– Láveme.
– ¿Cómo?
– Coja el jabón, la esponja, y láveme, Paulette.
Ésta obedeció y, medio tiritando en su reclinatorio acuático, tendió el brazo hacia la espalda de la muchacha.
– ¡Eh! ¡Más fuerte!
– Dios mío, eres tan joven… Cuando pienso que en tiempos yo era como tú ahora… No tan menudita, claro, pero…
– ¿Quiere decir flaca? -la interrumpió Camille, agarrándose al grifo.
– No, no, de verdad quería decir «menuda»… Cuando Franck me habló de ti por primera vez, recuerdo que sólo decía esa palabra, una y otra vez: «Jo, abuela, es tan flaca… Si vieras lo flaca que es…», pero ahora que te veo tal como eres, no estoy de acuerdo con él. No te veo flaca, eres fina. Me recuerdas a esa chica que sale en la novela Le Grand Meaulnes… ¿Sabes quién le digo? ¿Cómo se llamaba? Ayúdame…
– No la he leído.
– Ella también tenía un nombre noble… Ay, qué rabia no acordarme…
– Ya lo miraremos en la biblioteca… ¡Venga, láveme! ¡Más abajo también! ¡No hay pero que valga! Espere, que me voy a dar la vuelta… Así… ¿Lo ve? ¡Estamos en el mismo barco, querida! ¿Por qué me mira así?
– Es que… Esa cicatriz que tienes ahí…
– Ah, ¿esto? No es nada…
– No… No me digas que no es nada… ¿Qué te pasó?
– Nada, le digo.
Y, desde ese día, no volvieron a hablar de cuestiones epidérmicas.
Camille la ayudaba a sentarse en la taza del váter, y luego en la silla de la bañera, y la enjabonaba hablando de otra cosa. Lavarle el pelo resultó más complicado. Cada vez que cerraba los ojos, la anciana perdía el equilibrio y se iba hacia atrás. Al cabo de varios intentos catastróficos, decidieron sacarse un bono en una peluquería. No en su barrio, donde eran todas carísimas («¿Myriam? ¿Quién es ésa? No conozco a ninguna Myriam, yo», le respondió el idiota de Franck), sino en la otra punta de una línea de autobús. Camille estudió su plano de la ciudad, siguió con el dedo el recorrido de la empresa de transportes, buscó cierto exotismo, consultó las páginas amarillas, pidió presupuestos para una sesión semanal de lavar y marcar, y se decidió por una pequeña peluquería de la calle Pyrénées, en el barrio del final de la línea del autobús 69.
A decir verdad, la diferencia de precio no justificaba una expedición así, pero el paseo era tan bonito…
Y todos los viernes, al despuntar el alba, instalaba a una Paulette encogidita en un asiento junto a la ventana y le comentaba todos los detalles de Paris by day, cazando al vuelo (en su cuaderno, y en función de los atascos que hubiera) una pareja de caniches con abriguitos de Burberry's en el Pont Royal, la especie de salchichilla que decoraba las fachadas del Louvre, las cajas y los pulidores de los limpiabotas en el Quai de la Mégisserie, el pedestal del genio de la Bastilla o la parte de arriba de los panteones del cementerio de Père Lathaise, y luego leía historias de princesas embarazadas y cantantes abandonados mientras su amiga se pasaba el rato tan contenta debajo del secador. Luego almorzaban en un café de la plaza Gambetta. No en el Gambetta justamente, un sitio un pelín demasiado a la moda para su gusto, sino en el Bar du Métro, con su rico olor a tabaco frío, a millonario decadente y a camarero irritable.
Paulette, que recordaba bien el catecismo, tomaba invariablemente trucha con salsa de almendras, y Camille, que carecía por completo de moral, se zampaba un mixto con bechamel, cerrando los ojos. Pedían también una jarrita de vino de la casa, sí, señor, y brindaban con alegría. «¡Por nosotras!» En el camino de vuelta, Camille se sentaba frente a ella y dibujaba exactamente las mismas cosas, pero reflejadas en la mirada de una ancianita bien arreglada y con demasiada laca en el pelo, que no se atrevía a apoyar la cabeza en el cristal por miedo a aplastar sus preciosos ricitos malvas. (Johanna, la peluquera, la había convencido de cambiar de color: «Entonces está usted de acuerdo, ¿no? Le pongo Opalina ceniza, ¿en? Mire, es el número 31, éste de aquí…» Paulette quería pedir consejo a Camille con la mirada, pero ésta estaba enfrascada en una historia de liposucción fallida. «¿No quedará un poco triste?», le preguntó inquieta a la peluquera. «¿Triste? ¡No, qué va, al contrario, quedará muy alegre!»)
En efecto, era… era la palabra adecuada. Quedaba muy alegre, y aquel día se bajaron en la esquina con el Quai Voltaire para comprar, entre otras cosas, una nueva salserilla de acuarela en Sennelier.
El cabello de Paulette había pasado del Rosa Dorado muy diluido al Violeta de Windsor.
Y, todo hay que decirlo, era mucho más chic…
Los demás días era pues al Monoprix donde iban. Tardaban más de una hora en recorrer doscientos metros, probaban la nueva Danette, contestaban a encuestas tontísimas, se probaban pintalabios u horrorosos pañuelos de muselina. Se entretenían, parloteaban, se detenían por el camino, comentaban el aspecto de las burguesas del distrito VII, y la alegría de las adolescentes: sus carcajadas, sus historias rocambolescas, los timbres de sus teléfonos móviles y sus mochilas llenas de chismes colgando. Paulette y Camille se divertían, suspiraban, se burlaban y se levantaban con cuidado. Les sobraba tiempo, tenían toda la vida por delante…
5
Cuando Franck no se encargaba de la intendencia, le tocaba a Camille. Tras varios platos de espaguetis pasados, tartas de queso malogradas y tortillas quemadas, Paulette se decidió a inculcarle unas cuantas nociones de cocina. Permanecía sentada delante de los fogones y le enseñaba palabras o expresiones tan sencillas como: ramillete de verduras, olla de hierro, sartén caliente y caldo. Paulette ya no veía muy bien, pero se guiaba por el olfato para indicarle los pasos que debía seguir… «Ahora echa las cebollas, los torreznos, los trozos de carne, así, basta, no eches más. Y ahora rocíame bien todo eso… Venga, yo te digo… ¡Así, basta!»
– Está bien. No digo que consiga hacer de ti un cordon-bleu, pero bueno…
– ¿Y Franck?
– ¿Franck, qué?
– ¿Usted le enseñó todo lo que sabe?
– ¡No, todo no! Me imagino que le di el gusto por la cocina… Pero lo importante no se lo enseñé yo… Yo le enseñé la cocina casera… Platos sencillos, rústicos y baratos… Cuando a mi marido le dieron la baja por lo del corazón, yo entré como cocinera en una casa burguesa…
– ¿Y Franck iba con usted?
– ¡A ver! ¿Qué querías que hiciera con él cuando era pequeño? Bueno, más adelante ya dejó de venir, claro… Después…
– Después ¿qué?
– Bueno, ya sabes cómo son estas cosas… Después me costaba saber por dónde andaba… Pero… tenía talento. Le gustaba. Cuando cocinaba era el único momento en que estaba más o menos tranquilo…
– Sigue siendo así.
– ¿Lo has visto?
– Sí. Me tuvo de pinche el otro día… ¡No lo reconocí!
– Ya ves… Sin embargo, si supieras qué drama cuando lo mandamos de aprendiz… Cuánto rencor nos guardó por ello…
– ¿Pero y él qué quería hacer?
– Nada. Tonterías… ¡Camille, bebes demasiado!
– ¡Tiene que estar de broma! ¡Pero si no bebo ya nada desde que está usted aquí! Tenga, un vasito de vino es bueno para las arterias. Y no lo digo yo, lo dicen los médicos…
– Bueno… un vasito entonces…
– ¡Pero bueno! ¿Por qué pone esa cara? ¿Es que se pone triste cuando bebe?
– No, los recuerdos…
– ¿Fueron momentos duros?
– Sí…
– ¿El difícil era Franck?
– Él, la vida…
– Me lo ha contado…
– ¿El qué?
– Lo de su madre… El día que vino a buscarlo para llevárselo con ella, todo eso…