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Por primera vez desde hacía mucho tiempo, el día siguiente le parecía… posible e imaginable. Sí, eso era exactamente: posible e imaginable. Tenía un lugar en el que le gustaba vivir. Un lugar extraño y singular, como las personas que lo habitaban. Camille apretaba con fuerza las llaves que tenía en el bolsillo, pensando en las semanas que acababan de pasar. Había conocido a un extraterrestre. Un ser generoso, anacrónico, que estaba a mil leguas del mundo real, y no parecía vanagloriarse en absoluto de ello. También estaba el cabeza de chorlito del otro. Bueno, con él sería todo más complicado… Quitando sus historias de motos y de cacerolas, Camille no veía muy bien qué más se podía sacar de él, pero por lo menos le había emocionado su cuaderno, bueno, tanto como emocionado… qué exagerada, digamos que le había llamado la atención. Era más complicado, y a la vez podía ser más sencillo: el manual de instrucciones parecía bastante básico…

Sí, había progresado, pensaba Camille, pisando huevos detrás de la gente.

El año anterior por esa época se encontraba en un estado tan lamentable que no había sabido decirle su nombre al tío del Samur que la había recogido en la calle, y el año anterior, estaba trabajando tanto que ni se había dado cuenta de que era Navidad; su «benefactor» se abstuvo de recordárselo no fuera a ser que perdiera el ritmo… Así que lo podía decir, ¿no? Podía pronunciar esas pocas palabras que no hace tanto tiempo se le hubieran quedado atragantadas en la garganta: estaba bien, se encontraba bien y la vida era bella. Uf, por fin lo había dicho. Anda, tonta, no te pongas colorada. No te des la vuelta. Tranquila, nadie te ha oído pronunciar estas locuras.

Tenía hambre. Entró en una panadería y se compró unos pastelillos. Unas cositas riquísimas, ligeras y dulces. Se chupó largo rato los dedos antes de atreverse a volver a entrar en una gran superficie, donde encontró regalitos para todo el mundo. Un perfume para Mathilde, bisutería para las chicas, unos guantes para Philibert, y unos puros para Pierre. ¿Se podía ser más convencional? No. Eran los regalos de Navidad más tontos del mundo, pero eran perfectos.

Terminó sus compras cerca de la plaza de Saint-Sulpice y entró en una librería. Eso también era la primera vez que lo hacía en mucho tiempo… Ya no se atrevía a aventurarse en ese tipo de sitios. Era difícil de explicar, pero le hacía demasiado daño, era… No, no podía decir eso… Ese abatimiento, esa cobardía, ese riesgo que ya no quería correr… Entrar en una librería, ir al cine, ver exposiciones o echar una ojeada a los escaparates de las galerías de arte era tocar con el dedo su mediocridad, su pusilanimidad, y recordar que había tirado la toalla un día de desesperación y que desde entonces ya nunca la había recuperado…

Entrar en cualquiera de esos lugares cuya legitimidad dependía de la sensibilidad de algunos era recordar que su vida era vana…

Camille prefería las secciones de cualquier gran superficie.

¿Quien podía entender eso? Nadie.

Era una batalla personal. La más invisible de todas. La más desgarradora también. ¿Y cuántas noches de trabajo, de soledad y de limpiar retretes tendría que infligirse todavía para salir vencedora?

Al principio evitó la sección de Bellas Artes, que conocía de memoria por haberla frecuentado mucho en la época en que intentaba estudiar en la facultad del mismo nombre, y luego, más tarde, con fines menos gloriosos… De hecho, no tenía intención de visitar esa sección. Era demasiado pronto. O demasiado tarde justamente. Era como esa historia de tocar fondo e impulsarse hacia arriba… ¿Tal vez estaba en un momento de su vida en el que ya no podía contar con la ayuda de los grandes maestros?

Desde que había tenido edad para sujetar un lápiz, le habían repetido que tenía talento. Mucho talento. Demasiado. Era muy prometedora, demasiado lista o demasiado mimada. A menudo, sinceros, otras veces más ambiguos, esos halagos no la habían llevado a ninguna parte, y ahora, cuando ya sólo valía para llenar frenéticamente de bosquejos cuaderno tras cuaderno, como una obsesa, Camille se decía que no le importaría nada cambiar esas dos toneladas de talento por un poco de inocencia. O por una pizarra mágica, por ejemplo… Una pasada y, ¡hala!, borrarlo todo. Adiós técnica, adiós referencias, adiós talento, adiós todo. A empezar de cero.

Así que mira, el bolígrafo se coge entre los dedos índice y pulgar… No, de hecho, lo puedes coger como te dé la gana. Luego, es muy fácil, ya no tienes que pensar en nada. Tus manos ya no existen. Ya no son lo importante. No, así no está bien, sigue siendo demasiado bonito. No se te pide que hagas algo bonito, ¿sabes…? Lo bonito nos trae sin cuidado. Para eso ya están los dibujos de los niños y el papel cuché de las revistas. Eh, tú, genio, tú que crees que tienes tanto talento pero estas vacía por dentro, ponte unas manoplas, hala, que sí, que te las pongas te digo, y quizá por fin verás que dibujarás un círculo fallido casi perfecto…

Camille deambuló pues entre los libros. Se sentía perdida. Había tantos, y hacía tanto tiempo que había perdido el hilo de la actualidad que todas esas fajas rojas en las portadas la mareaban. Miraba las cubiertas, leía las sinopsis, comprobaba la edad de los autores, haciendo una mueca cuando veía que habían nacido después que ella. No era un método de selección muy bueno que digamos… Se dirigió hacia la sección de libros de bolsillo. El papel de mala calidad y la letra pequeña la intimidaban menos. La portada de ese libro, en la que salía un niño con gafas de sol, era muy fea, pero el principio de la historia le gustaba:

«Si tuviera que resumir mi vida con un solo hecho, esto es lo que diría: tenía siete años cuando el cartero me atropelló la cabeza. Ningún otro acontecimiento habrá sido más formador para mí. Mi existencia caótica, tortuosa, mi cerebro enfermo y mi fe en Dios, mis agarradas con las alegrías y las penas, todo eso, de una forma o de otra, se deriva de ese instante en el que, una mañana de verano, la rueda trasera izquierda del todoterreno de Correos aplastó mi cabeza de niño contra la gravilla ardiente de la reserva apache de San Carlos.»

No estaba mal, no… Además el libro era un buen tocho, bien gordo y bien denso. Había diálogos, fragmentos de cartas y unos bonitos subtítulos. Siguió hojeándolo y, al final del primer tercio aproximadamente, leyó lo siguiente:

«"Gloria", dijo Barry, adoptando su tono doctoral. "Éste es tu hijo Edgar. Hace tiempo que aguarda el momento de volver a verte."

»Mi madre miró a todos lados, salvo hacia mí. "¿Queda alguna todavía?", le preguntó a Barry con una vocecita aguda que me encogió el estomago.

»Barry suspiró y fue a la nevera a buscar otra lata de cerveza. "Es la última, luego iremos a comprar más." La dejó encima de la mesa, delante de mi madre, y luego sacudió ligeramente el respaldo de su silla, "Gloria, es tu hijo", volvió a decir, "está aquí".»

Sacudir el respaldo de la silla… ¿Tal vez fuera ése el truco?

Cuando, cerca del final, cayó sobre este párrafo, cerró el libro, segura de sí misma:

«Sinceramente, no tengo ningún merito. Salgo con mi cuaderno y la gente se pone a mis pies. Llamo a su puerta y me cuentan su vida, sus pequeños triunfos, sus motivos de rabia y sus anhelos ocultos. En cuanto a mi cuaderno, que de todas maneras sólo llevo para aparentar, me lo suelo guardar en el bolsillo, y escucho pacientemente hasta que me hayan dicho todo lo que tenían que decir. Después viene lo más fácil. Vuelvo a mi casa, me instalo delante de mi máquina Hermès Jubilé y hago lo que llevo haciendo desde hace casi veinte años: escribo todos los detalles interesantes.»