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Franck bajaba las escaleras agarrándose a la barandilla y oía el crujido de la madera por encima de su cabeza. Con Philibert pasaba lo mismo, por eso le gustaba hablar con él…

Porque Franck sabía que no era tan burro como parecía, pero su problema eran justamente las palabras… Nunca encontraba las palabras adecuadas, entonces no tenía más remedio que ponerse nervioso para hacerse entender… ¡Qué jodienda, de verdad!

Por todos esos motivos no le hacía ninguna gracia irse del piso… ¿Qué coño iba a hacer en casa de Kermadec? ¿Beber, fumar, ver DVDs y hojear revistas de tuning en el retrete?

De puta madre.

Vuelta a la casilla de salida, cuando tenía veinte años.

Hizo su trabajo distraídamente.

La única chica del universo capaz de llevar una bufanda tejida por su abuela, y seguir estando guapa, nunca sería para él.

Qué cosas tenía la vida…

Se pasó por el obrador antes de irse, le cayó otra bronca por no haber llamado todavía a su antiguo pinche, y volvió a casa a acostarse.

Sólo durmió una hora porque tenía que ir a la lavandería. Reunió toda su ropa sucia y la metió en la funda de su edredón.

15

Desde luego…

Ahí estaba otra vez. Sentada junto a la máquina número siete con su bolsa de ropa mojada entre las piernas. Estaba leyendo.

Franck se sentó delante de ella sin que Camille se percatara de su presencia. Eso era algo que siempre lo fascinaba… Cómo eran capaces Philibert y ella de concentrarse… Le recordaba a ese anuncio en que un tío se comía tranquilamente un pedazo de queso mientras el mundo se venía abajo a su alrededor. De hecho, muchas cosas le recordaban a anuncios… Seguramente era porque de niño había visto mucho la tele…

Se entretuvo con el jueguecito siguiente: pon que acabas de entrar en esta lavandería de mala muerte de la avenida de La Bourdonnais, un 29 de diciembre a las cinco de la tarde y ves esa silueta por primera vez en tu vida, ¿que pensarías?

Se arrellanó en su silla de plástico, se metió las manos en los bolsillos de la cazadora, y entornó los ojos.

Para empezar, pensarías que es un tío. Como la primera vez. Tal vez no una loca, pero sí un tío súper afeminado… Así que dejarías de mirar. Aunque… a pesar de todo te quedaría alguna duda… Por las manos que tiene, el cuello, esa forma de acariciarse el labio inferior con la uña del pulgar… Sí, dudarías un poco… ¿Tal vez sea una chica al fin y al cabo? Una chica vestida de tío. ¿Como si quisiera ocultar su cuerpo? Intentarías mirar a otra parte, pero no podrías evitar volverla a mirar. Porque habría algo… El aire era especial alrededor de esa persona. ¿O la luz, tal vez?

Sí. Eso era.

Si acabaras de entrar en una lavandería de mala muerte de la avenida de La Bourdonnais, un 29 de diciembre a las cinco de la tarde y vieras esta silueta bajo la triste luz de los neones, te dirías exactamente esto: ahí va… un ángel…

Camille levantó la cabeza en ese mismo momento, lo vio, se quedó un momento sin reaccionar como si no lo hubiera reconocido y terminó por sonreírle. Oh, casi nada, apenas un pequeño destello, un gestito de reconocimiento entre clientes habituales…

– ¿Son tus alas? -le dijo, señalándole la bolsa.

– ¿Cómo?

– No, nada…

Una de las secadoras dejo de dar vueltas y Camille suspiró, lanzándole una ojeada al reloj de pared. Un mendigo se acercó a la máquina y sacó una cazadora y un saco de dormir todo deshilachado.

Vaya, eso sí que era interesante… Los hechos ponían a prueba su teoría… Ninguna chica normal pondría su ropa a secar después de la de un mendigo, y Franck sabía muy bien de qué hablaba: llevaba casi quince años de lavanderías automáticas a sus espaldas…

Franck escrutó el rostro de Camille.

Ni el más mínimo ademán de echarse atrás, o de vacilación, ni un asomo de mueca. Se levantó, metió su ropa en la máquina rápidamente, y le preguntó si tenía cambio.

Luego volvió a su sitio y retomó su libro.

Franck estaba un poco decepcionado.

La gente perfecta le ponía un poco de los nervios…

Antes de volver a enfrascarse en su lectura, le dijo:

– Oye…

– Qué.

– Si le regalo a Philibert por Navidad una lavadora con secadora, ¿crees que se la podrás instalar antes de marcharte?

– …

– ¿Por qué sonríes? ¿Qué pasa, he dicho una tontería?

– No, no…

Franck hizo un gesto con la mano:

– No lo entenderías…

– Eh -le dijo Camille, dándose golpecitos en los labios con los dedos índice y corazón-, ¿estás fumando demasiado últimamente, no?

– El caso es que eres una chica normal…

– ¿Por qué me dices eso? Claro que soy una chica normal…

– …

– ¿Te decepciona?

– No.

– ¿Qué estas leyendo?

– Un diario de viaje…

– ¿Está bien?

– Genial…

– ¿De qué va?

– Oh… No sé si te interesaría…

– No, te lo digo tal cual, no me interesa un pimiento -dijo Franck riendo-, pero me gusta mucho que me cuentes… ¿Sabes?, ayer volví a escuchar el disco de Marvin Gaye…

– ¿Ah, sí?

– Sí…

– ¿Y qué tal?

– Pues el problema es que no me entero de nada… De hecho por eso me voy a ir a currar a Londres… Para aprender inglés…

– ¿Cuándo te vas?

– En principio pensaba irme después del verano, pero ahora ya no sé, es un lío… Es por mi abuela, justamente… Es por Paulette…

– ¿Qué le pasa?

– Pufff… no me apetece mucho hablar de esto… Mejor me cuentas tu libro de viajes…

Acercó su silla.

– ¿Conoces a Durero?

– ¿El escritor?

– No. El pintor.

– No lo había oído en mi vida…

– Sí, estoy segura de que habrás visto algunos de sus dibujos… Algunos son muy famosos… Una liebre… Unas malas hierbas… Unos dientes de león…

– …

– Bueno, pues Durero es mi dios. Bueno… tengo varios, pero él es el número uno… ¿Tú tienes algún dios?

– Pues…

– ¿En tu trabajo, por ejemplo? Qué sé yo… ¿Escoffier, Carême, Curnonsky?

– Pues…

– ¿Bocuse, Robuchon, Ducasse?

– ¡Ah, quieres decir que si tengo modelos! Sí, tengo, pero no son conocidos… bueno, o sea, no tanto… Se hacen notar menos, vaya… ¿Conoces a Chapel?

– No.

– ¿Y a Pacaud?

– No.

– ¿A Senderens?

– ¿El del restaurante Lucas Carton?

– Sí… Jo, yo alucino con todo lo que sabes… ¿Cómo lo haces?

– Bueno, vamos a ver, lo conozco de oídas, pero nunca he ido…

– Ese sí que es bueno… Tengo hasta un libro en mi cuarto… Ya te lo enseñaré… Él o Pacaud, para mí son dos maestros… Y si son menos famosos que los demás, pues justamente es porque no salen de la cocina… Bueno, digo yo, no sé… Por lo menos es la idea que yo me hago… Aunque a lo mejor me cuelo por completo…

– Pero entre cocineros hablaréis un poco, ¿no? ¿Os contáis vuestras experiencias?

– No mucho… No somos muy habladores, ¿sabes…? Estamos demasiado cansados para darle al pico. Nos enseñamos cosas, truquitos, intercambiamos ideas, trozos de recetas que hemos sacado de aquí y de allá, pero poco más…

– Pues es una pena…

– Si supiéramos expresarnos bien, con frases bonitas y tal, no haríamos este trabajo, eso está claro. Yo por lo menos, lo dejaría enseguida.

– ¿Por qué?