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– ¿Qué?

– Mañana vuelve Philou…

– ¿Ah, sí?

– He pedido el día libre… ¿Vas a estar en casa?

– No sé…

– Bueno…

– Ponte al menos una bufan…

Ya se había cerrado la puerta…

«A ver si se aclara», refunfuñó Franck, «si la cuido, mal hecho, si le digo que se abrigue, se burla de mí. Joder, esta tía va a acabar conmigo…»

Año nuevo, y las mismas pejigueras de siempre. Las mismas enceradoras que pesaban como muertos, los mismos aspiradores con la bolsa siempre llena, los mismos cubos numerados («¡Así se acabaron las peleas, chicas!»), los mismos productos entregados con cuentagotas, los mismos lavabos atascados, la misma Mamadou encantadora, las mismas compañeras cansadas, la misma Josy nerviosa… Todo igual.

Camille se encontraba mejor, y se afanaba menos. Había dejado los pedruscos en la puerta, había vuelto al trabajo, disfrutaba más de la luz del día, y ya no encontraba tantos motivos para vivir al revés… Era por la mañana cuando más productiva era, ¿y cómo trabajar por la mañana cuando nunca se iba a la cama antes de las dos o las tres de la madrugada, exhausta por un curro agotador?

Sentía un cosquilleo en las manos, y su cerebro parecía efervescente: Philibert estaba a punto de volver, Franck era soportable, los atractivos del piso, inestimables… Una idea le rondaba la cabeza… Una especie de fresco… bueno, un fresco no, qué palabra más grandilocuente… Más bien una evocación… Sí, eso, una evocación. Una crónica, una biografía imaginaria del lugar en el que vivía… Había en él tanta materia, tantos recuerdos… No sólo los objetos. No sólo las fotos, sino una ammósfera, como diría Franck… Murmullos, palpitaciones… Todos esos libros, esos tapices, esas molduras arrogantes, esos interruptores de porcelana, esos cables pelados, esos calentadores de metal, esos frasquitos de cataplasmas, esas hormas a medida y todas esas etiquetas amarillentas…

El ocaso de un mundo…

Philibert les había avisado: un día, quién sabe si mañana, tendrían que marcharse, coger su ropa, sus libros, sus discos, sus recuerdos, sus dos Tupper amarillos y abandonarlo lodo.

¿Y después? ¿Quién sabe? En el mejor de los casos, el reparto; en el peor, a venderlo todo de cualquier manera u organizar un Rastrillo… Por supuesto, el reloj de pared y las chisteras encontrarían comprador, ¿pero quién se preocuparía del alcohol para limpiar pipas, los pesados pliegues de las cortinas, la cola de caballo con su pequeño exvoto In memoriam Venus, 1887-1912, espléndida alazana de cabeza moteada, y el culín de quinina en su frasco azul, sobre el poyete del cuarto de baño?

¿Convalecencia? ¿Somnolencia? ¿Dulce demencia? Camille no sabía ni cómo ni cuándo se le había ocurrido esa idea, pero hete aquí que se había forjado la pequeña convicción de bolsillo -¿o tal vez, por qué no, se la habría soplado el marqués?- de que todo eso, esa elegancia, ese mundo agonizante, ese museíto de artes y tradiciones burguesas sólo esperaba su llegada, su mirada, su dulzura y su pluma embelesada para resignarse por fin a desaparecer…

Esa idea descabellada iba y venía, desaparecía durante el día, ahuyentada a menudo por una avalancha de rictus burlones: pero hija mía… ¿de qué vas? ¿Y quién te crees que eres? Y a ver, dime, ¿a quién podría interesarle todo esto?

Pero por la noche… ¡Ah, por la noche! Cuando volvía de sus rascacielos horrorosos donde se había pasado la mayor parte del tiempo en cuclillas delante de un cubo, limpiándose el moquillo con la manga de su bata de nailon, cuando se había agachado una y mil veces para tirar vasitos de plástico y papelajos, cuando había recorrido kilómetros de subterráneos de luces macilentas en los que insípidos graffiti no conseguían cubrir este tipo de cosas: «¿Y él? ¿Qué siente cuando está dentro de ti?», cuando dejaba sus llaves en la consola de la entrada y atravesaba ese enorme piso de puntillas, Camille no podía no oír todas esas voces: «Camille… Camille…» chirriaba el parqué, «Retennos…», suplicaban las antiguallas, «¡Demonios! ¿Por qué los Tupper y no nosotros?», se indignaba el viejo general fotografiado en su lecho de muerte. «¡Tiene razón! ¿Por qué?», exclamaban a coro a su vez los botones de cobre y las astrosas costuras.

Entonces Camille se sentaba a oscuras y, lentamente, se liaba un cigarrillo para calmar las voces. Primero, me traen sin cuidado los Tupper, segundo, estoy aquí, no tenéis más que despertarme antes de mediodía, panda de listillos…

Y se ponía a pensar en el príncipe Salina que volvía solo, a pie, después del baile… El príncipe, que venía de asistir, impotente, al declive de su mundo y que, al ver la carcasa sanguinolenta de un buey en la calzada, imploraba al Cielo que no se demorara demasiado…

El tío de la quinta planta le había dejado una caja de bombones Mon Chéri de su parte. Será chalado, se rió Camille, y se los regaló a su jefa preferida. Dejó que el muñecajo hirsuto le diera las gracias por ella: «Vaya, muchas gracias, pero dígame una cosa… ¿no los tendría de licor por un casual?»

Jajá, qué graciosa soy, suspiró Camille dejando su dibujo sobre la mesa, pero qué graciosa soy…

Y así, con ese estado de ánimo medio soñador medio burlón, con un pie en El Gatopardo y el otro en el arroyo, Camille abrió la puerta del cuartito situado detrás de los ascensores donde guardaban los bidones de lejía y todos sus trastos.

Era la última en marcharse y empezó a desnudarse en la penumbra cuando se dio cuenta de que no estaba sola…

Su corazón dejó de latir y sintió que algo caliente resbalaba por sus muslos: acababa de orinarse encima.

– ¿Quién… quién anda ahí? -articuló, tanteando la pared en busca del interruptor.

Estaba ahí, sentado en el suelo, asustado, con una mirada de loco, los ojos hundidos en sus cuencas por culpa del caballo o del mono. Ese tipo de rostro Camille se lo sabía de memoria. No se movía, ya no respiraba y amordazaba la boca de su perro con las dos manos.

Permanecieron así unos segundos, mirándose en silencio, el tiempo de comprender que ninguno de los dos iba a morir por culpa del otro, y cuando apartó la mano derecha para llevarse un dedo a los labios, Camille lo sumió de nuevo en la oscuridad.

Su corazón volvía a latir. Cogió su abrigo de cualquier manera y salió caminando de espaldas.

– ¿El código? -gimió él.

– ¿C… cómo?

– ¿El código para salir del edificio?

Camille ya no se acordaba, tartamudeó, se lo dio por fin, buscó la salida agarrándose a las paredes y se encontró en la calle, temblando como una hoja y bañada en sudor.

Se cruzó con el vigilante:

– Un frío que pela, ¿eh?

– …

– ¿Estás bien? Parece que hubieras visto un fantasma…

– Cansada…

Camille estaba helada, se cruzó el abrigo sobre el pantalón de chándal empapado y echó a andar en la dirección equivocada. Cuando se dio cuenta por fin de dónde se encontraba, fue caminando por la calzada para coger un taxi.

Era un coche lujoso que indicaba las temperaturas interior y exterior (+ 21°, -3°). Camille separó los muslos, apoyó la frente en la ventanilla y se pasó el resto del trayecto observando los bultos formados por seres humanos acurrucados sobre las rejillas de ventilación y en los zaguanes de los portales.

Los testarudos, los cabezotas, los que rechazaban las mantas de aluminio para que no los iluminaran los faros de los coches y que preferían el asfalto tibio a los azulejos de los albergues.