Philibert se inventó un juego para los trayectos en coche. Cada uno tenía que enseñar algo a los demás con el fin de transmitirles un saber.
Philibert habría sido un excelente profesor…
Un día, Paulette les explicó cómo atrapar abejorros:
– Por la mañana, cuando todavía están aletargados por el frío de la noche, y permanecen inmóviles sobre las hojas, hay que sacudir los árboles en los que están, agitar las ramas con un palo, y recogerlos con una tela. Entonces se machacan, se cubren de cal y se entierran en un agujero, y así se obtiene un abono muy bueno… ¡Y no hay que olvidar cubrirse la cabeza!
Otro día, Franck les despiezó una ternera:
– A ver, empecemos por las piezas de primera categoría: la landrecilla, el solomillo, el lomo, la babilla, la tapilla, la tapa, la contra, la aguja, es decir las cinco primeras costillas y las tres segundas, y la espaldilla. Las de segunda categoría: la bajada de pecho, el brazuelo y el morcillo. Y para terminar, las de tercera categoría: la falda, el rabo y… Joder, me falta una…
En cuanto a Philibert, daba clases de recuperación a esos descreídos que no sabían otra cosa de Enrique IV que lo que contaban las canciones populares, como su célebre pene, que ignoraba que no fuera un hueso…
– Enrique IV nace en Pau en 1553, y muere en París en 1610. Es hijo de Antonio de Borbón y de Juana de Albret. Una de mis primas lejanas, dicho sea de paso. En 1572, se casa con la hija de Enrique II, Margarita de Valois, prima de mi madre, por cierto. Cabeza del partido calvinista, abjurará del protestantismo para escapar a la matanza de la noche de San Bartolomé. En 1594 es coronado en Chartres y entra en París. Con el Edicto de Nantes de 1598, restablece la paz religiosa. Era muy popular. Os ahorro todas sus batallas, porque me imagino que os traen sin cuidado… Pero es importante recordar que estuvo siempre rodeado, entre otros, de dos hombres relevantes: Maximiliano de Béthune, duque de Sully, que saneó las finanzas del país, y de Oliverio de Serres, que fue una bendición para la agricultura de la época…
En cuanto a Camille, no quería contar nada.
– No sé nada -decía-, y lo que creo saber, ni siquiera estoy segura…
– ¡Háblanos de pintores! -la animaron-. De movimientos, de periodos, de cuadros célebres, ¡o incluso del material que usas tú, si quieres!
– No, yo todo eso no lo sé contar… Me da mucho miedo equivocarme…
– ¿Cuál es tu periodo preferido?
– El Renacimiento.
– ¿Por qué?
– Porque… No sé… Todo es bello. En todos los ámbitos… Todo…
– Todo, ¿qué?
– Todo.
– Bueno… -bromeó Philibert- gracias. No se puede ser más escueto. Para quienes quieran saber más, la Historia del Arte de Élie Faure se encuentra en nuestras estanterías detrás del especial Enduro 2003.
– Pues dinos quién te gusta… -añadió Paulette.
– ¿Qué pintores me gustan?
– Sí.
– Pues… A ver, sin ningún orden… Rembrandt, Durero, Da Vinci, Mantegna, Tintoretto, La Tour, Turner, Bonington, Delacroix, Gauguin, Vallotton, Corot, Bonnard, Cézanne, Chardin, Degas, el Bosco, Velázquez, Goya, Lotto, Hiroshige, Piero della Francesa, Van Eyck, los dos Holbein, Bellini, Tiepolo, Poussin, Monet, Chu Ta, Manet, Constable, Ziem, Vuillard y… Es horrible, seguro que se me están olvidando un montón…
– ¿Y no nos puedes decir algo sobre alguno de ellos?
– No.
– A ver, uno cualquiera, al azar… Bellini… ¿Por qué te gusta?
– Por su retrato del dux Leonardo Loredan…
– ¿Por qué?
– No lo sé… Hay que ir a Londres, a la National Gallery si mal no recuerdo, y mirar ese cuadro para tener la certeza de que se está… De que es… Es… No, no tengo ganas de andar hurgando en esto sin encontrar las palabras adecuadas…
– Bueno -se resignaron los demás-, al fin y al cabo no es más que un juego… No te vamos a obligar…
– ¡Ah! ¡Ya sé cuál se me olvidaba! -exclamó Franck, feliz-. ¡El pescuezo, claro! O el cuello, como uno quiera llamarlo… Se usa para ciertos guisos…
Camille se sentía dividida en dos, por supuesto.
Y sin embargo, un lunes por la noche, en el atasco que se formaba después del peaje de Saint-Arnoult, cuando todos estaban cansados y enfurruñados, declaró de pronto:
– ¡Ya lo tengo!
– ¿Qué?
– ¡Mi saber! ¡El único que tengo! ¡Además, me lo sé de memoria desde hace años!
– Pues hala, somos todo oídos…
– Se trata de Hokusaï, un pintor que me encanta… ¿Conocéis su dibujo de la ola? ¿Y las vistas del Monte Fuji? Sí, hombreeeee… ¿Esa ola turquesa con ribetes de espuma? Ese pintor sí que… Qué maravilla… Si supierais todo lo que ha hecho, es que no os lo podéis ni imaginar…
– ¿Eso es todo? Aparte de «qué maravilla», ¿no tienes nada más que añadir?
– Sí, sí… Me estoy concentrando.
Y en la penumbra de un extrarradio igual a tantos otros, entre un Usine Center a la izquierda y un gran almacén a la derecha, entre la grisura de la ciudad y la agresividad del rebaño que volvía al redil, Camille pronunció despacio estas palabras:
«Desde los seis años, tenía la manía de dibujar la forma de los objetos.
Cuando tenía unos cincuenta, había publicado ya una infinidad de dibujos, pero todo lo que produje antes de los setenta años no merece tenerse en cuenta.
Cuando cumplí los sesenta y tres, empecé a comprender poco a poco la estructura de la naturaleza verdadera, los animales, los árboles, los pájaros y los insectos.
Por consiguiente, a la edad de ochenta años, habré hecho aún más progresos; a los noventa, penetraré el misterio de las cosas; a los cien, habré llegado sin duda a un cierto grado de embelesamiento, y cuando tenga ciento diez años, todo en mí, ya sea un punto, o una línea, estará vivo.
Pido a los que vivan tanto como yo que comprueben si cumplo mi palabra.
Escrito a la edad de setenta y cinco años por mí, Hokusaï, el anciano loco por la pintura.»
– «Todo en mi, ya sea un punto, o una línea, estará vivo…», repitió Camille.
Probablemente, habiendo encontrado cada uno en estas frases lo necesario para alimentar su pobre cerebro, el final del trayecto se llevo a cabo en silencio.
7
En Semana Santa los invitaron al castillo.
Philibert estaba nervioso.
Temía perder algo de su prestigio…
Trataba de usted a sus padres, sus padres lo trataban de usted a él, y ésos a su vez se trataban de usted entre sí.
– Buenos días, padre.
– Ah, ya está usted aquí, hijo… Isabelle, vaya a avisar a su madre, por favor… Marie-Laurence, ¿sabe dónde se encuentra la botella de whisky? No aparece por ninguna parte…
– ¡Récele a san Antonio, amigo mío!
Al principio, se les hacía un poco raro, pero al cabo del rato ya ni se fijaban en ello.
La cena fue penosa. El marqués y la marquesa les hacían un montón de preguntas, pero no esperaban sus respuestas para juzgarlos. Además, eran preguntas un poco difíciles, del tipo:
– ¿Y a qué se dedica su padre?
– Murió.
– Ah, perdón.
– No se preocupe…
– Mmm… ¿y el suyo?
– No llegué a conocerlo…
– Muy bien… ¿Les… les apetece tal vez un poco más de macedonia?
– No, gracias.
Por el comedor revestido de madera pasó todo un convoy de ángeles…