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Él hizo un gesto brusco para empujar la puerta y, queriendo pasar el brazo por encima de ella, erró en la puntería y le dio un golpetazo en la coronilla.

– ¡Virgen santa! No le habré hecho daño, espero. Pero qué torpe soy, verdaderamente, le ruego que me disculpe… Yo…

– No importa -repitió Camille por tercera vez.

Él no se movía.

– Esto… -le suplicó por fin Camille-, ¿le importa quitar el pie? Es que me está aplastando el tobillo, y me está haciendo un daño espantoso…

Camille se reía. Era una risa nerviosa.

Una vez en el vestíbulo, se precipitó hacia la puerta acristalada para franquearle el paso:

– Desgraciadamente, yo no subo por ahí -le dijo Camille afligida, señalándole el fondo del patio interior.

– ¿Vive usted en el patio?

– Pues… no exactamente… Debajo del tejado, más bien…

– ¡Ah! Perfecto. -Tiraba del asa de su cartera, que se había quedado enganchada en el picaporte de latón-. Debe… debe de ser muy agradable…

– Pues… sí -contesta ella con una mueca, alejándose rápidamente-, es una forma de verlo…

– Buenas noches, señorita -le gritó-, y… ¡muchos recuerdos a sus padres!

A sus padres… A ese tío se le iba la olla… Camille recordaba que una noche, puesto que ella siempre regresaba a casa en plena noche, lo había sorprendido en el vestíbulo, en pijama, calzado con botas de caza, con un paquete de croquetas en la mano. Parecía muy nervioso, y le preguntó si no había visto a un gato por ahí. Camille le contestó que no, y dio unos pasos con él por el patio, en busca del animal perdido. «¿Cómo es?», le preguntó. «Desgraciadamente, lo ignoro…» «¿No sabe cómo es su gato?» Él se quedo muy quieto: «¿Y por que habría de saberlo? ¡Si yo nunca he tenido gato!» Camille estaba agotada y lo dejó ahí plantado, sacudiendo la cabeza. Decididamente, ese tío era demasiado flipante.

«Un barrio pijo…» Camille volvía a pensar en la frase de Carine mientras subía el primer peldaño de los ciento setenta y dos que la separaban de su cuchitril. Un barrio pijo, si, claro… Camille vivía en el séptimo piso de la escalera de servicio de un edificio elegante que daba al Campo de Marte y, en ese sentido, sí, se podía decir que vivía en un barrio elegante, pues subiéndose a un taburete, e inclinándose peligrosamente hacia la derecha, se podía ver, es cierto, lo alto de la Torre Eiffel. Pero por lo demás, bonita mía, por lo demás no era muy chic que digamos…

Camille se agarraba a la barandilla, escupiendo los pulmones por la boca y arrastrando tras ella sus botellas de agua. Intentaba no detenerse. Jamás. En ningún piso. Una noche lo hizo, y ya no pudo volver a levantarse. Se sentó en el cuarto, y se quedo dormida, con la cabeza apoyada en las rodillas. El despertar fue horrible. Estaba congelada y tardó varios segundos en comprender dónde se encontraba.

Por temor a una tormenta había cerrado la claraboya antes de marcharse y suspiró al imaginarse el calor que haría ahí arriba… Cuando llovía, se mojaba, cuando hacía bueno como hoy, se asaba, y en invierno, se moría de frío. Camille se sabía de memoria esas condiciones climáticas pues ya llevaba viviendo allí más de un año. No se quejaba, ese cuchitril había sido inesperado, y todavía recordaba la expresión incomoda de Pierre Kessler el día en que empujó la puerta de ese trastero delante de ella, tendiéndole la llave.

Era un lugar minúsculo, sucio, lleno de trastos y providencial.

Cuando la recogió una semana antes delante de la puerta de su casa, hambrienta, huraña y callada, Camille Fauque acababa de pasar varias noches durmiendo en la calle.

Al principio se asustó al ver esa sombra delante de su casa:

– ¿Pierre?

– ¿Quién anda ahí?

– Pierre… -gimió una voz.

– ¿Quién es?

Encendió el interruptor y su miedo se hizo aún mayor:

– ¿Camille?¿Eres tú?

– Pierre -sollozó Camille empujando ante ella una maletita-, tiene que guardarme esto… Es mi material, ¿comprende?, y me lo van a robar… Me lo van a robar todo… Todo, todo… No quiero que se lleven mis bártulos porque si no me muero… ¿Comprende? Me muero…

Pierre creyó que estaba delirando:

– ¡Camille! ¿Pero de qué estás hablando? ¿Y de dónde vienes? ¡Entra!

Mathilde apareció detrás de el, y la chica se desmayó sobre el felpudo.

La desnudaron y la acostaron en la habitación del fondo. Pierre Kessler acercó una silla a la cama y se quedó mirando a Camille, asustado.

– ¿Está dormida?

– Creo que sí…

– ¿Qué ha pasado?

– No tengo ni idea.

– ¡Pero mira en qué estado está!

– Shhh…

Se despertó en mitad de la noche del día siguiente y se preparó un baño, sin hacer ruido, para no despertarlos. Pierre y Mathilde, que no estaban dormidos, pensaron que era mejor dejarla tranquila. Estuvo así con ellos varios días, le dejaron una copia de las llaves, y no le hicieron ninguna pregunta. Ese hombre y esa mujer eran una bendición.

Cuando le propuso instalarla en una buhardilla que había conservado en el edificio de sus padres, tras la muerte de éstos, Pierre sacó de debajo de su cama la maletita escocesa que había llevado hasta ellos:

– Toma -le dijo.

Camille negó con la cabeza:

– Prefiero dejarla a…

– Ni hablar -la interrumpió secamente-, te la llevas contigo. ¡En nuestra casa no pinta nada!

Mathilde la acompañó a unos grandes almacenes, la ayudó a elegir una lámpara, un colchón, sábanas y toallas, unas cuantas sartenes, una parrilla eléctrica y una minúscula neverita.

– ¿Tienes dinero? -le preguntó, antes de dejarla marchar.

– Sí.

– ¿Estás bien, bonita?

– Sí -repitió Camille, aguantándose las ganas de llorar.

– ¿Te quieres quedar con nuestras llaves?

– No, no, estaré bien. Que… que puedo decir… que…

Camille lloraba.

– No digas nada.

– ¿Gracias?

– Sí -dijo Mathilde, abrazándola-, gracias está muy bien.

Fueron a verla unos días más tarde.

Los siete pisos los dejaron agotados y se dejaron caer sobre el colchón.

Pierre se reía, decía que todo eso le recordaba su juventud, y cantaba «La bohêêê-mee». Bebieron champán en vasitos de plástico y Mathilde sacó de una gran bolsa un montón de viandas maravillosas. Con la ayuda del champán, y de su carácter bondadoso, se atrevieron a hacerle unas cuantas preguntas. Camille contestó a algunas, y no insistieron más.

Cuando estaban a punto de irse, y Mathilde ya había bajado unos cuantos escalones, Pierre Kessler se dio la vuelta y la cogió de las muñecas:

– Tienes que trabajar, Camille… Ahora debes trabajar…

Ella bajó la mirada:

– Tengo la sensación de haber trabajado mucho estos últimos tiempos… Mucho, mucho…

Pierre aumentó la presión sobre sus muñecas, hasta casi hacerle daño.

– ¡Eso no era trabajo, y lo sabes muy bien!

Camille levantó la cabeza y sostuvo su mirada:

– ¿Por eso me ha ayudado? ¿Para decirme esto?

– No.

Camille temblaba.

– No -repitió el, liberándola-, no. No digas tonterías. Sabes muy bien que siempre te hemos considerado como nuestra propia hija…

– ¿Pródiga o prodigio?

Pierre le sonrió y añadió:

– Trabaja. De todas maneras, no tienes más remedio…

Camille cerró la puerta, guardó la comida, y en el fondo de la bolsa encontró un gran catálogo de Sennelier, la tienda de material de dibujo. Tu cuenta sigue abierta… le recordaba un Post-it. No tuvo el valor de hojearlo, y se bebió a morro lo que quedaba del champán.

Le había obedecido. Estaba trabajando.