– Entonces usted… es cocinero, ¿no es así?
– Pues sí…
– ¿Y usted?
Camille se volvió hacia Philibert.
– Es una artista -respondió éste en su lugar.
– ¿Una artista? ¡Cuán pintoresco! ¿Y vive… vive usted de ello?
– Sí. Bueno… eso… eso creo…
– Cuán pintoresco, sí… Y viven todos en el mismo edificio, ¿no es así?
– Sí. Justo encima.
– Justo encima, justo encima…
El marqués rebuscaba mentalmente en el disco duro de su guía telefónica de la aristocracia.
– ¡… Entonces es usted vástaga de la familia Roulier de Mortemart!
Camille estaba empezando a angustiarse.
– Esto… Yo me apellido Fauque…
Sacó entonces todo su pedigrí:
– Camille, Marie, Élisabeth Fauque.
– ¿Fauque? Cuán pintoresco… Hace tiempo conocí a un Fauque… Un hombre muy cabal, sí señor… Charles, creo que se llamaba… ¿Un pariente suyo, tal vez?
– Pues… no…
Paulette no abrió el pico en toda la velada. Durante más de cuarenta años, había estado al servicio de gente de esa ralea, y estaba demasiado incómoda para poder aportar su granito de arena a ese mantel bordado.
También el café fue penoso…
Esta vez le tocó a Philou ser el blanco de todas las preguntas.
– ¿Y bien, hijo mío, todavía en el negocio de las postales?
– Todavía, padre…
– Apasionante, ¿verdad?
– No lo sabe usted bien…
– No sea usted irónico, haga el favor… Sólo los miserables hacen alardes de ironía, no dirá que no se lo he repetido veces…
– Sí, padre… Ciudadela, de Saint-Ex…
– ¿Perdón?
– Saint-Exupéry.
El marqués se tragó lo que fuera a decir.
Cuando por fin pudieron abandonar esa habitación glauca donde todos los animales de la región estaban disecados en la pared, por encima de sus cabezas, (hasta un cervato, hay que joderse, hasta Bambi estaba ahí), Franck acompañó a Paulette hasta su habitación. «Como una recién casada», le susurró al oído, y meneó tristemente la cabeza cuando se dio cuenta de que iba a dormir a miles de kilómetros de sus princesas, dos pisos más arriba.
De espaldas a ellas, Franck toqueteaba una pata de jabalí trenzada mientras Camille desvestía a Paulette.
– Joder, es que esto es la monda… ¿Habéis visto qué mal hemos comido? ¿Pero de qué va esta gente? ¡Estaba todo asqueroso! ¡Yo nunca me atrevería a servir algo así a mis invitados! ¡Ya puestos más vale hacer una tortilla o unos espaguetis!
– ¿A lo mejor es que no tienen medios?
– Joder, pero si todo el mundo tiene medios suficientes para hacer una buena tortilla babosita, ¿no? Yo es que no lo entiendo… No lo entiendo… Comer mierda con cubiertos de plata maciza y servir un vinorro infame en una jarra de cristal de Bohemia, yo seré gilipollas, pero aquí hay algo que no me cuadra… Vendiendo uno solo de sus tropecientos candelabros tendrían para comer como Dios manda un año…
– Me imagino que ellos no ven las cosas de esa manera… La idea de vender un solo mondadientes de la familia les debe de parecer tan incongruente como a ti servir macedonia de lata a tus invitados…
– ¡Joder, y es que ni siquiera era una buena marca! He visto la lata vacía en la basura… ¡Era de Leader Price! ¿Pero tú te lo puedes creer? ¡Vivir en un castillo así, con foso, lámparas de araña, miles de hectáreas y toda la pesca y comprar en Leader Price! Yo es que no lo entiendo, colega… Hacerse llamar «señor marqués» por el guarda y luego dar de comer a tus invitados mayonesa de bote con macedonia para pobres, te lo juro, tía, yo es que no lo entiendo…
– Anda, tranquilízate… Que tampoco es para tanto…
– ¡Pues sí que es para tanto, joder, sí que lo es! ¿Qué significa eso de transmitirles el patrimonio a tus críos cuando ni siquiera eres capaz de hablarles con cariño? Joder, ¿pero tú has visto cómo le habla a mi Philou? ¿Has visto la mueca de asco que pone levantando así el labio de arriba…? «¿Todavía en el negocio de las postales, hijo mío?», «pedazo de gilipollas de hijo mío», se sobreentiende que dice, te lo juro, tía, me estaban entrando unas ganas de meterle una hostia… Mi Philou es un dios, es el ser humano más maravilloso que he conocido en mi vida, y el cretino este se permite tocarle los huevos, hay que joderse…
– Joder, Franck, deja de decir palabrotas, mierda -se lamentó Paulette, afligida.
El carretero se quedó con un palmo de narices.
– Pfff… Y encima me toca dormir en la Conchinchina… ¡Eh, os aviso que yo mañana no pienso ir a misa! Pfff… ¿De qué tendría yo que dar gracias al Señor, eh? ¿Sabes lo que te digo? Que lo mismo tú, que yo, que Philou, más valdría que nos hubiéramos conocido en un orfanato…
– ¡Ay, sí! ¡El de la señorita Pony!
– ¿Quién?
– No, nada.
– ¿Tú vas a misa?
– Sí, me gusta…
– ¿Y tú, abuela?
– …
– Tú te quedas conmigo. Les vamos a enseñar a estos paletos lo que es comer como Dios manda… ¡Ya que no tienen medios, los vamos a alimentar nosotros!
– Yo ya no valgo para mucho, sabes…
– ¿Te acuerdas de la receta de tu paté de Pascua?
– Claro.
– ¡Pues nada, mañana mismo lo hacemos! ¡Y todos los aristócratas, al paredón! Bueno, me voy que si no al final me van a meter en el calabozo…
Y al día siguiente, cuál no sería la sorpresa de «la señora marquesa» cuando bajó a su cocina a las ocho.
Franck ya había vuelto del mercado y dirigía a su invisible conjunto de pinches.
Se quedó turulata:
– Dios mío, pero…
– No hay ningún problema, señora marquesa. ¡No hay ningún, ningún problema! -canturreaba Franck, abriendo todos los armarios-. No tiene que preocuparse por nada, yo me encargo del almuerzo…
– ¿Y… y mi asado?
– Lo he metido en el congelador. Dígame, ¿no tendría un chino por casualidad?
– ¿Disculpe?
– No, nada. ¿Un escurridor, tal vez?
– Eee… Sí, ahí, en ese armario…
– ¡Huy! ¡Pero si es fantástico! -se extasió Franck, blandiendo el chisme al que le faltaba una pata-. ¿De qué época es? De finales del siglo xii, diría yo, ¿no?
Volvieron todos hambrientos y de buen humor, Jesús había vuelto a sus corazones, y se repartieron alrededor de la mesa, relamiéndose. Huy, Franck y Camille se pusieron de pie enseguida. Otra vez se les había olvidado lo de bendecir la mesa…
El paterfamilias se aclaró la voz:
– Bendícenos, Señor, bendice estos alimentos y a quienes los han preparado -(Philou le guiñó el ojo al cocinero) y blablablá-, y da pan a quien no tiene…
– Amén -respondió el corrillo de adolescentes, agitándose nerviosas.
– Vamos a hacer pues honor a este maravilloso almuerzo… Louis, haga el favor de ir a buscar dos botellas del tío Hubert…
– Oh, amigo mío, ¿está seguro? -se inquietó su señora.
– Sí, mujer, sí… Y usted, Blanche, deje de peinar a su hermano, no estamos en una peluquería que yo sepa…
Les sirvieron espárragos con una salsa holandesa de nata batida para chuparse los dedos, y después vino el paté de Pascua firmado Paulette Lestafier, seguido de un asado de cordero acompañado de un gratén de tomates y calabacines a la flor de tomillo, y para terminar, una tarta de fresas del bosque con nata casera.
– Montada con estas manitas…
Pocas veces fueron tan felices alrededor de esa mesa enorme, y nunca rieron de tan buena gana. Tras unos cuantos vasitos de vino, el marqués perdió su rigidez y contó portentosas anécdotas de caza en las que no siempre salía muy bien parado… Franck estaba a menudo en la cocina, y Philibert se ocupaba de servir la mesa. Un tándem perfecto.