– Lo abrí para retenerme, para impedirme cruzar esa puerta, porque no había nada más aquí, ¿y sabes lo que me hizo este libro?
Camille negó con la cabeza.
– Pues esto, esto, y esto.
Vincent volvió a coger el libro para golpearse con él la cabeza y las mejillas.
– Es la tercera vez que me lo leo… Lo… lo es todo para mí. Aquí dentro está todo… A este tío me lo conozco de memoria… Soy yo. Es mi hermano. Comprendo todo lo que dice. Cómo se le cruzan los cables. Cómo sufre. Cómo repite las mismas cosas una y otra vez, disculpándose mil veces, intentando comprender a los demás, cuestionarse a sí misino, cómo lo echó a la calle su familia, sus padres que no se coscaban de nada, sus estancias en el hospital y todo eso… No… no voy a contarte mi vida, tranquila, pero es que es alucinante, ¿sabes…? Cómo era con las tías, cómo se enamoró de una creída, cómo lo despreciaron, y el día que decidió irse a vivir con esa puta… La que estaba embarazada… No, no te voy a contar mi vida, pero hay coincidencias que me han hecho flipar… Salvo su hermano, y ni siquiera, nadie creía en él. Nadie. Pero él, por muy frágil y chalado que estuviera, él sí creía en sí mismo… Bueno… por lo menos eso dice, que tiene fe, que es fuerte y… La primera vez que me lo leí, de un tirón casi, no entendí el trozo que viene en cursiva, al final del libro…
Lo volvió a abrir:
– Carta que Vincent Van Gogh llevaba encima el 29 de julio de 1890… Sólo al día siguiente, o al otro, entendí que el muy idiota se había suicidado, cuando me leí el prólogo. Entendí que esa carta no la había enviado y… joder, me dio una cosa que no veas, tía… Todo lo que dice sobre su cuerpo, yo también lo siento. Todo su sufrimiento, no son sólo palabras, ¿entiendes? Es… o sea, yo… me trae al pairo su trabajo… Bueno, no es que me traiga al pairo, pero no es eso lo que yo he leído. Lo que yo he leído es que si no eres como los demás, si no consigues ser lo que otros esperan de ti, entonces lo pasas mal. Sufres como un perro y al final, la palmas. Pues no, hala. Yo no me pienso morir. Por amistad hacia él, por fraternidad, no voy a morirme… No me da la gana.
Camille bebía sus palabras. Pschhh… Se le acababa de caer la ceniza en el café.
– ¿Te parece absurdo lo que te acabo de decir?
– No, no, qué va, al contrario… yo…
– ¿Tú te lo has leído?
– Claro.
– ¿Y no… no te ha hecho sufrir?
– A mí sobre todo me interesaba su trabajo… Empezó tarde… Era un autodidacta… Un… ¿Conoces sus cuadros?
– Es el de los girasoles, ¿no? Qué va… Lo estuve pensando un tiempo, ir a hojear un libro o algo, pero no me apetece, prefiero mis propias imágenes…
– Quédatelo. Te lo regalo.
– ¿Sabes…? Algún día… si salgo de esta, te daré las gracias. Pero ahora no puedo… Ya te lo he dicho, estoy en las últimas, tía. A parte de este saco de pulgas, ya no me queda nada.
– ¿Cuándo te marchas?
– La semana que viene, si todo va bien…
– ¿Quieres darme las gracias?
– Si puedo…
– Déjame dibujarte…
– ¿Nada más?
– Nada más.
– ¿Desnudo?
– Preferentemente…
– Joder… Tú no has visto cómo tengo el cuerpo…
– Me lo imagino…
Vincent se estaba atando las zapatillas de deporte, mientras su perro daba saltos, excitadísimo.
– ¿Vas a salir?
– Toda la noche… Todas las noches… Camino hasta que no puedo más, luego me paso a tomar mi dosis cotidiana de metadona, y vuelvo aquí a dormir para aguantar hasta el día siguiente. Por ahora no he encontrado un sistema mejor…
Un ruido en el pasillo. La bola de pelos se quedó petrificada.
– Hay alguien… -dijo Vincent muy asustado.
– ¿Camille? ¿Estás bien? Soy… soy tu caballero andante, querida…
Philibert estaba ahí en la puerta, con un sable en la mano.
– ¡Barbès! ¡Siéntate!
– E… estoy un po… poco ridículo, ¿no?
Camille los presentó, riéndose:
– Vincent, éste es Philibert Marquet de la Durbellière, comandante en jefe de un ejército derrotado. Y, dándose la vuelta-: Philibert, éste es Vincent… esto… Sólo Vincent… como Van Gogh…
– Encantado -contestó Philibert, envainando otra vez su artilugio-. Ridículo y encantado… Bueno, pues… me voy a batir en retirada entonces…
– Bajo contigo -contestó Camille.
– Yo también.
– ¿Te… te pasarás por mi casa?
– Mañana.
– ¿Cuando?
– Por la tarde. Y… ¿me traigo al perro?
– Te traes a Barbès, claro…
– ¡Ah, Barbès…! -exclamó Philibert, afligido-. Otro exaltado de la República… ¡Yo hubiera preferido la abadesa de la Rochechouart!
Vincent le lanzó una mirada inquisitiva.
Camille se encogió de hombros, perpleja.
Philibert, que se había dado la vuelta, se ofuscó:
– ¡Pues claro que sí! ¡Y que el nombre de la pobre Marguerite de Rochechouart de Montpipeau se asocie a ese vaina es una aberración!
– ¿De Montpipeau? -repitió Camille-. Joder, tenéis cada nombrecito… Por cierto, ¿por qué no vas a la tele a ese concurso que tanto te gusta?
– ¡Anda, no empieces tú también! Sabes muy bien por qué…
– Pues no. ¿Por qué, a ver?
– Para cuando consiguiera darle al pulsador, ya habría terminado el concurso…
11
Camille no pegó ojo en toda la noche. Dio mil vueltas en la cama, se levantó cuarenta veces, tropezó con fantasmas, se dio un baño, se levantó tarde, duchó a Paulette, la peinó de cualquier manera, paseó un poco por la calle Grenelle con ella y no fue capaz de probar bocado.
– Qué nerviosa te veo hoy…
– Tengo una cita importante.
– ¿Con quién?
– Conmigo misma.
– ¿Vas al médico? -preguntó Paulette, inquieta.
Como era su costumbre, ésta se quedó dormida después de comer. Camille le quitó de las manos el ovillo de lana, la arropó y se marchó de puntillas.
Se encerró en su habitación, cambió cien veces el taburete de sitio y examinó su material con circunspección. Estaba mareada.
Franck acababa de volver a casa. Estaba vaciando una lavadora. Después de lo de su jersey jívaro, tendía él mismo su ropa, y, como un ama de casa desquiciada, echaba pestes sobre las secadoras porque desgastaban las fibras y deformaban los cuellos.
Apasionante.
Fue él a abrir la puerta.
– Vengo a ver a Camille.
– Al fondo del pasillo…
Después se encerró en su habitación, y Camille le agradeció su discreción por una vez…
Los dos estaban muy incómodos pero por motivos distintos.
Falso.
Los dos estaban muy incómodos y por el mismo motivo: sus tripas.
Fue él quien rompió el hielo:
– Bueno… ¿empezamos? ¿Tienes un vestidor? ¿Un biombo? ¿Algo?
Camille lo bendijo para sus adentros.
– ¿Has visto? He puesto la calefacción a tope. No vas a pasar frío…
– ¡Hala, cómo mola tu chimenea!
– Joder, me siento como si estuviera en casa de un cliente, qué angustia… ¿Me… me quito también el calzoncillo?
– Si prefieres dejártelo, te lo dejas…
– Pero mejor si me lo quito, ¿no?
– Sí. De todas formas, siempre empiezo por la espalda…
– Mierda. Seguro que estoy lleno de granos…
– No te preocupes, trabajando medio desnudo entre las salpicaduras de las olas, se te habrán quitado todos los granos antes de que termines el primer cargamento de estiércol…