– ¿Perdona?
– Lo soborné. Le pregunté cuánto quería a cambio de dejarme trabajar… ¿Treinta francos al día? De acuerdo… ¿El precio de una hora de vegetación tranquilita? De acuerdo… Y se los di…
– Joder…
– Pues sí… El gran Séraphin Tico -añadió Camille, pensativa-, ahora que tenemos la silla de ruedas, iré a saludarlo un día de estos con Paulette…
– ¿Por qué?
– Porque me caía bien… Era un granuja honrado. No como el otro subnormal que me recibía de morros después de una jornada de trabajo, y todo porque se me había olvidado comprar cigarrillos… Y yo, como una idiota, volvía a bajar para comprarlos…
– ¿Por qué seguías con él?
– Porque le quería. Y también admiraba su trabajo… Era un hombre libre, sin complejos, seguro de sí mismo, exigente… Todo lo contrario que yo… Él hubiera preferido morir antes que aceptar el más mínimo compromiso. Yo tenía apenas veinte años, lo mantenía, y lo admiraba muchísimo.
– Estabas de la olla…
– Sí… No… Después de la adolescencia que acababa de pasar, era lo mejor que me podía ocurrir… Siempre estábamos rodeados de gente, sólo hablábamos de arte, de pintura… Éramos ridículos, si, pero también íntegros. Sobrevivíamos seis personas con dos salarios mínimos, nos pelábamos de frío, y teníamos que hacer cola en los baños públicos, pero nos parecía que vivíamos mejor que los demás… Y por muy grotesco que pueda parecer hoy en día, pienso que teníamos razón. Teníamos una pasión… eso sí que es un lujo… Estaba loca y feliz. Cuando me hartaba de vigilar una sala, me iba a otra, y cuando no se me olvidaban los cigarrillos, ¡la casa era una fiesta! También bebíamos mucho… En esa época cogí unos cuantos malos hábitos… Y entonces conocí a los Kessler, de los que te hablé el otro día…
– Seguro que ese tío tenía un buen polvo… -dijo Franck enfurruñado.
Camille puso voz de arrullo:
– Y tanto que sí… El mejor del mundo… Uf, sólo de pensarlo me dan escalofríos…
– Vale, vale, ya me he enterado.
– No -suspiró Camille-, tampoco era para tanto… Una vez pasados los primeros meses posvirginales, me… yo… en fin… que era un hombre egoísta, vaya…
– Aaaah…
– Pues sí… Tú, en ese ámbito, tampoco te quedas corto, ¿eh?
– ¡Sí, pero yo no fumo!
Se sonrieron en la oscuridad…
– Después la cosa se fue degradando… Mi novio me ponía los cuernos… Mientras yo tenía que soportar los chistes tontos de Séraphin Tico, él se pasaba por la piedra a las alumnas de primer curso, y cuando hicimos las paces, me confesó que se drogaba, nada, un poquitín nada más, de vez en cuando… Por la belleza del gesto… Y de esto no me apetece nada hablar…
– ¿Por qué?
– Porque todo se volvió demasiado triste… Es alucinante la rapidez con la que esa mierda te pone a su merced… La belleza del gesto, ¡y una mierda!, aguanté unos meses más y luego me volví a casa de mi madre. Llevaba tres años sin verme, abrió la puerta y me dijo: «Que sepas que no hay nada de comer.» Yo me eché a llorar y me tiré postrada en la cama dos meses… En esa ocasión, por una vez, se portó como es debido… Tenía lo necesario para curarme, como te podrás imaginar… Y cuando me levanté, volví a ponerme a trabajar. Por aquella época, no me alimentaba más que de papillas y potitos. ¿Qué padezco, doctor Freud? Después del cinemascope dolby estéreo, con luz, sonido y emociones de todo tipo, volví a llevar una vida minúscula y en blanco y negro. Me pasaba el tiempo viendo la tele, y sentía vértigo cada vez que me acercaba al río…
– ¿Se te pasó por la cabeza?
– Sí. Me imaginaba a mi fantasma ascendiendo al Cielo con la música de Tornami a Vagheggiar, te solo vuol amar…, y mi padre me recibía con los brazos abiertos, riendo: «¡Ah, aquí está por fin, señorita! Ya verá, esto es aún más bonito que la Riviera…»
Camille lloraba.
– No, no llores…
– Sí. Me apetece llorar.
– Bueno, pues entonces llora.
– Así me gusta, que no seas un tío complicado…
– Es verdad, tengo un montón de defectos, pero no soy un tío complicado… ¿Quieres que paremos?
– No.
– ¿Quieres beber algo? ¿Te preparo un vasito de leche caliente con azahar como me solía hacer a mí Paulette?
– No, gracias… ¿Por dónde iba?
– El vértigo…
– Sí, el vértigo… Sinceramente, me habría bastado un pequeño empujoncito de nada para caer, pero en lugar de eso, el azar llevaba guantes negros de piel de cabrito muy suave, y una mañana me dio un golpecito en el hombro… Ese día me divertía con los personajes de Watteau, encorvada sobre mi silla, cuando por detrás de mí pasó un hombre… Lo veía a menudo… Siempre estaba rondando a los estudiantes, mirando sus dibujos disimuladamente… Yo pensaba que era un ligón. Tenía ciertas dudas sobre su sexualidad, lo miraba charlar con la juventud halagada por sus cumplidos, y admiraba su estilo… Siempre vestía unos abrigos maravillosos, muy largos, trajes muy elegantes, pañuelos y bufandas de seda… Para mí ese momento era como mi recreo… Ese día yo estaba pues inclinada sobre mi cuaderno y sólo veía sus magníficos zapatos, muy finos e impecablemente lustrados. «¿Podría hacerle una pregunta indiscreta, signorina? ¿Tiene usted una moralità inquebrantable?» Yo me preguntaba adónde querría llegar con una pregunta así. ¿Al huerto? Pero bueno… ¿Que si tenía una moralidad inquebrantable? ¿Yo que corrompía a Séraphin Tico y soñaba con contrariar la voluntad de Dios? «No», le contesté, y por culpa de esa respuesta arrogante, me volví a meter en otro berenjenal… esta vez, inconmensurable…
– ¿Un berenjenal cómo?
– Un berenjenal tremendo.
– ¿Qué hiciste?
– Lo mismo que antes… pero en vez de vivir en una casa okupada y ser la chacha de un loco, viví en los mejores hoteles de Europa y me convertí en la chacha de un estafador…
– Y te… te…
– ¿Que si me prostituí? No. Aunque…
– ¿Qué hacías?
– Falsificaba.
– ¿Dinero?
– No, dibujos… ¡Y lo peor era que encima me lo pasaba bien! Bueno, al principio… Después la bromita se convirtió casi en pura esclavitud, pero al principio era muy divertido. ¡Por una vez servía para algo! Y entonces, como te digo, viví en medio de un lujo increíble… Nada era demasiado para mí. ¿Que tenía frío? Pues me regalaba los mejores jerseys de cachemira. ¿Sabes ese jersey gordo azul con capucha que no me quito ni para dormir?
– Sí.
– Once mil francos…
– ¡Anda ya!
– Sí, sí, como lo oyes. Y tenía diez o doce como ése… ¿Que tenía hambre? Pues nada, servicio de habitaciones y marisco para dar y tomar. ¿Que tenía sed? ¡Ma chè, champán! ¿Que me aburría? ¡Pues espectáculos, tiendas, música! «Tutto quello que quieres, se lo pides a Vittorio…» La única cosa que no tenía derecho a decir era: «Se acabó.» Entonces el bello Vittorio se volvía malvado… «Si te vas, è finita per te…» ¿Pero por qué habría de irme? Me mimaban, me lo pasaba bien, hacía lo que me gustaba, visitaba todos los museos con los que tanto había soñado, conocía a gente, por la noche me equivocaba de habitación… No estoy segura, pero me parece incluso que me acosté con Jeremy Irons…