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– ¡Huy, yo no ando metiendo las narices en los asuntos de los demás! Unos van, otros vienen… Tampoco es que yo lo entienda todo, pero bueno…

– Le hablo del chico del perro…

– ¿Vincent?

– Pues…

– ¡Sí, mujer, Vincent! ¿El sidoso del chucho?

Camille ya no sabía qué decir.

– Vino a verme ayer porque mi Pikou aullaba como un loco detrás de la puerta, así que nos hemos presentado a los chuchos entre sí… Así es todo más fácil… Ya sabe lo que hacen… Se olisquean el trasero de una vez por todas y con eso ya nos dejan tranquilos a los demás… ¿Por qué me mira así?

– ¿Por qué dice que tiene sida?

– ¡Válgame Dios, pues porque me lo dijo él! Nos tomamos una copita de Oporto… ¿Le apetece a usted una también?

– No, no… pero… pero gracias de todas formas…

– Pues sí, es una lástima, pero como le decía yo, eso ahora se cura bien… Han dado con las medicinas adecuadas…

Camille estaba tan perpleja que se le olvidó coger el ascensor. ¿Pero qué era toda esa historia? ¿Por qué las churras no estaban con las churras, y las merinas con las merinas?

¿Pero hasta dónde vamos a llegar?

La vida era menos complicada cuando lo único que tenía que hacer era amontonar sus pedruscos… Anda, tonta, no digas eso…

No, tienes razón. No digo eso.

– ¿Qué pasa?

– Joder… Mira mi jersey… -rezongó Franck, cabreadísimo-. ¡Es esta mierda de lavadora! Joder, y éste además me gustaba un montón… ¡Mira! ¡Pero tú mira! ¡Se ha quedado enano!

– Espera, le corto las mangas y se lo regalas a la portera para su rata…

– Sí, tú ríete. Un Ralph Lauren nuevecito…

– ¡Pues justamente, le va a encantar! Además, te adora…

– ¿En serio?

– Justo ahora me lo acaba de decir otra vez: «¡Ah! ¡Pero qué buen mozo que es ese amigo suyo, con esa moto tan bonita!»

– Anda ya.

– Palabra.

– Bueno, pues hala, venga… Se lo bajo al marcharme…

Camille ahogó una risa y le hizo a Pikou un chalequito de lo más elegante.

– Qué suerte, te van a comer a besos…

– Calla, calla, miedo me da…

– ¿Y Philou?

– ¿Quieres decir Cyrano? En su taller de teatro…

– ¿De verdad?

– Tendrías que haberlo visto al marcharse… Otra vez se había disfrazado de qué sé yo qué… Con una capa larga y todo…

Camille y Franck se reían.

– Me encanta…

– A mí también.

Camille fue a prepararse un té.

– ¿Quieres?

– No, gracias contestó Franck-, tengo que irme. Oye…

– ¿Qué?

– ¿No te apetece ir a tomar un poco el aire?

– ¿Cómo?

– ¿Cuánto hace que no has salido de París?

– Siglos…

– El domingo que viene hacemos la matanza del cerdo, ¿te quieres venir? Estoy seguro de que te interesaría… Lo digo por lo del dibujo, ¿eh?

– ¿Dónde es eso?

– En casa de unos amigos míos, en la región de Cher…

– No sé…

– ¡Sí, mujer! Vente… Esto hay que verlo al menos una vez en la vida… Un día se dejará de hacer, ¿sabes?

– Me lo voy a pensar.

– Eso, eso, tú piénsatelo. Es tu especialidad, eso de pensar. ¿Dónde está mi jersey?

– Ahí -le dijo Camille, señalándole una maravillosa funda para chuchos verde clarito.

– Joder… Un Ralph Lauren, además… Hay que joderse…

– Anda… Te vas a hacer dos amigos para toda la vida…

– ¡Joder, más le vale no volver a mearse en mi moto al chucho este de los cojones!

– Tú tranquilo, ya verás como no… -dijo Camille, conteniendo la risa mientras le abría la puerta-. «Sí, sí, como se lo digo, bien guapetón que iba su amigo en su motocicleta el otro día…»

Camille corrió a retirar el agua del fuego, cogió su bloc de dibujo, y se sentó junto al espejo. Por fin pudo echarse a reír. A reír como una loca. Vaya cría estaba hecha. Se imaginaba la escena: Franck, siempre tan seguro de sí mismo, llamando con los nudillos al cristal de la ventana, con esa chulería tan suya, ofreciéndole a la portera el chaleco de lana en bandeja de plata… ¡Ah, qué bien sentaba reírse así! Qué bien sentaba… Estaba despeinada, dibujó su cabello revuelto, sus hoyuelos, su risa tonta y escribió: Camille, enero 2004, luego se duchó y decidió que sí, iría a la matanza con él.

Le debía eso como mínimo…

Un mensaje en su buzón de voz. Era su madre… Oh, no, hoy no… Para borrar el mensaje, pulse la tecla asterisco.

Así de fácil. Hala. Asterisco.

Se pasó el resto del día escuchando música, con sus tesoros y su caja de acuarelas. Fumó, picó algo de comer, alisó bien las cerdas de sus pinceles, se rió sola y gruñó malhumorada cuando llegó la hora de irse al curro.

Ya has despejado bastante camino, pensaba correteando hasta la boca de metro, pero todavía te queda, ¿eh? ¿No te irás a parar aquí?

Hago lo que puedo, hago lo que puedo…

Pues hala, venga, confiamos en ti.

No, no, no confiéis en mí, que me agobio.

Anda, calla, calla… Y date prisa, que vas a llegar tardísimo…

10

Philibert sufría. Persiguió a Franck por toda la casa.

– Es una insensatez. Vais a salir demasiado tarde… Dentro de una hora ya será de noche… Va a helar… Es una verdadera insensatez… Marchaos ma… mañana…

– La matanza es mañana por la mañana.

– ¡Pero ya… además, a quién se le ocurre! Ca… Camille -decía, retorciéndose las manos-, quédate conmigo, te llevaré al Palacio del Té…

– Tranqui, tío -rezongó Franck, metiendo su cepillo de dientes en un par de calcetines-, que tampoco está tan lejos… En una hora estamos allí…

– Oh, n… no me digas eso… O… otra vez vas a co… conducir como un loco…

– Que no, hombre…

– Que sí, que te co… conozco…

– ¡Philou, para ya, tío! Que no te la rompo, te lo juro… ¿Vienes, nena?

– Oh… es que… es que…

– ¿Es que qué? -preguntó Franck, exasperado.

– Aparte de vosotros, no tengo a… a nadie más en el mundo…

Silencio.

– Madre mía… No me lo puedo creer… Ahora te pones en plan melodramático…

Camille se puso de puntillas para darle un beso.

– Yo tampoco tengo a nadie más en el mundo… No te preocupes…

Franck dejó escapar un suspiro.

– ¡Pero qué coño hago yo con este par de chalados! ¡Esto parece un culebrón! ¡Que no nos vamos a la guerra, hostia! ¡Que solo estaremos fuera dos días!

– Te voy a traer un buen entrecot -le dijo Camille a Philibert, metiéndose en el ascensor.

Las puertas se cerraron tras ellos.

– Oye.

– ¿Qué?

– No hay entrecots de cerdo…

– ¿Ah, no?

– Pues claro que no.

– ¿Y entonces qué hay?

Franck levantó los ojos al cielo.

11

Todavía no habían salido de París cuando Franck se paró en la cuneta y le indicó que se bajara de la moto.

– Oye, así no podemos seguir…

– ¿Por qué, qué pasa?

– Cuando yo me inclino, te tienes que inclinar conmigo.

– ¿Estás seguro?

– ¡Pues claro que estoy seguro! ¡Como sigas con estas paridas nos la pegamos!

– Pero… yo pensaba que al inclinarme hacia el lado contrario, nos equilibraba…

– Joder, Camille… Mira, no sabría darte una clase de física, pero es una cuestión de eje de gravedad, ¿entiendes? Si nos inclinamos juntos, los neumáticos se adhieren mejor a la carretera…