Esas madres que se quedaban dormidas con la boca abierta contra los cristales llenos de vaho antes de ir a recoger a sus hijos a zonas ajardinadas de la periferia, esas señoras cargadas de bisutería que pasaban bruscamente las hojas de sus revistas de televisión, humedeciéndose cada tanto sus dedos índices demasiado puntiagudos, esos señores calzados con mocasines y calcetines de colorines que subrayaban con rotuladores fluorescentes informes improbables suspirando ruidosamente, y esos jóvenes ejecutivos de piel grasa que se entretenían partiendo ladrillos en las pantallitas de sus móviles de prepago…
Y todos los demás, los que no tenían nada mejor que hacer que agarrarse instintivamente a las barras de seguridad para no perder el equilibrio… Los que no veían nada ni a nadie. Ni los anuncios de Navidad -días de oro, regalos de oro, salmón a precio de saldo y foie a precio de mayorista-, ni el periódico del vecino, ni al pesado de turno con la mano tendida y su lamento nasal mil veces repetido, y ni siquiera a esa joven sentada justo delante, que bosquejaba sus miradas inexpresivas y los pliegues de sus gabardinas grises…
Después, Camille intercambiaba cuatro palabras sin importancia con el guardia de seguridad del edificio, se cambiaba de ropa apoyándose en su carrito de limpieza, se ponía un pantalón de chándal sin forma, una bata de nailon turquesa Profesionales a su servicio, e iba entrando en calor trabajando como una loca antes de volver a enfrentarse al frío, fumarse el enésimo cigarrillo del día y coger el último metro.
Cuando la vio, SuperJosy se metió los puños hasta el fondo de los bolsillos y le plantó una mueca casi dulce:
– Caray… Ha vuelto el fantasma… Adiós a mis diez euros… -masculló.
– ¿Cómo?
– Una apuesta con las chicas… Pensaba que no iba a volver…
– ¿Por qué?
– No sé, tenía esa corazonada… ¡Pero nada, los pago y no se hable más! Bueno, y ahora basta de charla y a trabajar. Con este tiempo de perros, nos lo ponen todo perdido. Una se pregunta si esta gente no ha aprendido nunca para qué sirve un felpudo… Mire, mire, ¿ha visto cómo está el vestíbulo?
Mamadou se acercó arrastrando los pies:
– Eh, tú has dormido como un bebé toda la semana, ¿a que sí?
– ¿Cómo lo sabes?
– Por tu pelo. Ha crecido muy deprisa…
– ¿Y tú estás bien? No tienes muy buena cara…
– Estoy bien, estoy bien…
– ¿Hay algo que te preocupa?
– Que si hay algo que me preocupa, dice… Tengo varios críos enfermos, un marido que se juega la paga, una cuñada que me pone de los nervios, un vecino que se ha cagado en el ascensor, y me han cortado el teléfono, pero quitando eso, todo bien…
– ¿Por qué lo ha hecho?
– ¿Quién?
– El vecino.
– Por qué, eso no lo sé, pero ya le he avisado, ¡la próxima vez que lo haga, le hago comerse la mierda! ¡Eso te lo aseguro! ¿Y de qué te ríes, si se puede saber…?
– ¿Qué les pasa a tus hijos?
– Uno tiene tos, y el otro gastroenteritis… Bueno, vamos a dejar de hablar de esto porque me pongo triste, y cuando me pongo triste, no valgo pa' na'…
– ¿Y tu hermano? ¿No los puede curar con toda esa magia que sabe?
– ¿Y los caballos? ¿No te parece que también podría saber cuáles van a ganar? Mira, no me hables de ese vaina…
El cochino de la quinta planta debía de haberse avergonzado de verdad pues su despacho estaba más o menos ordenado. Camille dibujó un ángel visto de espaldas, con un par de alas por encima del traje y una bonita aureola.
En el piso también, cada uno empezaba a encontrar su lugar. Los movimientos incómodos del principio, ese ballet incierto y todos esos gestos torpes se fueron transformando poco a poco en una coreografía discreta y rutinaria.
Camille se levantaba a última hora de la mañana, pero se las apañaba siempre para estar en su habitación hacia las tres, cuando Franck volvía del trabajo. Éste se marchaba de nuevo hacia las seis y media y a veces se cruzaba en la escalera con Philibert. Camille tomaba el té con él, o una cena ligera antes de marcharse a su vez al trabajo, del cual nunca volvía antes de la una de la madrugada.
A esa hora Franck aún no se había ido a la cama, escuchaba música o veía la tele. Efluvios de hierba se colaban por debajo de su puerta. Camille se preguntaba cómo conseguía aguantar ese ritmo de locos, y muy pronto tuvo la respuesta: no lo aguantaba.
Entonces, inevitablemente, a veces estallaba. Se ponía a gritar como un loco al abrir la nevera porque la comida estaba mal ordenada, o mal embalada, y entonces Franck la dejaba sobre la mesa, tirando de paso la tetera, y regañándolos, furioso:
– ¡Joder! ¿Cuántas veces hay que deciros las cosas? ¡La mantequilla tiene que ir en una mantequillera porque coge todos los olores! ¡Y el queso, igual! ¡El film transparente está para algo, hostia! ¿Y esto qué es? ¿Lechuga? ¿Por qué la dejáis en una bolsa de plástico? ¡Las bolsas lo echan todo a perder! ¡Te lo he dicho mil veces, Philibert! ¿Dónde están todos los envases que os traje el otro día? Bueno, ¿y esto? Ese limón de ahí… ¿qué coño hace en el compartimiento de los huevos? Un limón empezado hay que embalarlo, o darle la vuelta sobre un plato, ¿capito?
Luego se marchaba con su cerveza, y nuestros dos criminales esperaban a oír el portazo antes de retomar su conversación:
– Pero de verdad dijo: «Si no hay pan, que les den bollos…»
– Pero claro que no, por Dios… ella nunca hubiera pronunciado una estupidez así… Era una mujer muy inteligente, ¿sabe…?
Por supuesto, podrían haber dejado sus tazas de té, suspirando, y haberle replicado que se le veía muy nervioso para no comer nunca en casa y no utilizar la nevera más que para poner a enfriar sus cervezas… Pero no, no valía la pena.
Ya que le gustaba gritar, pues que gritara.
Que gritara.
Y además, Franck no esperaba más que eso. La más mínima ocasión para saltarles a la yugular. A Camille sobre todo. La tenía enfilada, y cada vez que se cruzaba con ella, le ponía una cara de odio de aquí te espero. Por mucho que Camille se pasara la mayor parte del tiempo en su habitación, a veces se cruzaban en un pasillo, y entonces ella se hundía bajo el peso de todas esas vibraciones asesinas que, según su humor, le hacían sentirse terriblemente incómoda, o le arrancaban una media sonrisa.
– ¿Y ahora qué pasa? ¿De qué coño te ríes? Te hace gracia mi careto, ¿o qué?
– No, no. No me río por nada, por nada…
Y Camille se apresuraba a pasar a otra cosa.
En las zonas comunes Camille se mantenía a raya. Deje este lugar tan limpio como le gustaría encontrarlo al entrar, se encerraba en el cuarto de baño cuando Franck no estaba en casa, escondía todos sus productos de belleza, pasaba dos veces mejor que una la bayeta por la mesa de la cocina, vaciaba su cenicero en una bolsita de plástico que se tomaba la molestia de cerrar con un nudo antes de tirarla a la basura, trataba de pasar lo más desapercibida posible, se hacía pequeñita, esquivaba los golpes, pero siempre terminaba por preguntarse si al final no acabaría marchándose antes de lo previsto…
Volvería a pasar frío, qué se le iba a hacer, pero ya no tendría que aguantar a ese gilipollas, qué alivio.
Philibert se entristecía mucho:
– Pero Ca… Camille… Es usted de… demasiado inteligente para de… dejarse impresionar por este… este zangolotino, por Dios… Está usted por… por encima de todo esto, ¿no se da cuenta?
– Pues no, justamente. Estoy exactamente al mismo nivel. Y por eso duele tanto…