soy licenciado en Historia, y me presenté tres veces a las oposiciones para Archivos y Bibliotecas, pero suspendí…

– ¿No era lo suficientemente bueno?

– ¡Oh, sí que lo era! Bueno… -dijo, poniéndose colorado-, eso creo… Lo creo humildemente, pero… Nunca he podido aprobar un examen… Me angustio demasiado… Cada vez que lo intento pierdo el sueño, la vista, el pelo, ¡hasta los dientes!, y todas mis capacidades. Leo las preguntas, sé las respuestas, pero soy incapaz de escribir una sola línea. Me quedo petrificado ante la hoja en blanco…

– Pero aprobó el examen de bachillerato, ¿no? ¿Y la licenciatura?

– Sí, pero a qué precio… Y nunca a la primera… Bueno, y además era verdaderamente fácil… La licenciatura la obtuve sin haber pisado jamás la Sorbona… o sólo para escuchar clases magistrales de grandes profesores a los que admiraba y que no tenían nada que ver con mi programa de estudios…

– ¿Qué edad tiene?

– Treinta y seis años.

– Pero, con una licenciatura, en esa época habría podido ser profesor, ¿no?

– ¿Me imagina usted en un aula con treinta chavales?

– Sí.

– No. La sola idea de dirigirme a un público, por restringido que sea, me da escalofríos. Tengo… tengo dificultades para… para desenvolverme en sociedad, creo…

– ¿Y en el colegio? ¿Cuando era pequeño?

– No fui al colegio hasta sexto. Y encima, me metieron interno… Fue un año horrible. El peor de mi vida… Como si me hubieran tirado a una piscina sin saber nadar…

– ¿Y después?

– Después, nada. Sigo sin saber nadar…

– ¿En sentido literal o metafórico?

– En ambos, mi general.

– ¿Nunca le enseñaron a nadar?

– No. ¿Para qué?

– Pues… para nadar…

– Culturalmente, provenimos más bien de una generación de soldados de infantería y artillería, ¿sabe…?

– ¿Pero qué me está usted contando? ¡No le hablo de dirigir una batalla! ¡Le hablo de ir a la playa! Y para empezar, ¿por qué no fue antes al colegio?

– Era mi madre quien nos daba clase…

– ¿Cómo la de san Luis?

– Exactamente.

– ¿Cómo se llamaba, que no me acuerdo?

– Blanca de Castilla…

– Sí, eso. ¿Y por qué? ¿Vivían demasiado lejos?

– Había una escuela pública en el pueblo de al lado, pero sólo estuve en ella unos pocos días…

– ¿Por qué?

– Porque era pública, justamente…

– ¡Ah! Otra vez esa historia de Bleus, ¿no es eso?

– Eso es…

– ¡Eh, pero eso era hace dos siglos! ¡Desde entonces las cosas han evolucionado!

– Que hayan cambiado es innegable. Pero evolucionado… No… no estoy tan seguro…

– …

– ¿La escandalizo?

– No, no, respeto sus… sus…

– ¿Mis valores?

– Sí, si quiere, si la palabra le parece adecuada. Pero entonces, ¿de qué vive?

– ¡Vendo postales!

– Eso es absurdo… No tiene sentido…

– ¿Sabes?, en comparación con mis padres, yo estoy muy… muy evolucionado, como dice usted, he tomado ciertas distancias al fin y al cabo.

– ¿Y sus padres cómo son?

– Pues…

– ¿Como si estuvieran disecados? ¿Embalsamados? ¿Metidos en un frasco de formol con flores de lis?

– Algo de eso hay, en efecto… -contestaba Philibert, divertido.

– ¿¡No me irá a decir que se desplazan en una silla con porteadores, no!?

– No, ¡pero porque ya no encuentran porteadores!

– ¿Qué hacen?

– ¿Cómo?

– ¿En qué trabajan?

– Son propietarios agrícolas.

– ¿Nada más?

– Es mucho trabajo, ¿sabe…?

– Pero… ¿son ustedes muy ricos?

– No, en absoluto. Al contrario…

– Esto es increíble… ¿Y cómo pudo sobrevivir en el internado?

– Gracias al Gaffiot.

– ¿Y ése quién es?

– No es nadie, es un diccionario de latín muy gordo que metía en la cartera, para utilizarla como honda. Cogía la cartera por la correa, le daba vueltas y… ¡zaca!, descalabraba al enemigo…

– ¿Y luego?

– ¿Luego, qué?

– ¿Actualmente?

– Pues bien, querida mía, actualmente la cosa es muy sencilla, tiene ante sí un magnífico ejemplar de Homo Degeneraris, es decir, ¡un ser en absoluto apto para la vida en sociedad, totalmente aislado, ridículo y anacrónico!

Philibert se reía.

– ¿Cómo se las va a apañar?

– No lo sé.

– ¿Va a un psiquiatra?

– No, pero he conocido a una chica en mi lugar de trabajo, una especie de locuela divertida e insistente que está venga a decirme que la acompañe una tarde a su taller de teatro. Ella ha probado todos los psiquiatras posibles e imaginables, y sostiene que el teatro es el más eficaz…

– ¿En serio?

– Según ella, sí…

– ¿Y no sale usted nunca? ¿No tiene amigos? ¿Ninguna afición? ¿Ningún… contacto con el siglo veintiuno?

– No. No muchos, no… ¿Y usted?

5

La vida retomó pues su curso. Camille se enfrentaba al frío al caer la noche, cogía el metro en sentido contrario a la multitud que volvía del trabajo y observaba todos esos rostros extenuados.