Vio su silueta encorvada y fue a sentarse en frente de ella, respirando hondo:
– ¡Hola, mamá!
– ¿No me das un beso? -dijo la voz.
– Hola, mamá -articuló Camille más despacio.
– ¿Estás bien?
– ¿Por qué me lo preguntas?
Camille se aferró al borde de la mesa para no levantarse inmediatamente.
– Te lo pregunto porque es lo que la gente suele preguntarse cuando se ve…
– Yo no soy «la gente»…
– Y entonces, ¿qué eres?
– Oh, por favor, ¡no empieces, ¿eh?!
Camille ladeó la cabeza y contempló la decoración inmunda, compuesta por estucos y bajorrelieves seudoasiáticos. Las incrustaciones de carey y de nácar eran de plástico, y la laca, de formica amarilla.
– Qué sitio más bonito…
– No, es horroroso. Pero no me puedo permitir invitarte a la Tour d'Argent, mira tú por dónde. De hecho, aunque pudiera, no te llevaría… Con lo que comes tú, sería tirar el dinero…
Mmm, pero qué buen rollito.
Soltó una risita amarga:
– Lo que son las cosas, podrías ir sin mí, ¡porque a ti el dinero no te falta! La desgracia de unos hace la felicidad de otros…
– Deja esa historia ahora mismo -amenazó Camille-, deja esa historia o me voy. Si necesitas dinero, me lo dices y te lo presto.
– Es verdad, que la señorita trabaja… Un buen trabajo… Interesante, además… Señora de la limpieza… Es increíble, alguien tan desastre como tú… Nunca dejarás de sorprenderme, ¿sabes?
– Para, mamá, para. No podemos seguir así. No podemos, ¿entiendes? Por lo menos yo no puedo. Busca otra cosa, por favor. Busca otra cosa…
– Tenías una bonita profesión y lo estropeaste todo…
– Una bonita profesión… Lo que hay que oír… Y que sepas que no lo echo de menos, no era feliz allí…
– No te habrías pasado allí la vida entera… Y además, ¿qué quiere decir eso de «feliz»? Es la nueva palabra de moda… ¡Feliz! ¡Feliz! Si te crees que estamos en este mundo para retozar y coger florecitas, eres una ingenua, hija mía…
– No, no, no te preocupes, no pienso que estemos aquí para eso. Tuve una buena maestra y sé que estamos aquí para pasarlas bien putas. Me lo has dicho bastantes veces…
– ¿Saben ya lo que van a tomar? -les preguntó la camarera.
Camille la hubiera besado.
Su madre extendió sus pastillas sobre la mesa y las contó con el dedo.
– ¿No estás hasta las narices de tragarte toda esa mierda?
– No hables de lo que no sabes. Si no las tuviera, hace tiempo que ya no estaría aquí…
– ¿Y tú qué sabes? ¿Y por qué no te quitas esas gafas horribles? Aquí no hace sol…
– Estoy mejor con gafas. Así veo el mundo tal cual es…
Camille decidió sonreírle y darle palmaditas en la mano. Era eso, o saltarle al cuello para estrangularla.
Su madre se achispó un poco, se quejó otro poquito, evocó su soledad, sus dolores de espalda, lo tontos que eran sus compañeros de trabajo, y las miserias de la copropiedad. Comía con apetito y frunció el ceño cuando su hija se pidió otra cerveza.
– Bebes demasiado.
– ¡Eso es verdad! ¡Anda, brinda conmigo! Por una vez que no dices tonterías…
– Nunca vienes a verme…
– ¿Y ahora? ¿Qué estoy haciendo ahora?
– Siempre tienes que tener la última palabra, ¿verdad? Como tu padre…
Camille se puso tensa.
– ¡Ah! No te gusta que te hable de él, ¿eh? -declaró su madre, triunfante.
– Mamá, te lo pido por favor… No vayas por ahí…
– Voy por donde me da la gana. ¿No te terminas el plato?
– No.
Su madre sacudió la cabeza en un gesto de desaprobación.
– Mírate… Pareces un esqueleto… Si te crees que así vas a gustar a los chicos…
– Mamá…
– ¿«Mamá», qué? ¡Es normal que me preocupe por ti, uno no trae hijos al mundo para verlos morirse de hambre!
– ¿Y tú para qué me has traído al mundo, mamá?
En el mismo instante en que pronunció esta frase, Camille supo que había ido demasiado lejos, y que le iba a tocar tragarse un buen numerito. Un numerito sin sorpresas, mil veces ensayado, y perfectamente ejecutado: chantaje afectivo, lágrimas de cocodrilo, y amenaza de suicidio. En ese u otro orden.
Su madre lloró, le reprochó que la hubiera abandonado, igual que su padre hacía quince años, le recordó que no tenía corazón, y le preguntó qué la retenía aún en este mundo.
– Dame una sola razón de seguir aquí, una sola.
Camille se estaba liando un cigarrillo.
– ¿Me has oído?
– Sí.
– ¿Y bien?
– …
– Gracias, cariño, gracias. Tu respuesta no puede ser más clara…
Se sorbió la nariz, dejó dos tickets restaurantes sobre la mesa y se marchó.
Sobre todo nada de conmoverse, pues la salida precipitada siempre había sido la apoteosis, la caída del telón en cierta manera, del gran numerito.
Normalmente la artista espera hasta el final del postre, pero es cierto que esta vez habían quedado en un restaurante chino, y a su madre no le gustaban especialmente esos buñuelos, lichis y demás pastelitos demasiado dulzones.
Sí, nada de conmoverse.
Era un ejercicio difícil, pero Camille hacía tiempo que había aprendido a manejar su pequeño kit de supervivencia… Hizo pues como de costumbre y trató de concentrarse para repetirse mentalmente ciertas verdades. Ciertas frases harto sencillas y cargadas de sentido común. Pequeñas muletas fabricadas deprisa y corriendo que le permitían seguir viéndola… Porque esos encuentros forzosos, esas conversaciones absurdas y destructivas no tendrían al fin y al cabo ningún sentido si Camille no tuviera la certeza de que a su madre le aportaban algo. Y, desgraciadamente, a Catherine Fauque claro que le aportaban algo, y tanto. Restregarse el barro de las botas sobre la cabeza de su hija le proporcionaba un inmenso consuelo. Y aunque a menudo atajara sus encuentros con un gesto ultrajado, histriónico, siempre se quedaba satisfecha. Satisfecha y saciada. Llevándose con ella su abyecta buena fe, sus patéticos triunfos y su buena dosis de bilis para la próxima vez.
Camille había necesitado tiempo para comprender todo eso, y de hecho no lo había comprendido ella sola. La habían ayudado. Personas cercanas a ella, sobre todo hacía unos años, cuando era aún demasiado joven para juzgarla, le habían dado las claves necesarias para comprender la actitud de su madre. Sí, pero eso había sido hacía mucho tiempo, y todas esas personas que habían velado por ella ya no estaban aquí…
Y hoy la niña sufría.
De qué manera.
8
La camarera quitó la mesa y el restaurante se fue vaciando. Camille no se movió. Fumaba y pedía café tras café para que no la echaran.
Al fondo había un señor desdentado, un anciano asiático que hablaba y se reía solo.
La chica que les había servido estaba ahora detrás de la barra, secando unos vasos, y de vez en cuando amonestaba al viejo en su lengua. Éste refunfuñaba, callaba un rato, y luego retomaba su estúpido monólogo.