– ¿Van a cerrar? -preguntó Camille.
– No -contestó la chica, poniéndole un cuenco delante al anciano-, ya no servimos, pero no cerramos. ¿Quiere otro café?
– No, no, gracias. ¿Me puedo quedar un poco más?
– ¡Claro, quédese! ¡Mientras esté usted aquí, él se entretiene!
– Quiere decir que soy yo quien le hace reírse así…
– Usted o quien sea…
Camille miró detenidamente al anciano y le devolvió la sonrisa.
La angustia en la que la había sumido su madre se fue difuminando. Camille oía un ruido de agua y de cacerolas que se escapaba de la cocina, la radio, esos estribillos incomprensibles de sonoridades agudas que la chica repetía balanceándose, observaba al anciano que atrapaba largos tallarines con sus palillos, llenándose la barbilla de caldo, y de pronto tuvo la sensación de encontrarse en el comedor de una verdadera casa…
Salvo una taza de café y su paquete de tabaco, no había nada ante ella. Dejó ambas cosas en la mesa de al lado y se puso a alisar el mantel.
Despacio, muy despacio, pasaba una y otra vez la palma de la mano por el papel de mala calidad, áspero y manchado aquí y allá.
Repitió ese gesto durante largos minutos.
Su espíritu se calmó y los latidos de su corazón se hicieron más rápidos.
Sentía miedo.
Tenía que intentarlo. Tienes que intentarlo, se dijo. Sí, pero hace tanto tiempo que…
«Shh -se murmuró a sí misma-, shh, estoy aquí. Todo va a salir bien, bonita. Mira, es ahora o nunca… Venga… No tengas miedo…»
Levantó la mano, la dejó a varios centímetros de la mesa, y esperó a que cesara el temblor. Así está bien, ¿lo ves…? Cogió su mochila y rebuscó en su interior. Ahí estaba.
Sacó la caja de madera y la dejó sobre la mesa. La abrió, cogió una piedrecita rectangular y se la pasó por la mejilla. Era una sensación tibia y suave. Abrió entonces un paquetito de tela azul y extrajo un bastoncillo de tinta del cual emanaba un fuerte olor a sándalo y, por fin, desenrolló un mantelito de tablillas de bambú en el que descansaban dos pinceles.
El más gordo era de pelo de cabra, el otro, mucho más fino, de cerdas de seda.
Se levantó, cogió una jarra de agua de la barra, dos guías telefónicas, y le hizo una pequeña reverencia al anciano loco.
Colocó las dos guías sobre su silla para poder extender el brazo sin tocar la mesa, vertió unas gotas de agua sobre la piedra de pizarra y empezó a desmenuzar la tinta. La voz de su maestro volvió a sus oídos: «Dale vueltas a la piedra muy despacio, mi pequeña Camille… ¡Huy, mucho más despacio! ¡Y más tiempo! Tal vez doscientas veces, al hacerlo flexibilizas la muñeca y preparas tu espíritu para grandes cosas… No pienses ya en nada, ¡no me mires, ni se te ocurra! Concéntrate en tu muñeca, ella te dictará el primer trazo, y sólo el primer trazo importa, es el que dará vida a tu dibujo…»
Cuando la tinta estuvo lista, desobedeció a su maestro y empezó por unos pequeños ejercicios en un rincón del mantel para recuperar recuerdos demasiado lejanos. Hizo primero cinco manchas, de la más oscura a la más diluida, para recordar los colores de la tinta, luego intentó varios trazos y se dio cuenta de que se le habían olvidado casi todos. Sólo quedaban algunos en su memoria: la cuerda suelta, el cabello, la gota de lluvia, el hilo enrollado y los pelos de buey. Luego le tocó el turno a los puntos. Su maestro le había enseñado más de veinte, pero sólo recordó cuatro: el redondel, la roca, el arroz y el escalofrío.
Basta así. Ya estás preparada… Tomó el pincel más fino entre los dedos pulgar y corazón, extendió el brazo por encima del mantel y aguardó unos segundos más.
El anciano, que no se había perdido ni uno solo de sus gestos, la animó cerrando los ojos.
Camille Fauque salió de un largo sueño con un gorrión, y otro, y otro más, y después con una bandada de pájaros de aire burlón.
Llevaba más de un año sin dibujar nada.
De niña hablaba poco, menos aún que ahora. Su madre la había obligado a dar clases de piano, y ella lo odiaba. Una vez que su profesora se retrasaba, cogió un rotulador grueso y, concienzudamente, dibujó un dedo en cada una de las teclas. Su madre le retorció el cuello y su padre, para calmar los ánimos de toda la familia, volvió el fin de semana siguiente con la dirección de un pintor que daba clases un día a la semana.
Su padre murió poco después y Camille no volvió a abrir la boca. Ni siquiera hablaba durante las clases de dibujo con el señor Doughton (ella lo pronunciaba Duguetón), al que tanto quería.
El anciano inglés no se lo tomó a mal y siguió indicándole temas o enseñándole técnicas en silencio. Él le daba ejemplo y ella lo imitaba, limitándose a asentir o negar con la cabeza. Con él, y sólo en ese lugar, se sentía a gusto. Su mutismo parecía incluso convenirles. Él no tenía que esforzarse por encontrar las palabras adecuadas en una lengua que no era la suya, y ella se concentraba más fácilmente que sus compañeros.
Un día, sin embargo, cuando todos los demás alumnos se habían marchado ya, rompió su acuerdo tácito y le dirigió la palabra mientras ella se divertía con unas pinturas pasteclass="underline"
– ¿Sabes a quién me recuerdas, Camille?
Ella negó con la cabeza.
– Pues bien, me recuerdas a un pintor chino que se llamaba Chu Ta… ¿Quieres que te cuente su historia?
Camille asintió con la cabeza, pero él se había dado la vuelta para retirar el agua del fuego.
– No te oigo, Camille… ¿No quieres que te la cuente?
Ahora sí la estaba mirando.
– Contéstame, pequeña.
Ella le lanzó una mirada de odio.
– ¿Cómo dices?
– Sí -articuló ella por fin.
Él cerró los ojos en señal de satisfacción, se sirvió una taza de té, y vino a sentarse junto a ella.
– De niño, Chu Ta era muy feliz.
Bebió un sorbo de té.
– Era un príncipe de la dinastía Ming… Su familia era muy rica y poderosa. Su padre y su abuelo eran célebres pintores y calígrafos, y el pequeño Chu Ta había heredado su talento. Y fíjate tú que un día, cuando apenas contaba ocho años, dibujó una flor, una simple flor de loto flotando en un estanque… Su dibujo era tan bello, tan bello que su madre decidió colgarlo en el salón. Afirmaba que, gracias a él, en esa gran habitación se sentía una ligera brisa fresca y que incluso se podía respirar el aroma de la flor al pasar por delante del dibujo. ¿Te das cuenta? ¡Hasta el aroma! Y su madre debía de ser bastante exigente… Con un marido y un padre pintores, sabía de qué hablaba…
El anciano se inclinó de nuevo sobre su taza de té.
– Así fue creciendo Chu Ta, sin preocupaciones, con la alegría y la certeza de que un día él también sería un gran artista… Pero desgraciadamente, cuando tenía dieciocho años, los manchúes tomaron el poder, arrebatándoselo a la dinastía Ming. Los manchúes eran gente cruel y brutal, que no gustaba de pintores y escritores. Así pues les prohibieron trabajar. Te puedes imaginar que era lo peor que se les podía imponer… La familia de Chu Ta no volvió a conocer la paz y su padre murió de desesperación. De la noche a la mañana, su hijo, que era un muchacho travieso, a quien le gustaba reír, cantar, decir tonterías o recitar largos poemas, hizo algo increíble… ¡Anda!, ¿quién viene por aquí? -preguntó el señor Doughton, descubriendo a su gato de pie sobre el alféizar de la ventana. Entonces inició con él, a propósito, una larga conversación sin importancia.
– ¿Qué hizo? -murmuró por fin Camille.