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Fue un flechazo…

Después los invitaron a un restaurante de la calle Dauphine y, al final de una cena en la que el vino había corrido generosamente, su novio la instó a que abriera su portafolio. Camille no quiso.

Unos meses más tarde, regresó a verlos. Ella sola.

Pierre y Mathilde poseían dibujos de Tiepolo, de Degas y de Kandinsky, pero no tenían hijos. Camille no se atrevió jamás a abordar ese tema, y se abandonó entre sus redes por completo. Después Camille resultó ser tan decepcionante que las mallas se dieron de sí…

– ¡Esto es absurdo! ¡Lo que haces no tiene ningún sentido! -la regañaba Pierre.

– ¿Por qué no te quieres a ti misma? ¿Por qué? -añadía Mathilde con más dulzura.

Y Camille dejó de asistir a sus inauguraciones.

En la intimidad, Pierre todavía se desesperaba:

– ¿Por qué?

– No la hemos querido lo suficiente -contestaba su mujer.

– ¿Nosotros?

– Todo el mundo…

Pierre se abandonaba sobre el hombro de Mathilde, gimiendo:

– Oh… Mathilde… Mi bellísima Mathilde… ¿Por qué a ésta la has dejado escapar?

– Volverá.

– No. Va a desperdiciar todo su talento…

– Volverá.

Y Camille volvió.

– ¿No está Pierre?

– No, está cenando con sus ingleses, no le he dicho que venías, me apetecía verte un poco…

Y al descubrir su portafolio, dijo:

– Pero… ¿has… has traído algo?

– Qué va, no es nada… Una tontería que le prometí el otro día…

– ¿Puedo verlo?

Camille no contestó.

– Bueno, pues lo esperaré…

– ¿Es tuyo?

– Psé…

– Dios mío… Cuando sepa que has traído algo, le va a dar un patatús… Voy a llamarlo…

– ¡No, no! -replicó Camille-. ¡Déjelo! Le digo que no es nada… Es algo entre él y yo. Una especie de pago de alquiler…

– Muy bien. Venga… A cenar.

En su casa todo era bonito, la vista, los objetos, las alfombras, los cuadros, la vajilla, el tostador, todo. Hasta el aseo era bonito. Sobre una reproducción de yeso se leían los versos que Mallarmé había escrito en su propio cuarto de baño:

Tú que alivias tu tripa,

Puedes en este refugio sombrío,

Cantar o fumarte una pipa,

Pero sin ponerlo todo perdido.

La primera vez que lo vio, Camille alucinó:

– ¡¿Han… han comprado un pedazo del retrete de Mallarmé?!

– No hombre, no… -dijo Pierre riéndose-, es que conozco al tipo que les hizo el vaciado… ¿Conoces su casa? ¿En Vulaines?

– No.

– Pues ya te llevaremos algún día… Es un sitio que te va a encantar… Ya verás, te va a encantar…

Y todo era agradable. Hasta su papel higiénico era más suave que en otros sitios…

Mathilde estaba feliz:

– ¡Qué guapa estás! ¡Qué buena cara tienes! ¡Qué bien te queda el pelo corto! Has engordado, ¿no? Qué alegría verte así… De verdad, qué alegría… Te he echado tanto de menos, Camille… Si supieras cuánto me hartan a veces todos esos genios… Cuanto menos talento tienen, más ruido meten… A Pierre le trae sin cuidado, está en su salsa, pero yo, Camille, yo… Cómo me aburro… Ven, siéntate a mi lado, cuéntame…

– Yo no sé contar nada… Mejor le enseño mis cuadernos…

Mathilde pasaba las hojas y Camille las comentaba.

Y fue al presentar así a su gente cuando se dio cuenta de verdad del apego que les tenía.

Philibert, Franck y Paulette se habían convertido en las personas más importantes de su vida y se estaba dando cuenta justo en ese momento, ahí, entre dos cojines persas del siglo xviii. Camille estaba impresionada.

Entre el primer cuaderno y el último dibujo que había hecho hacía un momento (Paulette radiante en su silla de ruedas delante de la Torre Eiffel), apenas habían transcurrido unos pocos meses, y sin embargo, Camille ya no era la misma… Ya no era la misma persona la que sostenía el lápiz… Se había desperezado, había cambiado de piel, y dinamitado los bloques de granito que le impedían avanzar desde hacía tantos años…

Esa noche, había gente que esperaba su regreso… Gente a quien le traía sin cuidado lo que valiera… Que la querían por otros motivos… Por ella misma, tal vez…

¿Por mí?

Por ti…

– Bueno, ¿qué pasa? -se impacientó Mathilde-. Ya no me cuentas nada… ¿Y ésta quién es?

– Johanna, la peluquera de Paulette…

– ¿Y esto?

– Los botines de Johanna… Puro estilo rockabilly, ¿no? ¿Cómo puede soportar una cosa así una chica que trabaja todo el día de pie? La abnegación al servicio de la elegancia, supongo…

Mathilde se reía. Esos zapatos eran francamente horrorosos…

– Y éste de aquí, sale en muchos dibujos, ¿no?

– Es Franck, el cocinero del que le hablaba antes justamente…

– Es guapo, ¿no?

– ¿Usted cree?

– Sí… Se parece al joven Farnesio pintado por Tiziano, sólo que con diez años más…

Camille levantó los ojos al cielo:

– Qué va, lo que hay que oír…

– ¡Que sí! ¡Te lo digo en serio!

Mathilde se levantó y volvió con un libro:

– Toma, mira. La misma mirada oscura, las mismas aletas de la nariz, la misma barbilla prominente, las mismas orejas un poquitín de soplillo… El mismo fuego latente por dentro…

– Qué va, hombre, qué va -repetía Camille, mirando de reojo el retrato-, el mío tiene granos…

– Oh… ¡Lo estropeas todo!

– ¿Esto es todo? -quiso saber Mathilde, abatida.

– Pues sí…

– Está bien. Está muy bien. Es… es maravilloso…

– Calle, no siga…

– No me contradigas, jovencita, yo no sabré pintar, pero sí sé mirar… A la edad en que cualquier niño va al teatro de marionetas, a mí ya me llevaba mi padre por todo el mundo, y me subía sobre sus hombros para que lo viera todo bien, así que haz el favor de no contradecirme… ¿Me los dejas?

– …

– Para Pierre…

– Bueno… Pero cuidado, ¿eh? Estas tonterías de nada son como mis hojas de temperatura…

– Ya me había dado cuenta.

– ¿No te quedas a esperarlo?

– No, me tengo que ir…

– Se va a llevar una decepción…

– No sería la primera vez… -contestó Camille, fatalista.

– No me has hablado de tu madre…

– ¿En serio? -preguntó Camille, asombrada-. Es buena señal, ¿no?

Mathilde la despidió con un beso:

– La mejor señal del mundo… Hala, ve, y no te olvides de volver a visitarme… Con vuestra poltrona descapotable, no tardáis nada…

– Prometido.

– Y sigue así. Sé liviana… Date pequeños placeres… Pierre te dirá seguramente lo contrario, pero tú no le hagas ni caso. No les vuelvas a hacer ni caso, ni a él, ni a nadie más… Por cierto…

– ¿Sí?

– ¿Necesitas dinero?

Camille debería haber dicho que no. Llevaba veintisiete años diciendo que no. «No, no hace falta.» «No, gracias.» «No, no necesito nada.» «No, no quiero deberle nada.» «No, no, déjeme.»

– Sí.

Sí. Sí, tal vez crea en ello. Sí, ya no volveré a hacer más de esclava, ni para los italianos, ni para la Bredart, ni para ninguno de esos gilipollas. Sí, me gustaría trabajar en paz por primera vez en mi vida. Sí, no tengo ganas de ponerme tensa cada vez que Franck me da los tres billetes. Sí, he cambiado. Sí, lo necesito. Sí.