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– No.

– ¿Pues entonces qué quieres?

– Querría que te dejaras de jueguecitos conmigo…

– ¿Qué jueguecitos?

– Lo sabes perfectamente… Tu sexual planning, todas esas indirectas tan poco sutiles… No… no me apetece perderte, ni que nos cabreemos. Tengo ganas de que todo salga bien, aquí y ahora… Que éste siga siendo un lugar… o sea, un lugar en el que los tres estemos bien… Un lugar tranquilo, sin líos… Yo… tú… Tú y yo no iríamos nunca a ninguna parte, te das cuenta, ¿verdad? O sea, vamos a ver, quiero decir… claro que podríamos acostarnos, vale, muy bien, pero luego, ¿qué? Lo nuestro no funcionaría nunca y me… vamos, que me parecería una lástima estropearlo todo…

Franck estaba contra las cuerdas, y necesitó varios segundos para saltarle a la yugular:

– ¡Pero tía, ¿qué me estás contando?! ¡Yo nunca he dicho que quisiera acostarme contigo! Y aunque quisiera, ¡nunca podría hacerlo! ¡Estás demasiado flaca! ¿Cómo quieres que un tío tenga ganas de acariciarte? ¡Pero tía, tócate! ¡Tócate! Tía, estás desvariando…

– ¿Ves como hago bien en advertirte? ¿Ves como te veo venir? Entre tú y yo nunca podría funcionar… Intento decirte las cosas con el mayor tacto posible y a ti no se te ocurre otra cosa que contestarme con tu agresividad de mierda, tu estupidez, tu mala fe y tu maldad. ¡Menos mal que nunca podrías acariciarme! ¡Menos mal! ¡No quiero tus sucias manos coloradotas y tus uñas mordisqueadas! ¡Ésas déjalas para las camareras!

Camille seguía aferrada al picaporte:

– Nada, que me ha salido mal la cosa… Más me habría valido callarme… ¡Pero mira que soy tonta…! Mira que soy tonta… Además, no suelo ser así normalmente. Qué va, para nada… Lo mío es más hacerme la longuis y darme el piro cuando la cosa se pone fea…

Franck se sentó en el borde de la bañera.

– Sí, así suelo reaccionar yo normalmente… Pero en este caso, como una idiota, me he obligado a hablarte porque…

Franck levantó la cabeza.

– ¿Porque qué?

– Porque… ya te lo he dicho, me parece importante que este piso siga siendo un lugar tranquilo… Estoy a punto de cumplir veintisiete años y, por primera vez en mi vida, vivo en un sitio en el que me siento bien, un sitio al que vuelvo feliz por la noche, y mira, aunque no lleve aquí mucho tiempo, y pese a todos las burradas que me acabas de soltar, aquí sigo, pisoteando mi amor propio para no arriesgarme a perderlo… Eee… ¿entiendes lo que te estoy diciendo, o ahora mismo no sabes ni por dónde te da el aire?

– …

– Bueno, pues nada… Me voy a tocar, digo a acostar…

Franck no pudo evitar sonreír:

– Perdóname, Camille… No sé cómo comportarme contigo y siempre la cago…

– Sí.

– ¿Por qué soy así?

– Buena pregunta… Bueno, ¿qué? ¿Enterramos el hacha?

– Venga, yo voy cavando…

– Genial. Bueno, ¿qué? ¿Nos damos un besito de buenas noches?

– No. Acostarme contigo, pase, pero besarte en la mejilla, ni hablar. No vaya a ser que me claves el pómulo…

– Mira que eres tonto…

Franck tardó un momento en levantarse, se acurrucó, se miró largo rato los dedos de los pies, las manos, las uñas, apagó la luz, y se tiró a Myriam distraídamente, aplastándola contra la almohada para que Camille no oyera nada.

5

Aunque esa conversación le costó cara, aunque se desnudó esa noche rozando su cuerpo con más desconfianza aún, impotente y desalentada por todos esos huesos que sobresalían en los lugares más estratégicos de la feminidad (las rodillas, las caderas, los hombros), aunque tardó en conciliar el sueño, pues estuvo pasando revista a todos sus defectos, no se arrepintió de ella. Ya desde la mañana siguiente, por la manera en que se movía, en que bromeaba, y se mostraba atento sin exagerar y egoísta sin darse ni cuenta, Camille compendió que Franck había captado el mensaje.

La presencia de Myriam en su vida facilitó las cosas, y aunque seguía tratándola de cualquier manera, dormía a menudo fuera de casa y volvía más relajado.

A veces Camille echaba de menos el jueguecito que se traían antes… Qué pava soy, se decía, con lo agradable que era… Pero esas crisis de debilidad nunca le duraban demasiado. De haber escupido tanto en la taza del váter, sabía cuál era el precio de la serenidad: exorbitante. Y además, ¿en qué consistía todo eso exactamente? ¿Dónde terminaba la sinceridad y empezaba el juego con él? En ese punto estaba de sus divagaciones, sentada sola ante un gratén mal descongelado cuando descubrió algo extraño en el alféizar de la ventana…

Era el retrato que le había hecho Franck el día anterior.

En la entrada de la concha había un corazón de alcachofa fresco…

Camille volvió a sentarse, y se puso a comer sus calabacines fríos sonriendo como una tonta.

6

Fueron juntos a comprar una lavadora ultraperfeccionada y la pagaron a medias. Franck se puso contentillo cuando el vendedor le replicó: «Pero si la señora tiene toda la razón…», y la llamó querida todo el tiempo que duró la explicación.

– La ventaja de estos aparatos combinados -recitaba el charlatán-, de los «dos en uno», si prefieren llamarlo así, es evidentemente lo que ganamos en espacio… Desgraciadamente todos sabemos cómo son las viviendas de las jóvenes parejas hoy en día…

– ¿Le decimos que lo nuestro consiste en un trío de hecho y que compartimos un piso de 400 metros cuadrados? -murmuró Camille, cogiéndolo por el brazo.

– Cariño, por favor… -contestó Franck irritado-, déjame escuchar lo que dice el señor…

Camille insistió en que la dejara enchufada antes de que volviera Philibert, «si no verás cómo se agobia» y se tiró toda una tarde limpiando una habitacioncita junto a la cocina que antes debía de recibir el nombre de «lavadero»…

Descubrió montones y montones de sábanas, trapos bordados, manteles, delantales y servilletas de nido de abeja… Trozos viejos y duros de jabón, y productos resecos dentro de unas cajas preciosas: cristales de sodio, aceite de lino, albayalde, alcohol para limpiar pipas, cera de la abadía de Saint-Wandrille, almidón Remy, suaves al tacto como piezas de un puzzle de terciopelo… Una impresionante colección de cepillos de todos los tipos y tamaños, un plumero tan bonito que parecía una sombrilla, un molde de madera de boj para que los guantes no se deformaran, y una especie de raqueta de mimbre para sacudir las alfombras.

Concienzudamente, Camille alineaba todos esos tesoros, plasmándolos en un gran cuaderno.

Se había empeñado en dibujarlo todo para poder regalárselo a Philibert el día que tuviera que dejar la casa.

Cada vez que Camille se ponía a ordenar un poco, terminaba sentada en el suelo, enfrascada en enormes sombrereras llenas de cartas y fotos, y se tiraba horas con atractivos bigotudos de uniforme, señoras que parecían sacadas de un cuadro de Renoir, y niños vestidos de nenas, que con cinco años posaban con la mano derecha apoyada en un caballo balancín, a los siete, en un aro, y en una Biblia a los doce, con los hombros un poco ladeados para exhibir sus bonitos brazaletes de pequeños comulgantes tocados por la gracia del Señor…

Sí, le encantaba ese lugar, y a menudo ocurría que diera un respingo al consultar su reloj, tuviera que correr por los pasillos del metro, y aguantar la bronca de SuperJosy mientras ésta le señalaba la hora que marcaba su propio reloj… Pero bah…

– ¿Dónde vas?

– A currar, llego súper tarde…

– Abrígate bien, no veas la rasca que hace…

– Sí, papá… Por cierto… -añadió Camille.