– Mola un montón, sabes… Es precioso… Está súper bien dibujado… Es… bueno, o sea… Yo no es que entienda mucho de esto, ¿eh? No entiendo nada, vamos. Pero llevo casi dos horas esperándote aquí, en esta cocina donde hace una rasca que te cagas, y el tiempo se me ha pasado volando. No me he aburrido ni un segundo. He… he mirado todas esas caras… Mi Philou, y toda esa peña… Qué bien los has captado, qué guapos haces que sean todos… Y el piso… Yo hace más de un año que vivo aquí y pensaba que estaba vacío, o sea, no veía nada… Y tú, tú… Vamos, que mola un montón…
– …
– Pero tía, ¿y ahora por qué lloras?
– Los nervios, creo…
– Joder, pues vaya… ¿Quieres otra cerveza?
– No, gracias. Me voy a ir a la cama…
Cuando estaba en el cuarto de baño, lo oyó aporrear la puerta de la habitación de Philibert, gritando:
– ¡Venga, tío! Tranqui. ¡Está aquí, no se ha largado! ¡Ya puedes ir a mear, si quieres!
A Camille le pareció ver que el marqués le sonreía entre patilla y patilla al apagar la luz, y se quedó dormida inmediatamente.
10
El tiempo había mejorado un poco. Había una alegría, una ligereza, something in the air. La gente iba corriendo de un lado a otro para comprar regalos y Josy Bredart se había teñido el pelo de nuevo. Unos reflejos caoba preciosos que hacían resaltar la montura de sus gafas. Mamadou también se había puesto unas extensiones fantásticas. Les había dado una lección de peluquería una noche, entre planta y planta, mientras brindaban las cuatro con una botella de champán que habían comprado con el dinero de la apuesta.
– ¿Pero cuánto te tiras en la peluquería para que te depilen así toda la frente?
– Oh… Tampoco mucho… Dos o tres horas a lo mejor… Hay peinados que llevan mucho más tiempo, ¿sabes? A mi Sissi le llevó más de cuatro horas…
– ¡Más de cuatro horas! ¿Y qué hace durante todo ese tiempo? ¿Se porta bien?
– ¡Pues claro que no se porta bien! Hace como nosotras, se divierte, come, y nos escucha contar nuestras historias… Nosotros contamos muchas historias… Mucho más que vosotros…
– ¿Y tú, Carine? ¿Que vas a hacer en Navidad?
– Voy a engordar dos kilos. ¿Y tú, Camille, qué vas a hacer en Navidad?
– Yo voy a perder dos kilos… No, es broma…
– ¿La celebras con tu familia?
– Sí -les mintió.
– Bueno, basta de charla y a trabajar… -dijo SuperJosy, dándose golpecitos en la esfera del reloj.
¿Como se llama?, leyó Camille sobre el escritorio.
Tal vez era pura coincidencia, pero la foto de su mujer y de sus hijos había desaparecido. Mmm, qué chico más previsible… Camille tiró la hoja y pasó el aspirador.
También en el piso el ambiente era algo más relajado. Franck ya no dormía allí y pasaba como un rayo cuando venía a echarse la siesta por la tarde. Ni siquiera había desembalado su nuevo equipo de música.
Philibert no hizo nunca la menor alusión a lo que se había tramado a sus espaldas la noche en que se fue a su conferencia sobre Napoleón. Era una persona que no toleraba el más mínimo cambio. Su equilibrio pendía de un hilo, y Camille apenas empezaba a ser consciente de la gravedad de su acto la noche en que fue a buscarla a su buhardilla… Lo violento que tenía que haber sido para él… También pensaba en lo que Franck le había dicho de que se medicaba…
Philibert le anunció que se tomaba unas vacaciones y que estaría fuera hasta mediados de enero.
– ¿Se marcha a su castillo?
– Sí.
– ¿Le hace ilusión?
– Bueno, me alegra volver a ver a mis hermanas…
– ¿Cómo se llaman?
– Anne, Marie, Catherine, Isabelle, Aliénor y Blanche.
– ¿Y su hermano?
– Louis.
– Todo nombres de reyes y de reinas…
– Pues sí…
– ¿Y el suyo?
– Oh, yo… Yo soy el patito feo…
– No diga eso, Philibert… Mire, yo no entiendo nada de todas esas historias suyas de la aristocracia, y eso de los apellidos rimbombantes a mí nunca me ha interesado mucho. Si quiere que le diga la verdad, me parece incluso un pelín ridículo, un poco… anticuado, pero una cosa está muy clara: usted es un príncipe. Un verdadero príncipe.
– Oh -dijo él, ruborizándose-, un hidalguito nada más, un hidalgüelo de provincias, como mucho…
– Un hidalguito, sí, eso es exactamente… Y dígame, ¿cree que el año que viene ya podremos tutearnos?
– ¡Ah! ¡Ya saltó otra vez mi querida sufragista! Siempre queriendo revoluciones… A mí me va a costar tutearla, ¿sabe…?
– A mí, no. A mí me encantaría decirle: Philibert, te agradezco mucho todo lo que has hecho por mí, porque no lo sabes, pero, en cierta manera, me has salvado la vida…
Philibert no contestó nada, y una vez más, bajo la mirada.
11
Camille se levanto temprano para acompañarlo a la estación. Estaba tan nervioso que tuvo que arrancarle el billete de las manos para validarlo por él. Fueron a tomarse un chocolate, pero Philibert ni lo probó. Conforme se iba acercando la hora de su tren, Camille veía cómo se le crispaba la cara. Sus tics nerviosos habían vuelto, y era de nuevo el pobre infeliz del supermercado. Un chico alto, nervioso y torpe que tenía que meterse las manos en los bolsillos para no arañarse la cara cuando se ajustaba las gafas.
Camille le puso la mano en el brazo.
– ¿Se encuentra bien?
– S… sí, mu… muy bien, e… está al t… tanto de la hora, ¿verdad?
– Eeeeh -le dijo ella-. Eeeeh… Tranquilo… Tranquilo…
Philibert trató de asentir con la cabeza.
– ¿Tanto le agobia reunirse con su familia?
– N… no -contestó, a la vez que decía que sí con la cabeza.
– Piense en sus hermanitas…
Philibert le sonrió.
– ¿Cual es su preferida?
– La… la pequeña…
– ¿Blanche?
– Sí.
– ¿Es guapa?
– Es… es más que eso todavía… Es… es dulce conmigo…
No fueron capaces de besarse, pero Philibert la cogió por el hombro en el andén:
– Se… se va a cuidar mucho, ¿verdad?
– Sí.
– ¿Se… se va con su familia?
– No…
– ¿Ah, no? -preguntó con una mueca.
– Yo no tengo hermanita que me haga soportable todo lo demás…
– Ah…
Asomado a la ventanilla, Philibert la sermoneó:
– ¡So… sobre todo no se deje impresionar por nuestro cocinerito, eh!
– Qué va, qué va… -lo tranquilizó Camille.
Philibert añadió algo, pero Camille no lo oyó por culpa de la megafonía. En la duda, dijo que sí con la cabeza, y el tren arrancó.
Decidió volver a pie y se equivocó de camino sin darse cuenta. En lugar de tomar a la izquierda y bajar por el bulevar Montparnasse hasta llegar a la Academia Militar, siguió todo recto y fue a parar a la calle Rennes. Fue por culpa de las tiendas, las guirnaldas, la animación…
Camille era como un insecto; la atraía la luz y la sangre caliente de la muchedumbre.
Tenía ganas de ser parte de esa multitud, de ser como toda esa gente, de ir con prisa, de estar emocionada y atareada. Tenía ganas de entrar en las tiendas y comprar tonterías para mimar a las personas a las que quería. Aflojó el paso para preguntarse: ¿a quien quería? Vamos, vamos, se reprendió, subiéndose el cuello de la chaqueta, no empieces, anda, están Pierre y Mathilde, Philibert, y tus amigas de Todoclean… Aquí, en esta tienda de bisutería seguro que encuentras alguna cosita para Mamadou, que es tan coqueta… Y por primera vez desde hacía mucho tiempo, hizo lo mismo que todo el mundo, y al mismo tiempo: se paseó por las calles, calculando su paga extra… Por primera vez en mucho tiempo, no pensaba en el día de mañana. Y no era una simple expresión. El día de mañana, o sea, el día siguiente.