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»Cuando venía, mi padre se encerraba en el garaje con su Jaguar y escuchaba óperas. Era un viejo Jaguar que ya no tenía ruedas, pero no importaba, nos íbamos de paseo de todas maneras… Mi padre decía: "¿Quiere que la lleve a la Riviera, señorita?", y yo me sentaba a su lado. Me encantaba ese coche…

– ¿Qué modelo era?

– Un MK no sé qué…

– ¿MKI o MKII?

– Joder, si es que todos los tíos sois iguales… ¡Aquí estoy yo, intentando hacerte llorar con mi historia, y a ti lo único que te interesa es el modelo del coche!

– Perdona.

– No importa…

– Venga, sigue…

– Bah…

– «¿Quiere que la lleve a la Riviera, señorita?»

– Sí -sonrió Camille-, encantada… «¿Lleva consigo su traje de baño? -añadía mi padre-. Perfecto… ¡Y también un traje de noche! Seguramente iremos al casino… No se olvide su piel de zorro plateado, las noches son frescas en Montecarlo…» Olía tan bien dentro del coche… El olor del cuero que ha envejecido bien… Recuerdo que todo era bonito… El cenicero de cristal fino, el espejo de cortesía, las minúsculas manivelas para bajar las ventanillas, el interior de la guantera, la madera… Era como una alfombra mágica. «Con un poco de suerte, llegaremos antes de que anochezca», me prometía mi padre. Sí, era ese tipo de hombre mi padre, un gran soñador que podía cambiar las marchas de un coche parado durante horas y llevarme hasta el fin del mundo en un garaje del extrarradio… También le apasionaba la ópera, así que escuchábamos Don Carlo, La Traviata o Las bodas de Fígaro durante el viaje. Me contaba las historias: la tristeza de madame Butterfly, el amor imposible de Pelleas y Melisande, cuando él le confiesa que tiene algo que decirle pero no consigue hacerlo, las historias de la condesa y su querubín, que se esconde todo el rato, o Alcina, la hermosa bruja que convertía a sus pretendientes en animales salvajes… Yo siempre tenía derecho a hablar salvo cuando él levantaba la mano, y en Alcina, lo hacía a menudo… Tornami a vagheggiar, ya no consigo escuchar esa aria… Es demasiado alegre… Pero yo callaba casi todo el tiempo. Estaba a gusto. Pensaba en la otra hija de papá. Ella no tenía todo eso… Era complicado para mí… Ahora, por supuesto, entiendo las cosas mejor: un hombre como él no podía vivir con una mujer como mi madre… Una mujer que apagaba la música bruscamente cuando llegaba la hora de comer, y reventaba todos nuestros sueños como si fueran pompas de jabón… Nunca la he visto feliz, nunca la he visto sonreír, nunca… Mi padre, en cambio, era la bondad y la dulzura personificadas. Un poco como Philibert… Demasiado bueno en todo caso para asumir eso. La idea de ser un cerdo a los ojos de su princesita… Entonces, un día, volvió a vivir con nosotras… Dormía en su despacho y se iba todos los fines de semana… Ya no hubo más escapadas a Salzburgo o a Roma en el viejo Jaguar gris, ya no hubo más casinos, ni meriendas a la orilla del mar… Y una mañana, debía de estar cansado, me imagino… Muy, muy cansado, y se cayó desde lo alto de un edificio…

– ¿Se cayó o saltó?

– Era un hombre elegante, se cayó. Era asegurador y estaba andando sobre el tejado de una torre por una historia de conductos de ventilación o no sé qué, abrió la carpeta que llevaba y no miró dónde ponía los pies…

– Es un poco raro todo esto… ¿Tú qué opinas?

– Yo no opino nada. Después vino el entierro, y mi madre se daba la vuelta todo el rato para ver si la otra mujer estaba al fondo de la iglesia… Luego mi madre vendió el Jaguar y yo dejé de hablar.

– ¿Durante cuánto tiempo?

– Meses…

– ¿Y después qué pasó? ¿Puedo bajar el edredón? Es que me estoy ahogando…

– Yo también me estaba ahogando. Me convertí en una adolescente ingrata y solitaria, metí el número del hospital en la memoria del teléfono pero no hizo falta… Mi madre se había calmado… De suicida, había pasado a depresiva. Era ya un progreso. El ambiente era más tranquilo. Una muerte le bastaba, me imagino… Después, sólo tenía una idea en la cabeza: largarme. A los diecisiete años me fui de casa por primera vez para vivir con una amiga mía… Una noche, ¡zaca!, mi madre y la poli en la puerta… Y eso que la muy bruja sabía perfectamente dónde estaba… Era una brasas, como dicen los jóvenes. Estábamos cenando con los padres de mi amiga y recuerdo que estábamos hablando de la guerra de Argelia… Y entonces, toc, toc, la poli. Me sentía súper incómoda por lo que podría pensar esa gente, pero bueno, no quería líos, así que me fui con mi madre… El 17 de febrero de 1995 cumplí 18 años, el 16 a las doce y un minuto de la noche, me largué de casa cerrando la puerta sin hacer ruido… Aprobé el examen de bachillerato e ingresé en la Escuela de Bellas Artes… La cuarta de setenta alumnos admitidos… Hice un proyecto precioso a partir de las óperas de mi infancia… Me lo curré como una loca y obtuve la felicitación del jurado… En esa época ya no tenía ningún contacto con mi madre, y empecé a pasarlas canutas porque la vida en París era demasiado cara… Vivía en casa de unos y de otros… Me fumaba las clases de teoría y asistía a las de práctica, y después, hice el tonto… En primer lugar, me aburría un poco… También hay que decir que no quise jugar el juego: no me tomaba en serio, y por consiguiente, nadie me tomaba en serio a mí. No era una artista con mayúscula, sólo se me daba bien pintar… Me aconsejaban entonces que me fuera a la Place du Tertre para pintarrajear cuadros de Monet y bailarinitas… Y además, no sabía ni por dónde me daba el aire. A mí lo que me gustaba era dibujar, entonces, en vez de escuchar la palabrería de los profesores, realizaba sus retratos, y toda esa noción de «artes plásticas», de happenings, de instalaciones, me ponía de los nervios. Me daba perfecta cuenta de que me había equivocado de siglo. Me hubiera gustado vivir en el xvi, o en el xvii y entrar de aprendiz en el taller de un gran maestro… Prepararle los fondos, limpiarle los pinceles, y mezclarle los colores… ¿A lo mejor es que no era lo bastante madura? ¿O que carecía de ego? ¿O que sencillamente me faltaba el fuego sacro? No lo sé… Y en segundo lugar, tuve un encuentro desafortunado… La típica historia: la joven tontorrona con su cajita de pinturas pastel y sus trapos bien dobladitos que se enamora del genio incomprendido. El maldito, el príncipe de las ensoñaciones, el viudo, el tenebroso, el inconsolable… Una verdadera imagen de Epinaclass="underline" melenudo, torturado, genial, sufriente, sediento… Padre argentino y madre húngara, una mezcla explosiva, una cultura deslumbrante, vivía en una casa okupada, y sólo estaba esperando eso: una bobalicona loquita por él que le hiciera la comida mientras él creaba, entre atroces sufrimientos… Yo bordé mi papel. Fui al mercado Saint-Pierre, grapé metros de tela en las paredes para darle un aspecto «coqueto» a nuestro cuchitril, y busqué trabajo para poder llenar la olla… Bueno, tanto como olla… la cacerolita, vamos a decir… Dejé la escuela y me puse a pensar en qué podía yo trabajar… ¡Y lo peor de todo es que estaba orgullosa de mí! Lo miraba pintar y me sentía importante… Yo era la hermana, la musa, la gran mujer detrás del gran hombre, la que cargaba con los barriles de vino, alimentaba a los discípulos, y vaciaba los ceniceros…

Camille se reía.

– Estaba orgullosa, y me convertí en vigilante de museo, ¿qué requetelista, eh? Bueno, aquí te ahorro las anécdotas sobre mis compañeros de trabajo, porque tuve oportunidad de ver con mis propios ojos lo mejorcito del funcionariado, pero… la verdad es que me traía sin cuidado… Estaba contenta. Por fin estaba en el taller del gran maestro que siempre había querido… Los lienzos ya estaban secos desde hacía tiempo, pero seguro que allí aprendí más que en todas las escuelas del mundo… Y como por aquella época no dormía mucho, podía vegetar tranquilamente… Estaba calentando motores… El problema era que no me estaba permitido dibujar… Ni siquiera en un cuadernito de nada, ni siquiera si no había ningún visitante, y Dios sabe que algunos días no había casi nadie, ni hablar de hacer cualquier otra cosa que no fuera maldecir mi estampa, dar un respingo cuando oía el chuc-chuc de las suelas de goma de algún visitante perdido, o esconder mi material deprisa y corriendo cuando lo que oía era el clin-clin de su manojo de llaves… Al final, se convirtió en el pasatiempo preferido de Séraphin Tico, Séraphin Tico, me encanta ese nombre… avanzar de puntillas para sorprenderme in fraganti. ¡Ah, cómo se alegraba, el muy idiota, cuando me obligaba a guardarme el lápiz! Lo veía alejarse, con las piernas separadas para dejar que sus cojones se dilataran de gusto… Pero cuando daba un respingo, movía la mano, y eso me ponía de los nervios. La de bocetos que eché a perder por su culpa… ¡Basta! ¡Se acabó! ¡Así no podía seguir! Así que entré en el juego… El aprendizaje de la vida empezaba a dar sus frutos: lo asalarié.