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– Vale.

– ¿Quieres que vaya contigo?

– No, no. Tengo ganas de estar sola…

– Tienes que comer algo, ¿eh?

– Sí, papá.

Franck se encogió de hombros.

– Tú misma…

Camille se compró un bocadillo asqueroso en un puesto para turistas y se sentó en un banco al pie de la Torre Eiffel.

Echaba de menos a Philibert.

Llamó al castillo de su familia.

– Buenas tardes, Aliénor de la Durbellière al aparato -dijo una voz infantil-. ¿A quién debo el honor?

Camille se quedó desconcertada.

– A… A… ¿Puedo hablar con Philibert, por favor?

– Estamos comiendo. ¿Quiere dejar algún recado?

– ¿No está Philibert?

– Sí, pero estamos en la mesa. Se lo acabo de decir…

– Ah… Bueno, pues… No, nada, dígale sólo que un abrazo y que le deseo un feliz año…

– ¿Me podría recordar su nombre?

– Camille.

– ¿Camille a secas?

– Sí.

– Muy bien. Adiós, señora Asecas.

Adiós, mocosa pedorra.

¿Pero de qué iba eso? ¿De qué iba esa gente?

Pobre Philibert…

– ¿La tengo que lavar cinco veces?

– Sí.

– ¡Pues sí que va a estar limpia!

– Así es la cosa…

Camille se tiró la intemerata lavando la lechuga, y apartando las hojas más estropeadas. Había que mirar y remirar cada hoja, calibrarla e inspeccionarla con lupa. Nunca había visto unas hojas así, las había de todos los tamaños, formas y colores.

– ¿Esto qué es?

– Verdolaga.

– ¿Y esto?

– Espinacas.

– ¿Y esto?

– Jaramago.

– ¿Y esto?

– Lechuga iceberg.

– Hala, qué nombre más bonito…

– Pero tía, ¿tú de donde has salido? -le preguntó el pinche.

Camille no insistió.

Luego lavó hierbas aromáticas y las secó tallo a tallo con papel absorbente. Tenía que dejarlas en cuencos de acero inoxidable, cubrirlos muy bien con film transparente, y repartirlos por distintas cámaras frigoríficas. Cascó nueces y avellanas, peló higos, limpió una gran cantidad de mízcalos e hizo rodar bolitas de mantequilla entre dos espátulas estriadas. Sin equivocarse, tenía que dejar, en cada pequeño cuenco, una bolita de mantequilla con sal, y otra sin sal. En un momento dado le asaltó una duda, y tuvo que probar una de las bolitas con la punta del cuchillo. Buaj, no le gustaba nada la mantequilla, y a partir de ese momento se concentró el doble. Los camareros seguían sirviendo cafés a quienes se los pedían y se notaba en el aire que la tensión aumentaba por momentos.

Algunos ya no abrían la boca, otros soltaban tacos en voz baja, y el chef hacía de reloj parlante:

– Las cinco y veintiocho, señores… Las seis y tres minutos, señores… Las seis y diecisiete, señores…

Como si toda su intención fuera estresarlos al máximo.

Camille ya no tenía nada que hacer, y se apoyó en la mesa, levantando primero un pie y luego el otro, para aliviar el dolor de sus piernas. El tío que tenía al lado se entrenaba para hacer arabescos de salsa junto a una porción de foie servido en unos platos rectangulares. Con un gesto delicado, sacudía una cucharita con salsa y suspiraba al ver sus garabatos. Nunca quedaba contento. Y sin embargo era bonito…

– ¿Qué quieres hacer?

– No sé… Algo un poco original…

– ¿Puedo probar yo?

– Venga.

– Me da miedo echarlo a perder…

– No, no, tú ve sin miedo, es un plato que no sirve, es sólo para practicar…

Los cuatro primeros intentos fueron lamentables, pero al quinto, ya lo había cogido el tranquillo…

– Anda, eso está muy bien… ¿Lo puedes volver a hacer?

– No -dijo Camille riendo-, mucho me temo que no… Pero… ¿no tenéis jeringuillas o algo así?

– Pues…

– ¿Y peras de goma?

– Sí. Mira en el cajón…

– ¿Me la llenas?

– ¿Para qué?

– Nada, una idea nada más…

Camille se inclinó, sacó la lengua y dibujó tres ocas pequeñitas.

El chaval llamó al chef para que las viera.

– ¿Qué tonterías son éstas? ¡Vamos, niños, que esto no es una película de Walt Disney!

Se alejó, sacudiendo la cabeza con aire reprobador.

Camille se encogió de hombros, tristona, y volvió a ocuparse de sus lechugas.

– Esto no es cocinar… Son tonterías… -seguía rezongando el chef desde el otro extremo de la habitación-, ¿y sabéis qué es lo peor? ¿Sabéis qué es lo que acaba conmigo? Pues que a esos idiotas les va a encantar… Hoy en día, ¡eso es lo que quiere la gente: tonterías! Pero bueno, hoy es Nochevieja, después de todo… Hala, señorita, hágame el favor de pintarrajearme un corral entero en sesenta platos… ¡Hala, a correr!

– Contesta «sí, jefe» -le susurró el pinche.

– ¡Sí, jefe!

– No lo conseguiré nunca… -se lamentó Camille.

– No tienes más que dibujar una sola a cada vez…

– ¿A la izquierda o a la derecha?

– A la izquierda sería más lógico…

– Queda un poco morboso, ¿no?

– Qué va, mola… De todas maneras, ya no tienes más remedio…

– Más me valía no haber abierto el pico…

– Principio número uno. Por lo menos habrás aprendido una cosa… Toma, la salsa…

– ¿Por qué es roja?

– Está hecha a base de remolacha… Hala, venga, yo te voy pasando los platos…

Se cambiaron de sitio. Camille dibujaba, y el pinche cortaba los pedazos de foie, los colocaba en el plato, los espolvoreaba con sal fina y pimienta gruesa, y luego le pasaba el plato a otro chaval que disponía al lado la ensalada con gestos de orfebre.

– ¿Qué hacen los demás?

– Van a cenar… Nosotros iremos luego… Somos los que inauguramos el baile, bajaremos a cenar cuando les toque a ellos… ¿Me vas a ayudar también con las ostras?

– ¡¿Hay que abrirlas?!

– No, no, sólo dejarlas bien bonitas… Por cierto, ¿has pelado tú las manzanas verdes?

– Sí. Están ahí… ¡Mierda! Esto parece más un pato mareado…

– Perdona. Ya me callo.

Franck pasó junto a ellos, con el ceño fruncido. Los encontró muy alborotados. O muy contentos.

Lo cual no le hacía mucha gracia…

– ¿Qué, os divertís? -les preguntó, con aire burlón.

– Se hace lo que se puede…

– Eh, cuidado… no se te vaya a calentar el plato.

– ¿Por qué ha dicho eso?

– Olvídalo, es una cosa nuestra… Los que hacen los platos calientes se piensan que tienen una misión divina, mientras que a nosotros, por mucho que trabajemos como locos, siempre nos desprecian. Nosotros no tocamos el fuego… ¿Conoces bien a Lestafier?

– No.

– Ah, ya decía yo…

– ¿Por qué?

– No, por nada…

Mientras los demás cenaban, dos negros limpiaron el suelo con agua abundante, y dieron una pasada con unos trapos para que se secara antes. El chef hablaba con un tío súper elegante en su despacho.

– ¿Es ya algún cliente?

– No, es el maître.

– Caray… Pues sí que tiene clase, el tío…

– En el comedor todos van de punta en blanco… Al principio del turno, los que estamos limpios somos nosotros, y ellos pasan la aspiradora en mangas de camisa, pero conforme va pasando el tiempo, es al revés: nosotros apestamos y nos vamos poniendo guarros, y ellos pasan delante de nosotros, como un pincel, con sus peinados de peluquería y sus uniformes impecables…

Franck se acercó a verla justo cuando terminaba la última hilera de platos:

– Ya te puedes ir si quieres…