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Había también una pequeña nota.

Una letra de maestra de principios de siglo, de color azul pálido, temblorosa y barroca, pedía disculpas:

Señorita,

Franck no ha sabido decirme de qué color eran sus ojos, así que he puesto un poco de todo. Le deseo una feliz Navidad.

Paulette Lestafier

Camille se mordió el labio. Con el libro de los Kessler, que no contaba porque sobreentendía algo así como: «Pues sí, hija, los hay que hacen una obra…», era su único regalo.

Uuuuf, qué fea era… Oh, qué bonita era…

Se puso de pie sobre su cama y se la enrolló alrededor del cuello a guisa de boa para divertir al marqués.

Guauuuuuuu…

¿Quién sería Paulette? ¿Su madre?

Terminó el libro de madrugada.

Bueno. Ya había pasado el día de Navidad.

14

De nuevo la misma rutina: de casa al trabajo, y del trabajo a casa. Franck ya no le dirigía la palabra, y ella lo evitaba cuanto podía. Por la noche rara vez estaba en casa.

Camille se espabiló un poco. Fue al jardín de Luxemburgo a ver la exposición de Botticelli, y la de Zao Wou-Ki en el Jeu de Paume, pero levantó los ojos al cielo cuando vio la cola que había para Vuillard. ¡Y además, enfrente estaba Gauguin! ¡Qué dilema! Vuillard estaba muy bien, pero Gauguin… ¡Un genio! Camille estaba ahí, indecisa, sin saber hacia qué lado tirar… Era horrible…

Al final dibujó a la gente que hacía cola, el tejado del Grand Palais, y la escalera del Petit Palais. Una japonesa la abordó, suplicándole que fuera a comprarle un bolso en la tienda Louis Vuitton. Le tendía cuatro billetes de quinientos euros, retorciéndose como si fuera cuestión de vida o muerte. Camille abrió mucho los brazos:

«Look… Look at me… I am too dirty…» Le señalaba sus zapatones, su vaquero dado de sí, su enorme jersey de hombre, su estrafalaria bufanda y el capote militar que Philibert le había prestado… «They won't let me go in the shop…» La japonesa hizo una mueca, se guardó los billetes y abordó a otro viandante diez metros más allá.

De repente, Camille decidió dar un rodeo por la avenida Montaigne. Por curiosidad.

Los guardias de seguridad eran verdaderamente impresionantes… Camille odiaba ese barrio en el que el dinero exhibía lo menos divertido que tenía que ofrecer: el mal gusto, el poder y la arrogancia. Apretó el paso delante del escaparate de Malo, la tienda de jerseys de cachemira… demasiados recuerdos…, y volvió caminando por los muelles del Sena.

En el trabajo, nada que destacar. El frío, una vez terminada su jornada, seguía siendo lo más difícil de soportar.

Volvía a casa sola, cenaba sola, dormía sola y escuchaba Vivaldi, rodeándose las rodillas con los brazos.

Carine tenía un plan para Nochevieja. A Camille no le apetecía nada ir, pero ya había pagado los treinta euros de la entrada, para así no tener más remedio que ir a la fiesta.

– Hay que salir un poco -se sermoneaba a sí misma.

– A mí no me gusta…

– ¿Por qué no te gusta?

– No sé…

– ¿Tienes miedo?

– Sí.

– ¿De qué?

– Tengo miedo de que me agiten la pulpa como a un zumo de naranja… Y además… cuando me pierdo dentro de mí, es como si saliera… Me paseo por mi interior… Es un espacio amplio, ¿sabes…?

– ¿Estás de coña? ¡Es enano! Anda, vente, que tu interior empieza a oler a cerrado…

Ese tipo de conversación entre ella y su pobre conciencia le roía el cerebro durante horas…

Cuando volvió a casa esa noche, se lo encontró en el descansillo:

– ¿Se te han olvidado las llaves?

– …

– ¿Llevas mucho tiempo aquí?

Franck hizo un gesto irritado señalándose la boca para indicar que no podía hablar. Camille se encogió de hombros. Ya no tenía edad para jugar a esa clase de paridas.

Franck se fue a la cama sin ducharse, sin fumar, y sin buscar una excusa para darle la vara. Estaba agotado.

Salió de su habitación a la mañana siguiente a eso de las diez y media, no había oído el despertador, y ni siquiera tenía fuerzas para cabrearse. Camille estaba en la cocina, Franck se sentó delante de ella, se sirvió un litro de café, y tardó un momento en decidirse a bebérselo.

– ¿Qué tal estás?

– Cansado.

– ¿Nunca te coges vacaciones?

– Sí. A primeros de enero… Para mudarme…

Camille miró por la ventana.

– ¿Estarás en casa sobre las tres?

– ¿Para abrirte?

– Sí.

– Sí.

– ¿Nunca sales?

– Sí, de vez en cuando, pero esta vez no voy a hacerlo porque si no tú luego no vas a poder entrar…

Franck asintió con la cabeza como un zombi:

– Bueno, tengo que irme, si no me van a echar…

Se levantó para enjuagar su taza.

– ¿Cuál es la dirección de tu madre?

Franck se quedó inmóvil delante del fregadero.

– ¿Por qué me preguntas eso?

– Para darle las gracias…

– Darrrrle -tenía carraspera- las gracias, ¿por qué?

– Pues… por la bufanda.

– Aaaaah… ¡Pero si no te la ha hecho mi madre, sino mi abuela! -le corrigió, aliviado-. ¡La única que teje así de bien es mi abuela!

Camille sonreía.

– Oye, no es obligatorio que te la pongas, eh…

– Me gusta mucho…

– Yo no pude evitar llevarme un buen susto cuando me la enseñó…

Se reía.

– Bueno, y la tuya no es nada… Espera a ver la de Philibert…

– ¿Cómo es?

– Naranja y verde.

– Seguro que se la pone… Lo único que lamentará es no poder besarle la mano en señal de gratitud…

– Sí, eso mismo me dije yo al marcharme… Menos mal que se trata de vosotros dos… Sois las dos únicas personas del mundo que conozco que pueden llevar esos horrores sin parecer ridículos…

Camille lo miró fijamente:

– Eh, ¿te das cuenta de que acabas de decir algo amable?

– ¿Es amable decir que sois unos payasos?

– Ah, perdona… Creía que hablabas de nuestra elegancia natural…

Tardó un momento antes de contestar:

– No, hablaba de… de vuestra libertad, creo… De esa suerte que tenéis de vivir pasando olímpicamente de todo…

En ese momento, sonó su móvil. Qué pena, para una vez que trataba de decir algo filosófico…

«Enseguida llego, jefe… Que sí, de verdad, que ya estoy listo… Pues que los haga Jean-Luc… Espere, jefe, estoy intentando camelarme a una chica que es mucho más inteligente que yo, así que claro, me está llevando más tiempo del normal, a ver, qué remedio… ¿El qué? No, todavía no lo he llamado… De todas formas, ya le he dicho que no va a poder… Ya sé que están todos desbordados, ya lo sé… Vale, yo me encargo… Ahora mismo le llamo… ¿El qué?… ¿Que me olvide de esta chica? Sí, seguro que tiene usted razón, jefe…»

– Era mi jefe -le anunció, con una sonrisa boba.

– ¿En serio? -le contestó ella.

Franck enjuagó su taza, salió de la cocina y frenó la puerta de milagro para impedir que se cerrara con un portazo.

Vale, esa chica era imbécil, pero no tenía un pelo de tonta, y eso era lo que molaba.

Con cualquier otra tía, habría colgado el teléfono y punto. Mientras que con ella, le había dicho que era su jefe para hacerla reír, y ella era tan lista que se había hecho la sorprendida para devolverle la broma. Hablar con ella era como jugar al ping-pong: ella aguantaba el ritmo y te mandaba un mate de repente, cuando menos te lo esperabas, y hacía que te sintieras menos tonto.