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– ¿Cómo?

– …

– ¿Y usted dónde quiere ir, mi Paulette? ¿A una discoteca?

– …

– ¡Yuju! ¿Paulette?

– Volvamos a casa. Estoy cansada.

Y una vez más, acabaron en un taxi, con un taxista cabreado por tener que cargar con la silla de ruedas.

Ese chisme era un verdadero detector de gilipollas…

Paulette estaba cansada.

Cada vez más cansada y cada vez más pesada.

Camille no quería reconocerlo pero siempre estaba sosteniéndola y peleándose con ella para conseguir vestirla, alimentarla y obligarla a mantener una conversación. Bueno, ni siquiera una conversación, una respuesta. La anciana testaruda no quería ir al médico y la joven tolerante no quiso ir en contra de su voluntad, primero porque no era su talante, y segundo porque si alguien tenía que convencerla, era Franck. Pero cuando iban a la biblioteca, Camille se enfrascaba en revistas o libros médicos y leía cosas deprimentes sobre la degeneración del cerebelo y demás historias de alzheimer. Después cerraba esas cajas de Pandora suspirando y decidía tomar malos buenos propósitos: si Paulette no quería que la viera un médico, si no quería mostrar interés por el mundo actual, si no quería terminarse el plato, y si prefería ponerse el abrigo encima de la bata para salir de paseo, después de todo, estaba en su derecho. Su derecho más legítimo. Camille no iba a darle la tabarra con eso, y aquellos a quienes todo eso entristecía no tenían más que hacerle hablar sobre su pasado, su madre, el día en que el cura del pueblo casi se ahoga en el Louère porque lanzó las redes un poco deprisa y el chisme se enganchó en uno de los botones de su sotana, las tardes de vendimia, o su jardín, para que sus ojos ahora ya casi opacos recuperaran la chispa. En todo caso, ella, Camille, no había encontrado nada mejor…

– ¿Y qué lechuga cultivaba?

– La Reina de Mayo, o la rubia gorda y perezosa.

– ¿Y las zanahorias?

– Las Palaiseau, claro…

– ¿Y las espinacas?

– Uh… las espinacas… las Monstruosas de Viroflay. Ésas se daban bien…

– ¿Pero cómo hace para recordar todos esos nombres?

– Todavía me acuerdo de los paquetitos de semillas… Yo hojeaba el catálogo Vilmorin todas las noches, como otros sobetean sus misales… Me encantaba… Mi marido soñaba con cartucheras mientras leía su Manufrance y a mí me gustaban las plantas… La gente venía de lejos para admirar mi jardín, ¿sabes?

Camille la colocaba a la luz y la dibujaba mientras la escuchaba hablar.

Y cuanto más la dibujaba, más la quería.

¿Se habría esforzado más por mantenerse en pie de no haber tenido la silla de ruedas? ¿Acaso la había infantilizado al pedirle que se sentara cada dos por tres para ir más deprisa? Probablemente…

Qué se le iba a hacer… lo que estaban viviendo las dos, todas esas miradas y ese cogerse de la mano mientras la vida se desmoronaba al menor recuerdo, nadie se lo podría quitar nunca. Ni Franck ni Philibert, que estaban a mil leguas de concebir cuán poco razonable era su amistad, ni los médicos que nunca habían podido evitar que un anciano volviera a la orilla de un río, con ocho años, para gritar «¡Señor cura! ¡Señor cura!» llorando porque si se ahogaba, todos los monaguillos se irían directos al infierno…

– Yo le lancé mi rosario, imagínate cuánto debió de ayudarlo al pobre… Creo que ese día empecé a perder la fe, porque en vez de implorar a Dios, llamaba a gritos a su madre… Eso me dio mala espina…

2

– ¿Franck?

– Mmm…

– Me preocupa Paulette…

– Ya lo sé.

– ¿Qué hay que hacer? ¿Obligarla a ir al médico?

– Creo que voy a vender la moto…

– Vale. Veo que te la suda lo que te estoy diciendo…

3

No la vendió. Se la cambió al pinche por su Golf de macarra. Aquella semana Franck estaba hecho polvo pero se cuidó bien de que nadie se lo notara y, el domingo siguiente, se las apañó para reunir los a todos alrededor de la cama de Paulette.

Qué suerte, hacía bueno.

– ¿No te vas a trabajar? -le preguntó ella.

– Bah… Hoy no tengo muchas ganas… Oye, dime una cosa… ¿No empezó ayer la primavera?

Los demás se enredaron en cálculos, entre uno que vivía encerrado entre libros, y las otras dos que habían perdido la noción del tiempo desde hacía semanas, era mucho pedir esperar una respuesta…

Pero Franck no tiró la toalla:

– ¡Que sí, ratas de ciudad! ¡Es primavera, a ver si os enteráis!

– ¿Ah, sí?

Un poco remolón este público suyo…

– ¿Os trae sin cuidado?

– No, no, qué va…

– Sí. Ya veo que os trae sin cuidado…

Franck se acercó a la ventana:

– No, si yo sólo lo decía por decir… Nada, estaba pensando que era una lástima quedarse aquí mirando a los turistas del Campo de Marte cuando tenemos una preciosa casa de campo como todos los pijos de este edificio, y que si os dierais un poco de prisa, podríamos pasar por el mercado de Azay y comprar algo rico para comer… Pero bueno, nada… Si no os apetece, nada, me vuelvo a la cama…

Igual que una tortuga, Paulette estiró su cuello arrugado, y salió de su concha:

– ¿Cómo?

– Oh… Nada, algo sencillito… Estaba pensando en unas chuletitas de ternera con menestra… Y a lo mejor unas fresitas de postre… Si tienen buena pinta, ¿eh? Si no, haré una tarta de manzana… Ya veremos… Y de guinda, un vinito de mi amigo Christophe, y una buena siesta al sol, ¿qué me decís?

– ¿Y tu trabajo? -quiso saber Philibert.

– Pfff… Ya trabajo bastante, ¿no crees?

– ¿Y cómo se supone que vamos a ir? -preguntó Camille con ironía-. ¿Apilados en tu súper moto?

Franck bebió un sorbito de café y soltó tranquilamente:

– Tengo un bonito coche, os espera en la puerta, el cabrón de Pikou ya me lo ha bautizado dos veces esta mañana, la silla de ruedas está en el maletero y acabo de llenar el depósito…

Dejó la taza y se levantó con la bandeja.

– Hala, venga, chavales, a espabilarse. Que tengo que preparar la menestra…

Paulette se cayó de la cama. No fue culpa del cerebelo, sino de la precipitación.

Tal y como se dijo se hizo, y se repitió todas las semanas.

Como todos los pijos (pero sin ellos, puesto que salían un día más tarde que todos ellos) se levantaban muy temprano el domingo y volvían el lunes por la noche, cargados de provisiones, de flores, de bosquejos y de cansancio del bueno.

Paulette resucitó.

A veces, Camille sufría crisis de lucidez y se atrevía a considerar las cosas fríamente. Lo que estaba viviendo con Franck era muy agradable. Viva la alegría, viva la locura, encerrémonos en la habitación, grabemos nuestras iniciales en los troncos de los árboles, mezclemos nuestra sangre, sin pensar en ello, descubrámonos, hojeémonos, suframos un poco, cojamos hoy mismo las rosas de la vida y patatín y patatán, pero eso no podría funcionar nunca. Camille no tenía ganas de entrar en detalles, pero vamos, que su historia no tenía mucho futuro. Demasiadas diferencias, demasiadas… Bueno, total, corramos un tupido velo. No conseguía yuxtaponer a la Camille que se abandonaba y la Camille que permanecía al acecho. Siempre una de las dos miraba a la otra frunciendo el ceño.

Era triste, pero era así.

Pero algunas veces, no. Algunas veces conseguía llegar a un acuerdo y las dos pesadas se fundían en una sola, tontorrona y desarmada. Algunas veces, Franck la dejaba boquiabierta.

Como ese día, por ejemplo… El golpe del coche, la siesta, el mercado y toda la pesca, no había estado mal, pero lo mejor vino después.