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Actualmente limpiaba la mierda de los demás, lo cual la satisfacía plenamente.

En efecto, hacía un calor horrible allí arriba… SuperJosy les había advertido el día anterior: «No os quejéis, chicas, estamos viviendo los últimos días de sol, ¡después llegará el invierno y nos pelaremos de frío! Así que nada de quejarse, ¿eh?»

Por una vez tenía razón. El mes de septiembre llegaba a su fin, y los días eran sensiblemente más cortos. Camille pensó que ese año tendría que organizarse de otra manera, acostarse antes y levantarse por la tarde para ver el sol. Ese tipo de pensamiento la sorprendió a ella misma y con una cierta despreocupación pulsó la tecla de su contestador:

«Soy mamá. Bueno… -rió amargamente la voz-, no sé si sabes de quién te hablo… Mamá, ¿te dice algo esa palabra? Es la que emplean los niños buenos para dirigirse a quien los trae al mundo, creo… Porque tienes una madre, Camille, ¿te acuerdas? Disculpa que te lo recuerde, pero como es el tercer mensaje que te dejo desde el martes… Sólo quería saber si seguía en pie lo de comer jun…»

Camille la interrumpió y guardo en la nevera el yogur que acababa de empezar. Se sentó con las piernas cruzadas, cogió el tabaco, y se esforzó por liarse un cigarrillo. Sus manos la traicionaban. Necesitó varios intentos para enrollar el papel sin romperlo. Se concentraba en sus gestos como si no hubiera nada más importante en el mundo y se mordía los labios hasta hacerse sangre. Era demasiado injusto. Era demasiado injusto pasarlas así de canutas por una puta hojita de papel cuando acababa de vivir un día casi normal. Había hablado, escuchado, reído, sociabilizado incluso. Había coqueteado con ese médico y le había hecho una promesa a Mamadou. Parecía una tontería, y sin embargo… Hacía mucho tiempo que no prometía nada. Jamás. A nadie. Pero ahora unas frases salidas de una máquina le destartalaban la cabeza, la llevaban hacia atrás, y la obligaban a tumbarse, aplastada como estaba bajo el peso de imaginarios escombros…

5

– ¡Lestafier!

– ¡Sí, señor!

– Teléfono…

– ¡No, jefe!

– ¿Cómo que no?

– ¡Estoy ocupado, jefe! Diga que me llamen más tarde…

El hombre sacudió la cabeza y volvió a la especie de armario que le servia de despacho.

– ¡Lestafier!

– ¡Sí, jefe!

– Es su abuela…

Risotadas por doquier.

– Dígale que luego la llamo -repitió el chico, que estaba deshuesando un trozo de carne.

– ¡No me toque los cojones, Lestafier! ¡Coja el puto teléfono de una vez! ¡Que yo no soy su secretaria!

El chico se limpió las manos en el trapo que colgaba de su delantal, se enjugó la frente en la manga y le dijo al chaval que trabajaba a su lado, con un gesto como de rebanarle el cuello:

– Tú, mucho cuidadito con tocar nada, porque si no… ras…

– Que sí, que vale -le contestó aquél-, ve a encargar tus regalos de Reyes, que te está esperando tu abuelita…

– Calla, gilipollas…

Entró en el despacho y cogió el teléfono, suspirando:

– ¿Abuela?

– Hola, Franck… No soy tu abuela, soy la señora Carminot…

– ¿La señora Carminot?

– ¡Huy! Cuánto me ha costado dar contigo… Primero he llamado a un sitio, y me han dicho que ya no trabajabas allí, entonces he llam…

– ¿Qué pasa? -la interrumpió Franck bruscamente.

– Dios mío, es Paulette…

– Espere. No cuelgue.

Se levantó, cerró la puerta, volvió a coger el auricular, se sentó, asintió con la cabeza, palideció, buscó un boli sobre la mesa, dijo unas palabras más, y colgó. Se quitó el gorro de cocinero, apoyó la cabeza entre las manos, cerró los ojos, y permaneció así varios minutos. El chef lo miraba fijamente a través del cristal de la puerta. Terminó por guardarse el pedazo de papel en el bolsillo y salió.

– ¿Todo bien, chico?

– Sí, jefe…

– ¿Es grave?

– El cuello del fémur…

– ¡Ah! -dijo el chef-, eso les pasa a menudo a los viejos… A mi madre le pasó hace diez años, y si la viera ahora… ¡No para quieta!

– Una cosa, jefe…

– Algo me dice que me va a pedir el día libre…

– No, voy a hacer el turno del mediodía, y prepararé el de la noche durante el descanso, pero luego sí me gustaría irme…

– ¿Y quien hará el plato caliente esta noche?

– Guillaume. Lo puede hacer…

– ¿Sabrá?

– Sí, jefe.

– ¿Y quien me dice a mí que sabrá?

– Yo, jefe.

El hombre hizo una mueca, increpó a un camarero que pasaba por ahí y le ordenó que se cambiara de camisa. Se volvió de nuevo hacía Lestafier y añadió:

– Está bien, pero se lo advierto, Lestafier, si pasa algo durante el turno de esta noche, si tengo que hacer un solo comentario, uno solo, ¿me oye? La culpa será suya, ¿entendido?

– Entendido, jefe.

Franck volvió a su sitio y cogió su cuchillo.

– ¡Lestafier! ¡Vaya primero a lavarse las manos! ¿Dónde se cree que estamos, en un restaurante de provincias?

– Hasta los cojones -murmuró Franck cerrando los ojos-. Me tenéis todos hasta los cojones…

Se puso a trabajar en silencio. Al cabo de un rato, el pinche se atrevió a preguntarle:

– ¿Estás bien?

– No.

– He oído lo que le decías al gordo… El cuello del fémur, ¿es eso?

– Sí.

– ¿Es grave?

– No, no creo, pero el problema es que estoy solo…

– ¿Solo para que?

– Para todo.

Guillaume no comprendió, pero prefirió dejarle en paz con sus problemas.

– Si me has oído hablar con el viejo, quiere decir que sabes lo que te toca esta noche…

– Yes.

– ¿Te ves capaz?

– Eso habría que negociarlo…

Siguieron trabajando en silencio, uno inclinado sobre su conejo, y el otro sobre su solomillo de cordero.

– Mi moto…

– ¿Qué?

– Te la presto el domingo…

– ¿La nueva?

– Sí.

– Caray -dijo el otro-, pues sí que quieres a tu abuelita… Vale. Hecho.

Franck esbozó un rictus amargo.

– Gracias.

– ¿Eh?

– ¿Qué?

– ¿Donde está tu vieja?

– En Tours.

– ¿Entonces? Necesitarás la moto el domingo si quieres ir a verla, ¿no?

– Ya me apañaré de alguna manera…

La voz del chef los interrumpió:

– ¡Silencio, señores, por favor! ¡Silencio!

Guillaume afiló su cuchillo y aprovechó el ruido para murmurar:

– Bueno, venga… Ya me la prestarás cuando se cure…

– Gracias.

– No me des las gracias. Te voy a robar el puesto…

Franck Lestafier asintió con la cabeza, sonriendo.

No pronunció una sola palabra más. El turno se le hizo más largo que de costumbre. Le costaba concentrarse, ladraba cuando el chef le pedía las cosas, y trataba de no quemarse. Estuvo a punto de pasarse en el punto de cocción de un chuletón de ternera, y no paraba de insultarse en voz baja. Pensaba que en las próximas semanas iba a estar de mierda hasta el cuello. Ya era bastante complicado acordarse de ella e ir a verla cuando estaba bien, con que ahora… Acababa de comprarse una moto carísima con un crédito como una catedral, y se había comprometido a muchas horas extra para pagar las letras. ¿De dónde iba a sacar un hueco para ella en todo eso? Aunque… No se atrevía a confesárselo, pero también se alegraba de la ocasión… El Titi le había puesto a punto la moto e iba a poder probarla en la autopista…

Si salía todo bien, se lo pasaría en grande, y llegaría allí en poco más de una hora…

Se quedó pues solo en la cocina durante el descanso con los mendas que lavaban los platos. Preparó las salsas para la carne, hizo inventario de su mercancía, numeró pedazos de carne y le dejó una larga nota a Guillaume. No le daba tiempo a pasar por casa, así que se duchó en el vestuario, buscó un producto para limpiar la visera del casco y se marchó de allí con el espíritu confundido.