La oyó refunfuñar: «Me dice la señora entonces le pregunto qué señora, es normal porque también habrá señores, digo yo, entonces, si nunca ha ido como dice, ¿cómo lo puede saber, cómo puede saber que no hay más que señoras? También habrá señores, digo yo… ¿Es una sabelotodo, o qué?»
– ¿Qué pasa? ¿Estás de morros?
– No, no estoy de morros. Dices que me vas a ayudar, y luego no me ayudas. ¡Y hala! ¡Te quedas tan pancha!
– Iré con vosotros.
– ¿A la oficina esa?
– Sí.
– ¿Hablarás con la señora?
– Sí.
– ¿Y si no es ella?
A Camille se le pasó por la cabeza perder un poco la calma, pero justo entonces volvió Samia:
– Te toca, Mamadou… Toma -dijo, volviéndose hacia Camille-, es el teléfono del matasanos…
– ¿Para qué?
– ¿Para qué? ¿Para qué? ¡Y a mí qué me cuentas! ¡Para jugar a los médicos, para qué va a ser! Me ha pedido que te lo diera…
Había apuntado su número de móvil en una receta, y había añadido: «Le receto una buena cena, llámeme.»
Camille Fauque arrugó el papel y lo tiró a la cuneta.
– ¿Quieres que te diga una cosa? -añadió Mamadou levantándose pesadamente y señalándola con el dedo índice-, si me arreglas lo de mi Sissi, le pediré a mi hermano que te haga venir al ser querido…
– Yo pensaba que tu hermano se ocupaba de las autopistas.
– De las autopistas, de echar mal de ojo y de quitarlo.
Camille tuvo un gesto de impaciencia.
– ¿Y a mí? -intervino Samia-. ¿A mí también me puede encontrar un tío?
Mamadou pasó por delante de ella, amagando un zarpazo delante de su cara:
– ¡Tú, maldita, primero me devuelves mi cubo, y luego ya veremos!
– ¡Joder, qué pesada estás con eso! ¡Que no tengo tu cubo, que es el mío! ¡El tuyo era rojo!
– Maldita -dijo la otra entre dientes-, mal-di-ta…
No había terminado de subir los escalones cuando ya el camión se tambaleaba. Ánimo, doctorcito, sonreía Camille recuperando su bolso. Ánimo…
– ¿Nos vamos?
– Voy.
– ¿Tú qué haces? ¿Te coges el metro con nosotras?
– No. Me vuelvo andando.
– Ah, es verdad que tú vives en un barrio pijo…
– Sí, lo que tú digas…
– Hala, hasta mañana…
– Adiós, chicas.
Camille estaba invitada a cenar a casa de Pierre y Mathilde. Les llamó para cancelar la cita y tuvo la suerte de dar con su contestador.
La ligerísima Camille Fauque se alejó pues. Lo único que la retenía al suelo era el peso de su mochila y aquel, más difícil de expresar, de los pedruscos y los guijarros que se amontonaban en el interior de su cuerpo. Eso es lo que tendría que haberle contado antes al médico del trabajo. Si hubiera tenido ganas de hacerlo… ¿O fuerzas? ¿O tiempo tal vez? Seguramente tiempo, se tranquilizaba a sí misma Camille, sin creérselo demasiado. El tiempo era una noción que ya no llegaba a entender. Habían pasado demasiadas semanas y demasiados meses sin que ella participara de ese tiempo en modo alguno, y su discursito de antes, ese monólogo absurdo en el que intentaba persuadirse de que era tan valiente como cualquiera no era sino una mentira pura y dura.
¿Qué palabra era la que había empleado? «Viva», ¿no? Era ridículo, Camille Fauque no estaba viva.
Camille Fauque era un fantasma que trabajaba de noche y de día amontonaba pedruscos. Se desplazaba despacio, hablaba poco y se zafaba con delicadeza.
Camille Fauque era una mujer siempre de espaldas, frágil e inasible.
Uno no debía fiarse de la escena anterior, en apariencia tan ligera. Tan fácil. Tan sencilla. Camille Fauque mentía. Se contentaba con dar el pego, hacía un esfuerzo y respondía «presente» para pasar desapercibida.
Sin embargo volvía a pensar en ese médico… Le traía sin cuidado su número de teléfono, pero pensaba que tal vez había dejado pasar su oportunidad… Ese chico parecía paciente, y más atento que los demás… Tal vez debería haber… En un momento dado había estado a punto… Estaba cansada, ella también debería haber apoyado los codos en la mesa, y haberle contado la verdad. Decirle que si ya no comía, o apenas nada, era porque las piedras ocupaban todo el espacio en su estómago. Que cada día se levantaba con la sensación de masticar grava, que aún no había abierto los ojos y ya se estaba ahogando. Que el mundo que la rodeaba ya no tenía la más mínima importancia y que cada nuevo día era como un peso que le era imposible levantar. Entonces, lloraba. No porque estuviera triste, sino para poder tragar todo aquello. Las lágrimas, que no eran sino líquido al fin y al cabo, la ayudaban a digerir su montón de piedras y le permitían volver a respirar.
¿La habría escuchado acaso? ¿La habría comprendido? Por supuesto. Y por esa razón se había callado.
No quería terminar como su madre. Se negaba a tirar del hilo. Si empezaba a hacerlo, no sabía adónde la llevaría ese gesto. Lejos, demasiado lejos, a algún lugar demasiado hondo, y demasiado oscuro. Por el momento, no tenía ganas de mirar atrás.
De dar el pego, sí, pero no de mirar atrás.
Entró en el supermercado de debajo de su casa y se obligó a comprar algo de comer. Lo hizo en honor a la amabilidad de ese joven médico y a la risa de Mamadou. La risa enorme de esa mujer, la birria de trabajo en Todoclean, la Bredart, las historias increíbles de Carine, las broncas, los cigarros compartidos, el cansancio físico, la risa floja que les entraba por cualquier estupidez, y el mal humor de algunos días, todo eso la ayudaba a vivir. La ayudaba a vivir, sí.
Se paseó varias veces delante de los estantes del supermercado antes de decidirse, y por fin compró unos plátanos, cuatro yogures y dos botellas de agua.
Vio al tipo raro de su edificio. Ese chico alto y extraño, con sus gafas remendadas con esparadrapo, sus pantalones rabicortos, y sus modales como de otra galaxia. En cuanto cogía un producto, lo dejaba inmediatamente, se alejaba unos pasos, luego se arrepentía, lo volvía a coger, sacudía la cabeza, y terminaba por abandonar precipitadamente la cola ante la caja justo cuando le tocaba pagar para ir a dejar el producto en su lugar. Una vez incluso, Camille lo había visto salir del supermercado y volver a entrar para comprar el bote de mayonesa que se había negado tan sólo un instante antes. Era un extraño payaso triste, el hazmerreír de todo el barrio, tartamudeaba ante las cajeras y hacía que a ella se le encogiera el corazón.
A veces se cruzaba con él en la calle o delante de la puerta de su casa y entonces todo eran complicaciones, emociones y motivos de angustia. Una vez más ahí estaba, gimiendo delante del telefonillo.
– ¿Algún problema? -le preguntó Camille.
– ¡Ah! ¡Oh! ¡Esto…! ¡Disculpe! -Se retorcía las manos-. Buenas noches, señorita, discúlpeme si… si la molesto, porque… la molesto, ¿verdad?
Era horrible. Camille nunca sabía si debía reírse o sentir lástima. Esa timidez enfermiza, su forma de hablar tan alambicada, las palabras que empleaba, y esos gestos tan exagerados la incomodaban tremendamente.
– ¡No, no, en absoluto! ¿Se le ha olvidado el código?
– Diantre, no. O sea, no que yo sepa… O sea, no… no había considerado la cuestión desde ese ángulo… Dios santo, yo…
– ¿Lo han cambiado acaso?
– ¿De verdad lo cree usted? -le preguntó, como si acabara de anunciarle el fin del mundo.
– Pues ahora lo veremos… 342B7…
Se oyó el clic metálico de la puerta.
– Oh, me siento confuso… Me siento tan confuso… Yo… Pero si es lo que yo había marcado… No lo entiendo…
– No importa -le dijo Camille, haciendo fuerza sobre la puerta.