– Dime una cosa…
– Qué…
– ¿Por qué estás siempre sola?
– No lo sé.
– ¿No te gustan los hombres?
– Ya estamos… Una chica que no es sensible a tu irresistible encanto a la fuerza tiene que ser lesbiana, ¿no?
– No, no, sólo me lo preguntaba… Nunca te arreglas, llevas la cabeza rapada, todo eso…
Silencio.
– Sí, sí, me gustan mucho los chicos… Ojo, las chicas también, ¿eh?, pero prefiero a los chicos…
– ¿Te has acostado alguna vez con chicas?
– ¡Huy, la tira de veces!
– ¿Me tomas el pelo?
– Sí. Hala, ya está. Ya puedes vestirte.
– Enséñamelo.
– No te vas a reconocer. La gente nunca se reconoce…
– ¿Qué es esta mancha que has hecho aquí?
– La sombra.
– ¿Ah, sí?
– Se llama una aguada…
– Ah. ¿Y esto qué es?
– Tus patillas.
– Ah.
– Decepcionado, ¿eh? Toma, llévate éste también… Es un boceto que hice el otro día mientras jugabas con la Play Station…
Sonrisa de oreja a oreja:
– ¡Ah, éste sí! ¡Éste sí que soy yo!
– A mí me gusta más el otro, pero bueno… Mételos en un libro grande y así no se te estropean para llevarlos…
– Dame una hoja.
– ¿Por qué?
– Porque sí. Yo también puedo hacer tu retrato si quiero…
Se la quedó mirando un momento, luego se inclinó sobre sus rodillas sacando la lengua y le tendió unos garabatos.
– ¿A ver? -dijo Camille, curiosa.
Había dibujado una espiral. Una concha de caracol con un puntito negro al fondo del todo.
Camille no reaccionaba.
– El puntito negro eres tú.
– Ya… ya me lo había figurado.
Le temblaban los labios.
Franck le arrancó la hoja de las manos.
– ¡Eh, Camille! ¡Que era de coña! ¡Esto es una chorrada! ¡No significa nada!
– Sí, sí -confirmó ella, llevándose la mano a la frente-. Es una chorrada, soy plenamente consciente… Anda, ahora vete, que vas a llegar tarde…
Franck se puso el mono de motorista en el vestíbulo y cerró la puerta, dándose un porrazo en la cabeza con el casco.
El puntito negro eres tú…
Pero qué tío más gilipollas.
2
Para una vez que no tenía que cargar con una mochila llena de provisiones, Franck se tumbó sobre el depósito y dejó que la velocidad llevara a cabo su maravillosa tarea de limpieza: con las piernas pegadas a ambos lados de la moto, los brazos tensos, el pecho resguardado y el casco a punto de fisurarse, giraba la muñeca al máximo para dejar atrás sus follones y no pensar en nada.
Iba deprisa. Demasiado deprisa. Lo hacía a propósito. Para ver qué sentía.
Que él recordara, siempre había tenido un motor entre las piernas y una especie de desazón en las palmas de las manos y, que él recordara, nunca se había planteado la muerte como algo muy serio. Una contrariedad más como mucho… Ni siquiera… ¿Qué importaba, si total él ya no estaría ahí para sufrir por ello?
Siempre que pudo juntar cuatro perras, se endeudó para comprarse motos demasiado grandes para el tamaño de su cerebro, y en cuanto dio con tres colegas que sabían buscarse bien la vida, desembolsaba siempre más y más para ganarle algunos milímetros al contador. Mantenía la calma en los semáforos, nunca dejaba rastros de goma en el asfalto, no se medía con nadie, y no le veía el sentido a correr riesgos estúpidos. Simplemente, en cuanto tenía ocasión, se escapaba, se largaba a pisarle al máximo y a atormentar a su ángel de la guarda.
Le gustaba la velocidad. De verdad. Más que nada en el mundo. Más que las chicas, incluso. Le había dado los únicos momentos felices de su vida: momentos de serenidad, de sosiego y de libertad… A los catorce años, tumbado sobre su moto como un sapo sobre una caja de cerillas (era una expresión que se usaba entonces…), era el rey de las carreteras secundarias de Touraine. A los veinte, se compró su primera moto de gran cilindrada, de segunda mano, después de haber sudado sangre todo el verano en las cocinas de un tugurio de la región, y hoy se había convertido en su único pasatiempo entre dos turnos en el curro: soñar con una moto, comprársela, sacarle brillo, agotarla, soñar con otra, pasarse las horas muertas en un concesionario, vender la antigua, comprarse una nueva, sacarle brillo, etc.
Sin la moto, seguramente se habría conformado con llamar a la vieja más a menudo rezando por que no le contara su vida a cada vez…
El problema es que el truco ya no era tan eficaz… El sosiego no llegaba ni a 200 por hora.
Incluso a 210, y a 220, seguía dándole vueltas al tarro. Por mucho que zigzagueara, virara, rozara el suelo en las curvas y por muchos caballitos que hiciera, algunas ideas no se le despegaban de la cazadora de cuero y seguían carcomiéndole la cabeza entre una gasolinera y otra.
Y así hoy, un primero de enero con un sol radiante, sin alforjas, ni mochila y sin más plan que una buena comilona con dos abuelitas encantadoras, por fin se había incorporado y no había necesitado separar la pierna de la moto para dar las gracias a los precavidos automovilistas que, sobresaltados, se apartaban a su paso.
Había enterrado el hacha de guerra y se conformaba con ir de un lugar a otro repasando en su cabeza el disco rayado de siempre: ¿Por qué esta vida? ¿Hasta cuándo? ¿Y qué hacer para escapar de ella? ¿Por qué esta vida? ¿Hasta cuándo? ¿Y qué hacer para escapar de ella? ¿Por qué esta vida? ¿Hasta…?
Estaba muerto de cansancio y de bastante buen humor. Había invitado también a Yvonne en señal de agradecimiento y, todo hay que decirlo, para endilgarle a ella todo el peso de la conversación. Gracias a ella, Franck podría poner el piloto automático. Una sonrisita por aquí, otra sonrisita por allá, unos cuantos tacos para mantenerlas contentas y en un pispás llegaría la hora del café… De puta madre…
Yvonne pasaba a buscar a Paulette a su jaula, y luego habían quedado los tres en el Hôtel des Voyageurs, un pequeño restaurante lleno de tapetitos y de jarrones con flores secas en el que, en tiempos, Franck había hecho prácticas, y más adelante había trabajado, y del que guardaba buenos recuerdos… Era allá por 1990. Lo que venía a ser como hace mil millones de años…
¿Qué tenía por aquel entonces? Una Yamaha Fazer, ¿no?
Franck zigzagueaba entre las líneas blancas y se había subido la visera del casco para sentir el calor del sol. No se iba a mudar. Por lo menos no por el momento. Podría quedarse allí, en ese piso demasiado grande en el que la vida había vuelto un buen día, con una chica venida del espacio en plena noche. No hablaba mucho, y sin embargo, desde que estaba allí, de nuevo volvía a haber ruido. Philibert salía por fin de su habitación y desayunaban juntos todas las mañanas. Franck ya no daba portazos para no despertarla y le costaba menos dormirse cuando la oía trajinar en la habitación de al lado.
Al principio, no la podía ni ver, pero ahora estaba bien. La había dominado…
Oye, tú, ¿has oído lo que acabas de decir?
¿El qué?
Sí, sí, no te hagas el tonto… Sinceramente, Lestafier, mírame a los ojos, ¿te parece a ti que a esta tía la has dominado?