– ¿Quieres verlo?
– No.
– Sí.
Se quedó estupefacto.
– Joder… Es… es duro.
– No. Es tierno…
– ¿Por qué te has parado en los tobillos?
– ¿Quieres la versión de verdad, o la que me voy a inventar sobre la marcha?
– La de verdad.
– ¡Porque se me dan fatal los pies!
– ¿Y la otra?
– Porque… ¿poco te retiene ya aquí, no?
– ¿Y mi perro?
– Aquí está tu perro. Lo he dibujado antes, mirando por encima de tu hombro…
– ¡Hala! ¡Qué bonito sale! Qué bonito, qué bonito, qué bonito…
Camille arrancó la hoja.
«Tú esfuérzate -rezongó de mentirijillas-, mátate, resucítalos, ofréceles la inmortalidad, y lo único que les conmueve son cuatro garabatos de su chucho…»
Desde luego…
– ¿Te gusta cómo te ha quedado?
– Sí.
– ¿Voy a tener que volver?
– Sí… Para decirme adiós y para darme tu dirección… ¿Quieres tomar algo?
– No. Me tengo que ir a la cama, no me encuentro bien…
Precediéndolo por el pasillo, Camille se dio una palmada en la frente:
– ¡Paulette! ¡Me he olvidado de ella!
Su habitación estaba vacía.
Mierda…
– ¿Qué pasa?
– He perdido a la abuela de mi compañero de piso…
– Mira… Hay una nota encima de la mesa…
No queríamos molestarte. Paulette está conmigo. Ven en cuanto puedas. P-S.: el perro de tu colega se ha cagao en el bestíbulo.
12
Camille extendió los brazos y se elevó por encima del Campo de Marte. Pasó rozando la Torre Eiffel, acarició las estrellas y se posó delante de la puerta de servicio del restaurante.
Paulette estaba sentada en el despacho del chef.
Dilatada de felicidad.
– Me había olvidado de usted…
– Que no, tonta, estabas trabajando… ¿Has terminado?
– Sí.
– ¿Estás bien?
– ¡Tengo hambre!
– ¡Lestafier!
– Sí, señor…
– Prepárame un buen filete bien rojito para el despacho.
Franck se dio la vuelta. ¿Un filete? Pero si ya no tenía dientes…
Cuando comprendió que era para Camille, su asombro fue aún mayor.
Se comunicaron por señas:
– ¿Para ti?
– Sííííí -contestó ella, asintiendo con la cabeza.
– ¿Un filetón bien gordo?
– Sííííí.
– ¿Te has vuelto loca?
– Síííííí.
– ¡Eh! Estás preciosa cuando eres feliz, ¿lo sabías?
Pero eso, Camille no lo comprendió, y por lo tanto contestó al azar que sí.
– Vaya, vaya… -dijo el chef, tendiéndole el plato-, no es por nada, pero las hay con suerte…
El filete tenía forma de corazón.
– Ah, pero qué bueno es este Lestafier -suspiró el chef-, pero qué bueno es…
– Y qué guapetón… -añadió su abuela, que se lo comía con los ojos desde hacía dos horas.
– Bueno… Hasta ahí no voy a llegar… ¿Qué le pongo para acompañar el filete? Veamos… Un Côtes-du-Rhône y bebo yo también… ¿Y usted, abuela? ¿Todavía no le han servido el postre?
Un grito después, Paulette ya estaba atacando su dulce…
– Caray -añadió el chef, chasqueando la lengua-, cuánto ha cambiado su nieto… Ya no lo reconozco…
Y dirigiéndose a Camille:
– ¿Usted qué le ha hecho?
– Nada.
– ¡Pues entonces, perfecto! ¡Siga así! ¡Le sienta muy bien! No, venga, ahora en serio… Está bien este chaval… Está bien…
Paulette lloraba.
– ¿Pero qué pasa? ¿Y yo qué he dicho? ¡Beba, por Dios! ¡Beba! Maxime…
– ¿Sí, señor?
– Tráigame una copa de champán, haga el favor…
– ¿Se encuentra mejor?
Paulette se sonaba la nariz, disculpándose:
– Si supiera usted qué calvario… Lo expulsaron del primer instituto, y del segundo, y del curso de formación, de los cursillos de prácticas, del de aprendiz, de…
– ¡Pero eso no tiene ninguna importancia! -exclamó él-. ¡Mírelo ahora! ¡Cómo domina la situación! ¡Me lo intentan quitar de todos lados! ¡Terminará con uno o dos macarrones, su chaval!
– ¿Cómo ha dicho? -preguntó Paulette, inquieta.
– Las estrellas…
– Ah… ¿y tres no? -preguntó, un poco decepcionada.
– No. Tiene demasiado genio para eso. Y es demasiado… sentimental…
Le guiñó un ojo a Camille.
– Por cierto, ¿está bueno ese filete?
– Delicioso.
– Toma, claro… Bueno, me voy para allá… Si necesitan algo, me llaman.
Cuando volvió a casa, Franck pasó primero por la habitación de Philibert, que mordisqueaba un lápiz bajo su lamparita de noche.
– ¿Te molesto?
– ¡En absoluto!
– Ya casi no nos vemos…
– Apenas nada ya, en efecto… Por cierto, ¿sigues trabajando los domingos?
– Sí.
– Entonces pásate a vernos el lunes si no tienes otra cosa que hacer…
– ¿Qué estás leyendo?
– Estoy escribiendo.
– ¿A quién?
– Escribo un texto para mi taller de teatro… Desgraciadamente, todos tenemos que subir al escenario a final de curso…
– ¿Nos vas a invitar?
– No sé si me atreveré…
– Oye, dime una cosa… ¿Marchan bien las cosas?
– ¿Cómo dices?
– Entre Camille y mi abuela, me refiero.
– La entente cordial.
– ¿No te parece que esté hasta las narices?
– ¿Quieres que te diga la verdad?
– ¿Qué pasa? -preguntó Franck, inquieto.
– No, no está hasta las narices, pero terminará por estarlo… Acuérdate… Le prometiste que le dejarías dos días libres a la semana… Prometiste que dejarías el trabajo los domingos…
– Sí, ya lo sé, pero…
– Basta -lo interrumpió Philibert-. Ahórrame tus excusas. No me interesan. ¿Sabes?, tienes que madurar un poco, chico… Es como esto… -Le señaló su cuaderno lleno de tachaduras-. Lo queramos o no, un buen día todos tenemos que pasar por ello…
Franck se puso de pie, pensativo.
– Lo diría, si estuviera hasta las narices, ¿no?
– ¿Tú crees?
Philibert miraba los cristales de sus gafas mientras los limpiaba.
– No lo sé… Es tan misteriosa… Su pasado… Su familia… Sus amigos… Lo ignoramos todo de esta joven… En lo que a mí respecta, aparte de sus cuadernos, no dispongo de ningún elemento que me permita establecer la más mínima hipótesis sobre su biografía… No recibe correo, ni llamadas, ni invitados… Imagínate que un día la perdiéramos, ni siquiera sabríamos a quién dirigirnos…
– No digas eso.
– Sí que lo digo. Piensa en ello, Franck, me convenció, fue a buscar a Paulette, le cedió su habitación, actualmente se ocupa de ella con una ternura increíble, ni siquiera, no es que se ocupe de ella, la cuida. Se cuidan mutuamente… Las oigo reír y charlar todo el día cuando estoy en casa. Encima, intenta trabajar por las tardes, y tú ni siquiera eres capaz de cumplir con lo que te comprometiste…
Philibert volvió a ponerse las gafas y lo miró fijamente durante varios segundos:
– No, no estoy muy orgulloso de ti, guripa.
Sin hacer ruido, Franck fue después a arroparla y a apagarle la tele.
– Ven aquí -le dijo ella, bajito.
Mierda. No estaba dormida.
– Estoy orgullosa de ti, tesoro…
Joé, a ver si nos aclaramos un poco, pensó, dejando el mando a distancia sobre su mesa de noche.