– ¿Qué pasa?
– Déjame.
10
Paulette apenas andaba ya, y Camille evitaba hacerle preguntas. La retenía a su lado de otra manera. A la luz del día o bajo la aureola de las pantallas de las lámparas. Algunos días no estaba ahí, y otros, estaba como una rosa. Era agotador.
¿Dónde terminaba el respeto ajeno y dónde empezaba la noción de denegación de auxilio en situación de peligro? Esta pregunta obsesionaba a Camille, y cada vez que se despertaba por la noche, decidida a pedir hora con el médico, la anciana se levantaba animada y como una rosa…
Y Franck que ya no conseguía que una antigua conquista del trabajo le pasara sus medicinas sin receta…
Hacía semanas que Paulette ya no tomaba nada.
La noche de la función de Philibert, por ejemplo, no se encontraba muy bien, y tuvieron que pedirle a la señora Pereira que le hiciera compañía…
– ¡No hay problema! Tuve a mi suegra en casa durante doce años, así que ya se imaginan… ¡Sé cómo tratar a los viejos!
La función tenía lugar en un Instituto de la Juventud y la Cultura en un rincón perdido del extrarradio.
Cogieron el metro y el tren de cercanías de las 19:34, se sentaron uno enfrente del otro, y saldaron sus cuentas en silencio.
Camille miraba a Franck sonriendo.
Guárdate esa sonrisita de mierda, que yo no la quiero. Es lo único que sabes dar… Sonrisitas para desconcertar a la gente… Que te la guardes, tía, que te la guardes. Terminarás más sola que la una en una mazmorra con tus lápices de colores, y te lo tendrás bien merecido. Yo ya me estoy cansando… Lo del gusano enamorado de la estrella mola un rato, pero luego cansa…
Franck miraba a Camille con las mandíbulas apretadas.
Pero qué mono te pones cuando te enfadas… Qué guapo te pones cuando pierdes los papeles… ¿Por qué no consigo dejarme llevar contigo? ¿Por qué te hago sufrir? ¿Por qué llevo un corsé debajo de la coraza y dos cartucheras en bandolera? ¿Por qué me cierro en banda por tonterías? ¡Coge un abrelatas, joder! Mira en tu caja de herramientas, seguro que tienes lo necesario para dejarme respirar…
– ¿En qué piensas? -le preguntó él.
– En tu apellido… Leí el otro día en un viejo diccionario que un estafier era un gran lacayo que seguía a un caballero y le sostenía el escudo…
– ¿Ah, sí?
– Sí.
– O sea, un criado, vamos…
– ¿Franck Lestafier?
– Presente.
– Cuando no duermes conmigo, ¿con quién duermes?
– …
– ¿Les haces las mismas cosas que a mí? -añadió Camille mordiéndose el labio.
– No.
Se cogieron de la mano al volver a la superficie.
Cogerse la mano está bien.
No compromete mucho al que la da, y sosiega mucho al que la recibe…
El lugar era un poco tristón.
Olía a barba de tres días, a Fantas recalentadas y a sueños de gloria mal forjados. Unos carteles amarillo fosforito anunciaban la gira triunfal de Ramón Riobambo y su orquesta andina. Camille y Franck sacaron las entradas y no tuvieron problema para encontrar un buen sitio…
Pero poco a poco la sala se fue llenando. El ambientillo era como de parroquia y fiesta benéfica. Las mamás se habían puesto guapas, y los papás comprobaban las baterías de las cámaras de vídeo.
Como siempre que estaba nervioso, Franck no paraba de mover el pie. Camille le puso la mano en la rodilla para tranquilizarlo.
– Saber que mi Philou va estar solo delante de tanta gente me mata… No creo que pueda soportarlo… Pon que se le queda la mente en blanco… Pon que empieza a tartamudear… Pfff… Otra vez se quedará hecho polvo y habrá que recogerlo con pala…
– Calla… Todo va a salir bien…
– Al primero que se ría, te juro que lo echo a patadas de aquí…
– Tranqui…
– ¡Tranqui, tranqui! ¡Me gustaría verte a ti! ¿Acaso te subirías tú ahí a hacer el ridículo delante de toda esta gente que no conoces de nada?
Primero les tocó el turno a los niños. Venga a desfilar escenas de Molière, de Queneau, del Principito y compañía.
Camille no conseguía dibujarlos, se reía demasiado.
Después, una pandilla de adolescentes desgarbados en plena reinserción experimental subieron a rapear su existencialismo, sacudiendo pesadas cadenas chapadas en oro.
– Joder, colega, ¿pero qué es eso que llevan en la cabeza? -preguntó Franck, preocupado-. ¿Medias, o qué?
Entreacto.
Mierda. La Fanta recalentada y ni rastro de Philibert.
Cuando la sala volvió a sumirse en la oscuridad, hizo su aparición una chica de lo más estrafalaria.
No levantaba tres palmos del suelo y llevaba unas Converse rosas pintarrajeadas, leotardos de rayas multicolores, una minifalda de tul verde y una cazadorita de aviador cubierta de perlas. El color de su cabello iba a juego con el de sus zapatillas.
Una elfa… Un puñadito de confeti… La clásica chica rara y conmovedora que o bien te gustaba nada más verla, o no llegabas nunca a entenderla.
Camille se inclinó y vio que Franck sonreía como un tonto.
– Buenas noches… Bien… Estooo… He pensado mucho en cómo podría presentarles el… el número siguiente y, al final, me… me he dicho que lo mejor sería co… contarles cómo nos conocimos…
– Oh, oh… tartamudea. Es de la misma cuerda que Philibert… -murmuró Franck.
– Pues bien… Fue más o menos el año pasado…
No paraba de hacer aspavientos.
– Ya saben que soy monitora de talleres para niños y… Me fijé en él porque siempre estaba dando vueltas alrededor de los expositores contando una y otra vez sus postales… Cada vez que pasaba por ahí, me las apañaba para verlo, y nunca fallaba: ahí estaba contando sus postales, gimiendo. Como Chaplin, ¿se dan cuenta? Con esa especie de gracia que te conmueve… Que ya no sabes si reír o llorar… Ya no sabes nada… Y te quedas ahí, como una tonta, con el corazón agridulce… Un día, decidí ayudarlo y… le cogí mucho cariño, vaya… Ustedes también, ya lo verán… Es imposible no cogerle cariño… Este chico es… Reúne él solo todas las luces de esta ciudad…
Camille machacaba la mano de Franck de lo fuerte que la apretaba.
– ¡Ah!, y otra cosa más… Cuando se presentó la primera vez, me dijo: «Philibert de la Durbellière», entonces yo claro, muy educada, le respondí igual, geográficamente hablando: «Suzy… eeeeh… de Belleville…» Y entonces él exclamó: «¡Ah! ¿Es usted descendiente de Geoffroy de Lajemme de Belleville que luchó contra los Habsburgo en 1672?» ¡Caray! «No, no, qué va -farfullé yo-, de… de Belleville en… en París, vaya…» ¿Y saben ustedes lo peor? Pues que ni siquiera se llevó una desilusión…
La chica daba saltitos.
– Así que nada, con esto ya está todo dicho. Les voy a pedir un aplauso muy fuerte…
Franck silbó con los dedos.
Philibert entró pesadamente. Vestido con una armadura, con su cota de maya, su gran espada, su escudo y toda la impedimenta.
Al público le dieron escalofríos.
Empezó a hablar pero no se le entendía nada. Al cabo de unos minutos, se acercó un niño con un taburete para levantarle la visera.
Y la voz de Philibert, imperturbable, se hizo por fin audible.
Esbozos de sonrisas.
La gente todavía no sabía muy bien a qué atenerse.
Philibert inició entonces un strip-tease genial. Cada vez que se quitaba un pedazo de hierro, su pajecito lo nombraba en voz muy alta: