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– Y… Paulette… esto… lo que usted llama compresas no es otra cosa que… que…

– ¡No me irás a obligar a ponerme un pañal como hacían en la residencia con la excusa de que es más barato! -se indignó la anciana.

– ¡Ah, compresas! -repitió Camille aliviada-. Vale… Es que no había caído…

Ya se conocían de cabo a rabo el Franprix, ¡y muy pronto se les antojó algo paleto incluso! Así que cambiaron de almacenes, y ahora iban al Monoprix, despacito, arrastrando el carrito de la compra, con la lista que les había hecho Franck la víspera por la noche…

¡Ah, el Monoprix!

Era toda su vida…

Paulette se despertaba siempre la primera, y esperaba a que uno de los chicos le trajera el desayuno a la cama. Cuando era Philibert quien se encargaba, lo traía en una bandeja de plata, con una pinza para los terroncitos de azúcar, una servilleta bordada, y una jarrita para la leche. Luego la ayudaba a incorporarse, le ahuecaba las almohadas, y descorría las cortinas comentando algo sobre el tiempo. Nunca un hombre había sido tan atento con ella, y pasó lo que tenía que pasar: ella también empezó a adorarlo. Cuando le tocaba a Franck era… un poco más rústico. Le dejaba el tazón de malta sobre la mesilla de noche y le daba un beso en la mejilla quejándose de que llegaba tarde.

– ¿No tienes ganas de hacer pis?

– Espero a Camille…

– ¡Eh, abuela, vale ya! ¡Déjala respirar un poco! ¡Lo mismo todavía duerme una hora más! No te vas a estar aguantando tanto tiempo…

Imperturbable, Paulette repetía:

– La espero.

Franck se marchaba refunfuñando.

«Pues nada, hala, espérala, anda… Espérala… Qué putada, ahora tú te lo llevas todo… ¡Yo también la espero, joder! ¿Qué tengo que hacer? ¿Partirme las dos piernas para que me haga carantoñas a mí también? Me cago en la Mary Poppins de las narices…»

Camille salía justo en ese momento de su habitación, estirándose.

– ¿Y ahora qué estás mascullando?

– Nada. Vivo con el príncipe Carlos y santa Teresa de Calcuta y me lo paso pipa. Quita, que llego tarde… Ah, por cierto…

– ¿Qué?

– A ver, déjame ver tu brazo… ¡Muy bien! -exclamó, palpándola-. Oye, gordita, ten cuidado, que lo mismo un día de estos voy y te como…

– Ni en tus mejores sueños, cocinerito, ni en tus mejores sueños.

– Sí, hija, sí, tú espera y verás…

Era cierto, el mundo era mucho más divertido.

Volvió con la chaqueta bajo el brazo:

– El miércoles que viene…

– ¿Qué pasa el miércoles que viene?

– Será miércoles de carnaval, porque el martes tendré mucho curro, y tú me esperas para cenar…

– ¿A medianoche?

– Intentaré llegar a casa antes, y te prepararé unas crêpes como no las has probado en tu vida…

– ¡Ah, qué susto! ¡Pensaba que era el día que habías elegido para echarme un polvo!

– Primero te preparo las crêpes y luego te echo un polvo.

– Perfecto.

¿Perfecto? Ah, lo llevaba crudo el muy tonto… ¿Qué iba a hacer hasta el miércoles? ¿Chocarse con todas las farolas, echar a perder todas las salsas en el curro y comprarse ropa interior nueva? ¡Joder, es que no hay derecho! ¡De una forma o de otra, esta tía iba a acabar con él! Qué angustia… Mientras esta vez fuera de verdad… En la duda, decidió comprarse un calzoncillo nuevo por si las moscas…

Eso es… Y desde luego, me temo que se me va a ir la mano con el Grand Marnier, sí, sí… Y lo que no utilice en las crêpes, me lo bebo, hala.

Camille se reunía después con Paulette para desayunar con ella. Se sentaba en la cama, estiraba el edredón, y esperaban a que se fueran los chicos para ver la Teletienda. Se extasiaban, se partían de risa, se burlaban de las pintas de los presentadores, y Paulette, que todavía no había asimilado el paso al euro, se extrañaba de que la vida fuera tan barata en París. El tiempo ya no existía, se estiraba despacio desde el té del desayuno hasta el Monoprix, y del Monoprix hasta el quiosco de prensa.

Les parecía estar de vacaciones. Las primeras desde hacía años para Camille y desde siempre para la anciana. Se llevaban bien, se comprendían con medias palabras y rejuvenecían las dos conforme los días se iban haciendo más largos.

Camille se había convertido en lo que la agencia de subsidios llama una «auxiliar de vida». Esas tres palabras le iban bien, y compensaba su ignorancia geriátrica adoptando un tono directo y una crudeza en la expresión que las desinhibía a las dos.

– Ande, Paulette, métase en la bañera… Yo le limpio el trasero con la alcachofa…

– ¿Estás segura?

– ¡Pues claro!

– ¿No te da asco?

– Pues claro que no.

Como la instalación de una cabina de ducha había resultado demasiado complicada, Franck había montado un escalón antideslizante para que Paulette pudiera entrar y salir de la bañera, y le había serrado las patas a una vieja silla sobre la que Camille ponía una toalla antes de sentar en ella a su protegida.

– Oh -gemía ésta-, pero a mí me da vergüenza… No te imaginas cómo me violenta imponerte esto…

– Vamos, vamos…

– ¿Este cuerpo viejo no te da asco? ¿Estás segura?

– Mire, me… me parece que no compartimos el mismo enfoque… Yo… he tomado clases de anatomía, he dibujado cuerpos desnudos de personas de su edad, y no tengo problemas de pudor… bueno, sí, pero no ese tipo de pudor. No sabría explicarle… Cuando la miro, no me digo a mí misma: buaj, qué asco esas arrugas, esos pechos caídos, esa tripa blandurria, ese vello blanco, ese culo fofo, o esas rodillas huesudas… No, en absoluto… Tal vez la ofenda con lo que le voy a decir, pero su cuerpo me interesa independientemente de usted. Cuando lo veo pienso en trabajo, técnica, luz, contornos, carne que plasmar… Pienso en algunos cuadros… Las viejas locas de Goya, la madre de Rembrandt o su profetisa Anne… Perdóneme, Paulette, es horrible lo que le estoy contando… ¡a decir verdad, la miro muy fríamente!

– ¿Cómo a un bicho raro?

– Algo de eso hay… Pero más bien como a una curiosidad…

– ¿Y entonces?

– Entonces nada.

– ¿Me vas a dibujar a mí también?

– Sí.

Silencio.

– Sí, si usted me lo permite… Me gustaría dibujarla hasta que me la sepa de memoria. Hasta que se harte de tenerme a su alrededor…

– Te lo permitiré, pero es que esto… No eres mi hija ni nada y me siento… Oh, qué… qué avergonzada estoy…

Camille se desnudó entonces y se arrodilló delante de ella sobre los azulejos grises: