Franck hablaba de carburadores con Philibert, que lo escuchaba pacientemente demostrando así, una vez más, su exquisita educación y su gran corazón:
– Desde luego, 89 euros no es poco -decía muy serio, asintiendo con la cabeza-, y… ¿qué opina tu amigo el… el gordo ese…?
– ¿El gordo de Titi?
– ¡Sí, ése!
– Huy, a Titi se la suda… Pedazos de chatarra así, tiene los que quiere y más…
– Naturalmente -contestó Philibert, sinceramente afligido-, el gordo de Titi es el gordo de Titi…
No lo decía en plan de burla. En sus palabras no había la más mínima ironía. El gordo de Titi era el gordo de Titi, y no había más que hablar.
Camille preguntó quién quería compartir unas crêpes flambeadas con ella. Philibert prefería un sorbete y Franck tomó sus precauciones:
– Espera, espera… ¿Tú qué tipo de tía eres? ¿De las que dicen «compartimos» y luego se ponen moradas haciéndose las finas? ¿De las que dicen «compartimos» y apenas prueban la tarta? ¿O de las que dicen «compartimos» y comparten de verdad?
– Arriésgate y lo sabrás…
– Mmm, están riquísimas…
– Qué va, están recalentadas, son demasiado gruesas y les han puesto demasiada mantequilla… Ya te las haré yo algún día y verás qué diferencia…
– Cuando quieras…
– Cuando te portes bien.
Philibert se daba perfecta cuenta de que algo había cambiado, pero no sabía muy bien qué.
No era el único.
Y eso era lo gracioso…
Como Camille insistía, y las mujeres son las que mandan, hablaron de dinero: ¿quién paga qué, cuándo y cómo? ¿Quién hace la compra? ¿Cuánto se le da a la portera de aguinaldo? ¿Qué nombres ponemos en el buzón? ¿Instalamos una línea telefónica? ¿Nos dejamos amedrentar por las cartas exasperadas del Tesoro Público? ¿Y la limpieza? Cada uno su habitación, vale, ¿pero por qué le tocaba siempre a ella o a Philou el marrón de limpiar la cocina y el cuarto de baño? Hablando del cuarto de baño, hace falta una papelera, ya me ocupo yo… Tú, Franck, a ver si reciclas tus latas de cerveza, y ventilas de vez en cuando tu habitación porque si no, nos va a dar algo a todos… Y el retrete, tres cuartos de lo mismo. Se ruega bajar la tapa del váter, y cuando ya no quede papel higiénico, se avisa. Bueno, y también podríamos comprarnos un aspirador en condiciones, digo yo… La escoba de paja del año de la tana tiene su encanto, pero sólo hasta cierto punto… Y… ¿algo más?
– ¿Qué, Philou, entiendes ahora por qué te decía yo que no dejaras que se te colara una chica en casa? ¿Has visto en qué jaleo nos ha metido? Y tú espera, que esto no ha hecho más que empezar…
Philibert Marquet de la Durbellière sonreía. No, no lo entendía. Acababa de pasar quince días humillantes bajo la mirada exasperada de su padre, que ya no lograba ocultar su desaprobación. Un hijo primogénito a quien no interesaban ni las tierras, ni los bosques, ni las mujeres, ni las finanzas y menos aún su rango social. Un incapaz, un tontorrón que vendía postales para el Estado y tartamudeaba cuando su hermana pequeña le pedía que le pasara la sal. El único heredero de título y ni siquiera era capaz de mostrar un poco de aplomo cuando se dirigía al guarda forestal. No, él no se merecía un hijo así, se decía cada mañana rechinando los dientes cuando lo sorprendía a cuatro patas en la habitación de Blanche jugando a las muñecas con ella…
– ¿No tiene nada mejor que hacer, hijo mío?
– No, padre, p… pero dígame, si m… me necesita para algo…
Pero salió de la habitación dando un portazo antes de que Philibert tuviera tiempo de terminar la frase.
– ¿Vale que tú hacías la comida y yo iba a la compra? ¿Y vale que tú hacías gofres y después íbamos al parque a sacar de paseo a lo bebés…?
– Sí, bonita, vale, lo que tú quieras…
Para él, Blanche o Camille eran la misma cosa: chiquillas que lo querían y a veces le daban besitos. Y a cambio de eso, estaba dispuesto a tragarse el desprecio de su padre y a comprar cincuenta aspiradores si era necesario.
No había ningún problema.
Como le gustaban los manuscritos, los juramentos, los pergaminos, los mapas y otros tratados, fue Philibert quien apartó las tazas de café y sacó una hoja de su maletín, sobre la que escribió ceremoniosamente: «Carta Magna de la avenida Émile Deschanel para uso de sus ocupantes y demás visit…»
Aquí se interrumpió:
– ¿Y quién era Émile Deschanel, niños?
– ¡Un presidente de la República!
– No, ése se llamaba Paul. Émile Deschanel era un hombre de letras, profesor en la Sorbona y destituido a causa de su obra Catolicismo y socialismo… O al revés, ya no me acuerdo… De hecho, a mi abuela le sentaba un poco mal que en sus tarjetas de visita apareciera el nombre de este canalla… Bueno, esto… ¿por dónde iba?
Retomó punto por punto todo cuanto se había decidido, incluí do el papel higiénico y las bolsas de basura, y les pasó el nuevo protocolo para que cada uno pudiera añadir sus propias convenciones.
– Estoy hecho todo un jacobino… -suspiró.
Franck y Camille dejaron sus copas de vino de mala gana y escribieron muchas tonterías…
Imperturbable, Philibert sacó su lacre, sobre el que fijó el sello de su anillo ante la mirada pasmada de los otros dos, y luego dobló la hoja en tres y se la guardó con total naturalidad en el bolsillo de su chaqueta.
– Oye… ¿siempre vas por ahí con tus bártulos de Luis XIV encima? -preguntó Franck por fin, meneando la cabeza en un gesto de incredulidad.
– Mi lacre, mi sello, mis sales, mis escudos de oro, mi plastrón y mis venenos… Desde luego que sí, querido amigo…
Franck, que había reconocido a uno de los camareros, fue a echar una ojeada a las cocinas.
– Sigo diciendo, una fábrica de comida. Pero una fábrica bonita, eso sí.
Camille se apoderó de la cuenta, que sí, que sí, insisto, vosotros pasaréis la aspiradora, recuperaron la maleta, pasando por encima de los cuerpos de algunos mendigos tumbados aquí y allá, Lucky Strike se subió a su moto, y los otros dos llamaron a un taxi.
8
Camille lo esperó en vano al día siguiente, al otro, y el resto de la semana. Ni rastro. Del guardia de seguridad, con el que ya pegaba un poco la hebra (a Matrix no le había bajado el cojón derecho, un drama…), tampoco sacó ninguna información. Sin embargo; Camille sabía que andaba por ahí. Cuando dejaba una bolsa de provisiones detrás de los bidones de detergente, con pan, queso, lechuga, plátanos y comida para perros, ésta desaparecía sistemáticamente. Nunca había un solo pelo de perro, nunca una miga, ni el más mínimo olor… Para ser un yonqui, a Camille le parecía que se organizaba muy bien, hasta tal punto que incluso llegó a dudar de quién sería el destinatario de sus atenciones… Lo mismo era el chalado del guardia, que alimentaba por la gorra a su monocojónico… Tanteó un poco el terreno, pero no, Matrix sólo comía croquetas enriquecidas con vitamina B12 con una cucharada de aceite de ricino para el pelo. Las latas eran una mierda. ¿Por qué darle a tu perro algo que tú mismo no te comerías?
Eh, a ver, ¿por qué?
– Pero las croquetas será lo mismo, ¿no? Tú no te las comerías…
– ¡Pues claro que me las como!
– Sí, anda ya…
– ¡Te lo juro!
Lo peor de todo era que Camille lo creía. El monocojón y el mononeurona, mano a mano, mordisqueando croquetas de pollo y viendo una peli porno, en la garita recalentada, en plena noche. Claro que sí, cuadraba por completo.
Y así transcurrieron varios días. Algunas veces no venía. El pan se ponía duro y ahí seguían los cigarrillos. Otras veces, se pasaba por ahí pero no cogía nada más que la comida del perro… Demasiado colocado, o no lo suficiente como para poder darse un atracón… Otras veces, era Camille quien faltaba a la cita… Pero ya no se comía el coco con eso. Echaba un vistazo rápido al fondo del cuartito para saber si tenía que vaciar su bolsa de provisiones, y listo.