Выбрать главу

– No… Ahora ya no me apetece irme… Sería como perderme el espectáculo…

– ¿Te queda algo de curro para ella?

– ¡Y tanto! ¡Todo el que quiera! Se puede ocupar de la salamandra…

– ¿Eso qué es? -quiso saber Camille.

– Es ese chisme de ahí, esa especie de grill que sube y baja… ¿Te puedes encargar de las tostadas?

– No hay problema… Ah, y… ¿me da tiempo a fumarme un cigarrillo?

– Venga, baja.

Franck la acompañó.

– ¿Estás bien?

– Genial. Al final este Sébastien es bastante majo…

– Psé…

– …

– ¿Por qué pones esa cara?

– Porque… antes he intentado hablar con Philibert para desearle feliz año pero una mocosa pedorra me ha mandado a paseo…

– Anda, trae, que lo llamo yo…

– No. A estas horas también estarán en la mesa…

– Tú déjame hacer a mí…

– ¿Oiga?… Perdonen que les moleste, Franck de Lestafier al aparato, el compañero de piso de Philibert… Sí… Eso es… Buenas noches, señora… ¿Podría hablar con él, si es tan amable?, es sobre la caldera… Sí… Eso es… Adiós, señora…

Le hizo un guiño a Camille, que exhalaba sonriendo el humo de su cigarrillo.

– ¡Philou! ¿Eres tú, chavalote? ¡Feliz año, majete! No te mando un beso, pero te paso a tu princesita. ¿Qué? ¡No nos da por saco la caldera! Hala, que empieces el año con salud, y muchos besos a tus hermanas. Bueno… ¡sólo a las más tetonas!

Camille cogió el teléfono entornando los ojos. No, la caldera estaba bien. Sí, yo también le mando un beso. No, Franck no la había encerrado en un armario. Sí, ella también se acordaba mucho de él. No, todavía no había ido a hacerse los análisis. Sí, a usted también, Philibert, le deseo un feliz año…

– Tenía la voz bien, ¿no? -añadió Franck.

– Sólo ha tartamudeado ocho veces.

– Pues eso, lo que yo decía.

Cuando regresaron a sus puestos, cambiaron las tornas. Los que aún no se habían puesto el gorro de cocinero lo hicieron entonces, y el chef apoyó la barriga sobre el pasaplatos y cruzó los brazos por encima. Ya no se oía volar una mosca.

– Señores, a trabajar…

Era como si, cada segundo que pasaba, en la habitación hubiera un grado más de temperatura. Cada uno se atareaba en sus quehaceres tratando de no molestar al vecino. Los rostros estaban tensos. Tacos medio ahogados sonaban aquí y allá. Unos permanecían bastante serenos, otros, como ese japonés de ahí, parecían al borde de la implosión.

Los camareros esperaban en fila delante del pasaplatos mientras el chef se inclinaba sobre cada plato, inspeccionándolo frenéticamente. El camarero que estaba frente a él utilizaba una minúscula esponjita para limpiar posibles marcas de dedos o manchas de salsa en los bordes del plato y, cuando el gordo asentía con la cabeza, otro camarero levantaba la gran bandeja plateada apretando los dientes.

Camille se ocupaba de los aperitivos con Marc. Colocaba cositas en un plato, una especie de patatas fritas, o de cortezas de algo un poco rojizo. Ya no se atrevía a hacer ninguna pregunta. Luego disponía alrededor los tallos de cebolleta.

– Ve más rápido, esta noche no hay tiempo para adornitos.

Camille encontró un trozo de cuerda para ajustarse el pantalón a la cintura, y estaba harta porque el gorro de cocinero se le caía todo el rato sobre los ojos. Su vecino sacó una pequeña grapadora de su caja de cuchillos:

– Toma…

– Gracias.

Luego escuchó a uno de los camareros mientras le explicaba cómo preparar las rebanadas de pan de molde en triangulitos, cortando los bordes:

– ¿Como las quieres de tostadas?

– Pues… bien doraditas…

– Hala, hazme un modelo. Enséñame exactamente qué color quieres…

– El color, el color… Esto no se ve en el color, es una cuestión de feeling

– Sí, bueno, lo que tú digas, pero yo me guío por el color, así que hazme un modelo porque si no me agobio.

Se tomó su misión muy a pecho, y nunca la pillaron con las manos vacías. Los camareros cogían las tostadas metiéndolas entre los pliegues de una servilleta. Le hubiera gustado algún cumplido de vez en cuando: «¡Ah, Camille, qué tostadas más maravillosas nos estás haciendo» pero bueno…

Veía a Franck, siempre de espaldas, agitándose delante de sus fogones como un batería con su instrumento: que si ahora levanto una tapadera por aquí, otra por allá, ahora añado una cucharadita por aquí, y otra por allá. El chico alto y delgado, el segundo cocinero, según había podido comprender, no dejaba de hacerle preguntas, a las cuales rara vez respondía, o si acaso con onomatopeyas. Todas sus cacerolas eran de cobre, y tenía que ayudarse con un trapo para cogerlas. Alguna que otra vez se debía de quemar, porque Camille le veía sacudir la mano antes de llevársela a la boca.

El chef se estaba poniendo nervioso. Las cosas no iban lo suficientemente rápido, o iban demasiado rápido. La comida no estaba lo suficientemente caliente, o se habían pasado en la cocción. «¡Concentración, señores, concentración!», repetía sin cesar.

Cuanto más se relajaba el sector de Camille, más se agitaba el de los demás. Era impresionante. Camille los veía sudar y frotarse la cabeza con el hombro como hacen los gatos para enjugarse la frente. El tipo que se ocupaba del asador sobre todo, estaba rojo como un tomate, y bebía de una botella de agua cada vez que iba y venía para vigilar las aves. (Unos bichos con alas, algunos mucho más pequeños que un pollo, y otros el doble de gordos…)

– Hace un calor espantoso… ¿Cuántos grados crees que habrá?

– Ni idea… Allí, por encima de los fogones, habrá por lo menos cuarenta… ¿Cincuenta a lo mejor? Físicamente son los puestos más duros… Toma, lleva esto a los lavaplatos… Ten cuidado de no molestar a nadie…

Camille abrió unos ojos como platos al ver la montaña de cacerolas, placas, sartenes, cuencos, coladores y cazuelas apilados en equilibrio en los enormes fregaderos. Ya no se veía un solo blanco en el horizonte, y el tío bajito al cual se dirigió le cogió los platos de las manos asintiendo con la cabeza. A juzgar por su aspecto no entendía ni una palabra de francés. Camille se quedó un momento observándolo y, como a cada vez que se encontraba frente a un desarraigado de la otra punta del mundo, sus lucecitas de madre Teresa de pacotilla se pusieron a parpadear como locas: ¿de dónde vendría? ¿De la India? ¿De Pakistán? ¿Y por qué azar de la vida había ido a parar allí? ¿Un día como hoy? ¿En que barcos habría venido? ¿Mediante qué tráficos? ¿Con qué esperanzas? ¿A qué precio? ¿A qué había renunciado, qué angustias debía soportar? ¿Qué porvenir lo esperaba? ¿Dónde vivía? ¿Con cuántas personas? ¿Y dónde estaban sus hijos?

Cuando se dio cuenta de que su presencia lo ponía nervioso, se marchó moviendo la cabeza de lado a lado.

– ¿De dónde viene el que lava los platos?

– De Madagascar.

Primera metedura de pata.

– ¿Habla francés?

– ¡Pues claro! ¡Lleva veinte años aquí!

Anda, vete a paseo, hermanita de los pobres…

Camille estaba cansada. Siempre había algo más que cortar, limpiar, lavar o guardar. Vaya jaleo… ¿Pero cómo podía comer tanto esa gente? ¿Qué sentido tenía llenarse la panza de esa manera? ¡Iban a explotar! ¿Cuánto eran 220 euros? Casi 1.500 francos… Buf… La de cosas que se podía comprar uno con ese dinero… Buscándose bien la vida, hasta se podía apañar un viajecito… A Italia, por ejemplo… Sentarse en la terraza de un café y dejarse acunar por la conversación de chicas bonitas que seguro que se contaban las mismas tonterías que todas las chicas del mundo, llevándose a los labios unas tacitas de loza muy gruesas, en las que el café era siempre demasiado dulce…