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Estaba demasiado nervioso para poder dormir. Seguía acercando el sillón a su cama, buscaba las palabras adecuadas, frases, anécdotas, chorradas y luego, cansado, terminaba por encender la televisión. No le prestaba atención, miraba el reloj que había detrás en la pared y contaba las horas que le quedaban de estar allí: dentro de dos horas me largo, dentro de una hora me largo, dentro de veinte minutos…

Como cosa excepcional, aquella semana se presentó un domingo porque Potelain no lo necesitaba en el curro. Atravesó deprisa el vestíbulo, encogiéndose apenas de hombros al descubrir la nueva decoración chillona y a todos esos pobres viejos con sombreritos de fiesta.

– ¿Qué pasa, es carnaval o qué? -le preguntó a la señora de bata blanca que subió con él en el ascensor.

– Estamos ensayando una pequeña función navideña… Es usted el nieto de la señora Lestafier, ¿verdad?

– Sí.

– Su abuela no coopera demasiado…

– ¿Ah, no?

– No. No mucho que digamos… Es más terca que una mula…

– Yo creía que sólo era así conmigo. Pensaba que con ustedes sería más… mmm… más fácil…

– Oh, con nosotros es encantadora. Una joya. Amabilísima. Pero con los demás ancianos, en cambio… No quiere verlos y antes prefiere quedarse sin almorzar que bajar al comedor…

– ¿Y entonces? ¿No come?

– Bueno, al final hemos acabado cediendo… Se queda en su habitación…

Como no lo esperaba hasta el día siguiente, Paulette se sorprendió al verlo allí y no tuvo tiempo de ponerse la máscara de anciana ultrajada. Por una vez, no estaba en la cama, tiesa como un palo, sino sentada junto a la ventana, cosiendo algo.

– ¿Abuela?

Vaya, le hubiera gustado adoptar su expresión de reproche, pero no pudo reprimir una sonrisa.

– ¿Estás mirando el paisaje?

Casi le dieron ganas de decirle la verdad: «¿Me tomas el pelo? ¿Qué paisaje? No. Estoy atenta, esperando verte aparecer. Me paso los días así… Incluso cuando sé que no vas a venir, aquí estoy. Aquí estoy siempre… ¿Sabes?, ahora ya reconozco el ruido de tu motocicleta a lo lejos y espero hasta ver que te quitas el casco para meterme en la cama y presentarte mi fachada de enfado…» Pero se contuvo y se contentó con refunfuñar.

Franck se dejó caer a sus pies y apoyó la espalda contra el radiador.

– ¿Estás bien?

– Mmm.

– ¿Qué estás haciendo?

– …

– ¿Estás cabreada?

– …

Se miraron fijamente sin decir nada durante quince minutos por lo menos, y después Franck se rascó la cabeza, cerró los ojos, suspiró, se movió un poco para colocarse delante de ella, y soltó con voz monocorde:

– Escúchame, Paulette Lestafier, escúchame bien:

»Vivías sola en una casa que adorabas y que yo también adoraba. Todas las mañanas te despertabas al alba, te preparabas tu malta y te la tomabas mirando el color de las nubes para saber qué tiempo haría. Luego dabas de comer a tus animalitos, ¿no?: a tu gato, a los gatos de los vecinos, a tus petirrojos, a tus patos y a todos los gorriones de la creación. Cogías las tijeras de podar, y aseabas a tus flores antes de asearte tú. Te vestías, y esperabas la visita del cartero o del carnicero. El gordo de Michel, ese caradura que siempre te cortaba filetes de 300 gramos cuando se los habías pedido de 100, y eso que sabía muy bien que ya no tenías buena dentadura… ¡Pero tú no decías nada! Por miedo a que el martes siguiente se olvidara de tocar el claxon… El resto de la carne lo ponías en la olla para dar sabor a la sopa. Hacia las once cogías tu cesta y te acercabas al café de Grivaud para comprar el periódico y tu pan de dos libras. Hace tiempo que ya no te lo comías, pero seguías comprándolo… Por costumbre… Y para dárselo a los pájaros… A menudo te encontrabas con una amiga de toda la vida que se había leído las esquelas antes que tú, y hablabais de vuestros muertos suspirando. Después, le dabas noticias mías. Aunque no tuvieras… Para esa gente, yo ya era tan famoso como Bocuse, ¿verdad? Vivías sola desde hace casi veinte años, pero seguías poniéndote un mantel limpio, una vajilla bonita, una copa para el agua y flores en un jarrón. Si mal no recuerdo, en primavera eran anémonas, en verano, reinas margaritas, y en invierno comprabas un ramo en el mercado, repitiéndote en cada comida que era muy feo y demasiado caro… Por la tarde te echabas una siestecita en el sofá, y tu gato aceptaba subirse a tus rodillas durante unos segundos. Luego terminabas lo que habías empezado por la mañana en el jardín o en el huerto. Ay, el huerto… Ya no hacías gran cosa allí, pero con todo aún te daba de comer un poco y no te gustaba que Yvonne comprara las zanahorias en el supermercado. Para ti, era el colmo de la deshonra…

»Las noches ya se te hacían un poquitín más largas, ¿verdad? Esperabas que te llamara, pero yo no lo hacía, entonces encendías la tele, hasta que todas esas tonterías te dieran sueño. La publicidad te hacía despertar sobresaltada. Dabas una vuelta por la casa, arropándote bien en tu chal, y cerrabas las persianas. Ese ruido, el ruido de las persianas que crujen en la penumbra lo oyes todavía, y lo sé porque a mí me pasa igual. Ahora vivo en una ciudad tan agotadora que ya no se oye nada, pero esos ruidos, el de las persianas de madera y el de la puerta del cobertizo, me basta aguzar el oído para oírlos…

»Es verdad, no te llamaba, pero pensaba en ti, ¿sabes…? Y cada vez que iba a verte no necesitaba los informes de la santa de Yvonne que me llevaba aparte, apretándome el brazo, para comprender que todo eso se estaba yendo al garete… No me atrevía a decirte nada, pero me daba perfecta cuenta de que el jardín no estaba tan arreglado como antes, ni el huerto tan bien cuidado… Me daba cuenta de que tú ya no eras tan coqueta, que tu pelo tenía un color verdaderamente raro y que llevabas la falda del revés. Veía que tenías sucios los fogones, que los jerseys feísimos que seguías tejiéndome estaban llenos de agujeros, que llevabas medias descabaladas y que te dabas golpes con todo… Sí, no me mires así, abuela… Siempre he visto esos cardenales enormes que intentabas esconder debajo de tus rebecas…

»Te podría haber dado la tabarra mucho antes con todo esto… Obligarte a ir al médico, y regañarte para que dejaras de cansarte jardineando con esa vieja azada que ya no podías ni levantar, habría podido pedirle a Yvonne que te vigilara, que te controlara y me mandara los resultados de tus análisis de sangre… Pero no, me decía a mí mismo que era mejor dejarte en paz, y que cuando ya no estuvieras bien, por lo menos no te arrepentirías de nada, y yo tampoco… Por lo menos habrías vivido bien. Feliz. Tranquila. Hasta el final.

»Ahora, ha llegado ese día. Aquí estamos… y tienes que resignarte, abuela. En lugar de estar de morros conmigo, tendrías que pensar en la suerte que has tenido de vivir más de ochenta años en una casa tan bonita y…

Paulette lloraba.

– … y además eres injusta conmigo. ¿Acaso tengo yo la culpa de estar lejos, y de estar solo? ¿Acaso tengo yo la culpa de que seas viuda? ¿Acaso tengo yo la culpa de que no hayas tenido más hijos que la loca de mi madre para que se ocuparan ahora de ti? ¿Acaso tengo yo la culpa de no tener hermanos para repartirnos los días de visita?

»No, yo no tengo la culpa. Mi única culpa es haber elegido un trabajo tan mierda. Aparte de currar como un esclavo, no puedo hacer nada, ¿y lo peor sabes qué es?, que aunque quisiera, no sabría hacer otra cosa… No sé si te das cuenta, pero trabajo todos los días salvo los lunes, y ese día, vengo aquí a verte. Venga, no te hagas la sorprendida… Ya te había dicho que los domingos hago horas extra para pagarme la moto, así que ya ves, no tengo un solo día para dormir hasta las tantas… Todas las mañanas entro a currar a las ocho y media, y por la noche nunca termino antes de las doce… Por eso tengo que dormir un rato por la tarde porque si no, no aguanto.